Esta semana el Presidente Uribe asumió de nuevo el papel de vocero de su gobierno y defendió —en vivo y en directo— el nombramiento de Fernando Araújo como nuevo Ministro de Relaciones Exteriores. El nuevo Canciller “es un símbolo de la tragedia nacional… Es un símbolo de que Colombia necesita superar esta tragedia”, dijo el Presidente con la vehemencia acostumbrada. “Por eso esta mañana me gustó mucho la BBC. Si no hubiéramos nombrado al doctor Fernando Araújo, simplemente muestran ahí escenas de la parapolítica. Tuvieron que mostrar esa escena macabra de las Farc, con el doctor Fernando Araújo en cautiverio, cuando lo rescatan y lo entregan en semejantes condiciones físicas”, añadió seguidamente. En suma, el Presidente eligió un símbolo encubridor de un problema y revelador de otro. No escogió un ministro: compuso una imagen fructífera. Las declaraciones del Presidente sorprenden más por su candidez que por su novedad: reconoció sin aspavientos que algunas decisiones públicas significativas persiguen no tanto consecuencias reales, como efectos simbólicos. Los aspectos sustantivos de las políticas parecen secundarios. O, al menos, subordinados a las apariencias. Así, los actos de gobierno son juzgados más por su impacto mediático de corto plazo (¿qué dijo la BBC?) que por su efecto real de largo plazo (¿qué va a pasar con la política exterior?). La forma prima sobre el fondo. Los gestos sobre los actos. La retórica sobre la realidad. Los sofismas sobre la evidencia.No debería sorprender, entonces, que algunos integrantes del alto gobierno sean hombres y mujeres sin atributos. O con otro tipo de tipo de atributos. La competencia, el conocimiento o la experiencia son menos importantes que la lealtad, la sensibilidad o la serenidad. Al fin y al cabo, los ministros son llamados a actuar más en el campo de lo simbólico que en el área de la administración pública. Los ministros, en particular, deben ayudar a mantener la bonanza de confianza. A blindar la burbuja. A infundir optimismo. A recuperar la legitimidad. A administrar la compleja y voluble psicología de las masas. Su presencia —si ocurre una tragedia, por ejemplo— tiene más valor simbólico que real. En estas épocas de la semiótica ministerial, gobernar es posar.Por tal razón, los estrategas políticos —los maquiavelos modernos— se han convertido en los verdaderos tomadores de decisiones. Podríamos incluso hablar de la institucionalización de la demagogia: un fenómeno que ocurre, cabe reconocerlo, en todas las democracias, pero que ha asumido una dimensión preocupante en la administración Uribe: el Presidente en persona se autoendilgó el cargo de semiólogo mayor. Se puso al frente de la batalla retórica. De la disputa, palmo a palmo, del aplauso de la gente y la adhesión de los medios.En últimas, el nombramiento de Araújo podría señalar una tendencia preocupante. Aparentemente los escándalos de la parapolítica han exacerbado la obsesión mediática del Gobierno, su fijación con el qué dirán. Los actos de gobierno —los nombramientos, las políticas, los discursos— son con frecuencia intentos deliberados para desviar la atención. Cada revelación es seguida de un contragolpe de opinión presidencial, lo que, tarde o temprano, terminará afectando la calidad de las decisiones públicas. Sobra decirlo, manejar mirándose al espejo, de manera permanente y obsesiva, puede resultar peligroso. Ojalá no nos estrellemos.
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