Esta columna trata sobre la división internacional del trabajo en el mundo globalizado. O sobre los efectos de la confluencia de dos tendencias irreversibles: el envejecimiento del primer mundo y la globalización del mercado de los servicios. Estas tendencias ya están incidiendo sobre las posibilidades y los patrones de desarrollo de muchos países. Y sus efectos serán cada vez más notorios. Esta semana, por ejemplo, The New York Times reportó que el afamado economista Dani Rodrik, afiliado a la escuela de gobierno de la Universidad de Harvard, ha estado ayudando a un grupo de ciudadanos portugueses a escoger entre dos tipos de inversiones estratégicas: las ciudadelas para retirados extranjeros o los sectores de alta tecnología.Aparentemente Rodrik no recomendó ni lo uno ni lo otro, sino ambas cosas a la vez. Es decir, un patrón de desarrollo que le dé cabida tanto a los hospicios de lujo como a las tecnologías de punta. Algo así como una versión renovada del modelo costarricense que mezcla el futuro industrial con el pasado generacional. Muchos países, sin embargo, por razones diversas, incluida la falta de educación de sus ciudadanos, no pueden darse el lujo de apostarles simultáneamente a los servicios y a la tecnología. Y deben resignarse, entonces, a convertirse en refugios de ocasión para los jubilados dispuestos a abandonar su país en busca de precios módicos para sus caprichos otoñales. Este es el modelo que se ha implantado con éxito en Panamá. O el que se pretende implantar en Nicaragua y en algunas regiones de Colombia.La lógica económica es implacable: las ventajas comparativas determinan los patrones de especialización. Si un país es más competitivo en tender camas que en componer algoritmos, habida cuenta de su abundancia de mano de obra no calificada, pues terminará por especializarse en los servicios domésticos. Hay excepciones. Muchos economistas hablan de ventajas dinámicas. Pero el futuro previsible de muchas economías tercermundistas parece ser la provisión de servicios para retirados sin ataduras. Con el tiempo, probablemente, la representación pintoresca del Tercer Mundo no será la plantación, sino el edificio de jubilados. O, en otras palabras, la globalización de los servicios podría convertir las otrora repúblicas bananeras en repúblicas de camareras. O de enfermeras. Parecemos avanzar, en últimas, hacia la filipinización del Tercer Mundo.Pero los flujos del mundo globalizado son de doble vía. Mientras algunos retirados inmigran en busca de servicios baratos, muchos trabajadores pobres emigran en procura de trabajos domésticos pagados en dólares. 35% de las mujeres que emigraron ilegalmente a los Estados Unidos reportan que su primer trabajo fue como empleadas domésticas: niñeras, cocineras o aseadoras o todas las anteriores. El susodicho porcentaje seguramente seguirá creciendo. Así, muchos latinoamericanos podrían terminar dedicados a cuidar a los padres y los hijos de los yuppies. Los hijos reciben el cuidado en su propio país, los padres van a buscarlo a tierras extrañas. Pero los encargados son siempre del mismo lado del mundo.Uno podría componer una diatriba contra la globalización o intentar una pataleta de nuevo rico –al estilo Chávez–, pero la lógica económica usualmente contradice los discursos indignados. Si América Latina no quiere convertirse en la sirvienta de los Estados Unidos, debe sumarle muchos años de educación a su fuerza de trabajo. Es más fácil decirlo que hacerlo. Pero no hacerlo implica aceptar un destino alienante. Al menos, creo yo, deberíamos aspirar a un puesto de auxiliar contable o de programador en la división internacional del trabajo. Todavía es posible. Pero no queda mucho tiempo.
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