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12 diciembre, 2010

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El paso del Quindio

En julio de 1801 llegó a Santafé de Bogotá, Alexander von Humboldt, el “segundo descubridor de América”. Humboldt fue recibido con pompa y circunstancia, con la devoción (casi cómica) que las regiones apartadas suelen ofrecer a los visitantes ilustres del extranjero. “Nuestra llegada a Santa Fe semejó una marcha triunfal. El Arzobispo nos había enviado su carroza, en la cual llegaron los notables de la ciudad y entramos con un séquito de más de 60 personas a caballo”. En su nutrida correspondencia, Humboldt reseñó repetidamente la lejanía de estas tierras, su aislamiento casi proverbial. “Aquí se está completamente separado del mundo…como en la luna”.

En septiembre de 1801, Humboldt salió rumbo a Popayán, hacia el occidente del país. Recorrió los senderos que hoy, convertidos en carreteritas serpenteantes, transitan los camiones que van y vienen entre Bogotá y Buenaventura, entre nuestro principal centro poblado y nuestro más importante contacto con el Pacífico. Después de varios días, Humboldt encontró un obstáculo extraordinario, casi infranqueable: el “Paso del Quindío” lo llamó en sus crónicas de viaje. “Sufrimos mucho en nuestro recorrido por las montañas del Quindío” escribiría años después. Sus crónicas dan cuenta de los caminos pantanosos, deleznables, imposibles para las mulas, sólo transitables por los cargadores humanos que transportaban a los viajeros en sus espaldas.

El “Paso del Quindío” tiene hoy otro nombre, el “Alto de la Línea”. Pero sigue siendo un obstáculo extraordinario, a menudo infranqueable. Más de doscientos años después de la travesía de Humboldt, Bogotá es todavía una ciudad remota, muy cerca de las estrellas y muy lejos del mar. “Los viajeros, en todas las épocas del año, hacen sus provisiones para muchos días pues a menudo sucede que por la súbita crecida de los torrentes quedan aislados sin poder dirigirse a Ibagué o a Cartago” escribió Humboldt hace más de doscientos años. Algo similar podría escribirse hoy en día.

Desde hace varias décadas todos los gobiernos han prometido la construcción de un túnel para allanar el paso del Quindío. En 1978, Enrique Vargas Ramírez, el Ministro de Obras Publicas de la época, dijo que “además del túnel para vencer uno de los pasos más difíciles en el territorio colombiano, se reconstruirá completamente la carretera de Ibagué a Calarcá, vía en la que está localizada La Línea”. Los gobiernos de Gaviria, Samper y Pastrana prometieron construir el añorado túnel en pocos años, con la convicción de quien repite lo imposible. El gobierno de Uribe construyó un túnel de prueba y adjudicó el contrato de obra. Incluso decidió anticipadamente llamarlo el túnel del Segundo Centenario. Pero las obras marchan a paso lento, como los cargueros de Humboldt. De seguir así tomarán muchos años más. Probablemente décadas.

En un discurso pronunciando en diciembre de 2010, el presidente Santos dijo, citando a Bolívar, que su gobierno doblegará la naturaleza. Yo me conformaría con mucho menos, con la superación definitiva del paso del Quindío, con la terminación del túnel de La Línea. Deberían también cambiarle el nombre. Llamarlo el túnel del Quindío o de Humboldt., pues, la verdad sea dicha, tampoco pudo terminarse para el segundo centenario de la independencia. Por ahora seguimos, como en las épocas del Nuevo Reino de Granada, encerrados en las montañas, condenados por la geografía.