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mayo 2010

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Promesas y mentiras

Todos los políticos hacen promesas. En época electoral, especialmente, prometen una cosa y la otra, elaboran catálogos de programas y proyectos, olvidan las restricciones fiscales, las complejidades administrativas, las fallas de gobierno, etc Los políticos en campaña no hacen cuentas. “Ya habrá tiempo de ocuparse de las realidades odiosas de la economía”, dicen con entendible ligereza. Pero una cosa es hacer promesas y otra, muy distinta, decir mentiras. Uno cosa es el exceso de entusiasmo o el optimismo deliberado y otra muy distinta, el engaño manifiesto. Esta semana, en mi opinión, el candidato del Partido de la U, Juan Manuel Santos, cruzó la línea invisible que separa las promesas de las mentiras. Veamos por qué.

El programa del candidato Santos contiene, como es costumbre, un largo inventario de promesas: un millón y medio de nuevos cupos universitarios, un millón de nuevas viviendas de interés social, pensiones gratuitas para los más pobres, educación gratuita para todos, un único plan de salud para todo el mundo, un aumento del programa Familias en Acción, tres millones de computadores para los estudiantes de secundaria de los planteles oficiales, etc. Este listado resumido cuesta varios billones de pesos, que aumentarían el ya de por sí abultado déficit del gobierno nacional. En campaña, las promesas son gratis; en el gobierno, cuestan plata.

Esta semana el candidato Juan Manuel Santos anunció que no va a subir los impuestos. Su anuncio implica necesariamente una de dos cosas: o bien Santos está diciendo mentiras y sí va a subir los impuestos, o bien está diciendo la verdad y no va a poder cumplir las promesas de su programa. La lógica es simple: o su anuncio es un artificio, o su programa es una falacia. Sea lo que sea, la mentira parece ser la única verdad de todo este asunto.

El candidato Santos no ha explicado claramente qué va a hacer para financiar su plan de gobierno. Pero ha insinuado que su estrategia de congelar (o disminuir) los impuestos aumentaría el recaudo tributario. Con más plata en los bolsillos o en el banco, las familias consumirían más bienes, las empresas comprarían más máquinas, habría por lo tanto mayor actividad económica, más empleo y, en últimas, un mayor recaudo. En fin, el mundo perfecto: más plata con menos impuestos. En uno de los textos más populares de principios de economía, leído anualmente por millones de estudiantes de todo el mundo, el economista de la Universidad de Harvard, Gregory Mankiw, denuncia este tipo de argumentos como pura charlatanería. “Así como la gente que confía en dietas extrañas pone su salud en riesgo, pero nunca consigue bajar de peso, así mismo los políticos que confían en ideas fantasiosas o en consejos de charlatanes raramente obtienen los resultados que anticipan”.

Juan Manuel Santos no sólo está negando las realidades odiosas de la economía: está actuando de manera irresponsable, subordinando las prioridades económicas o programáticas a una urgencia electoral de último minuto. No precisamente lo que uno esperaría de un ex ministro de Hacienda o de un candidato que se precia de su condición de estadista o de un promotor permanente del buen gobierno. Pero la política, sobra decirlo, es a veces imprevisible.

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Democracia deliberativa

En Colombia, como en muchos otros países del mundo, los políticos que no tienen opiniones fuertes son criticados. Atacados. Incluso despreciados. La vehemencia, la obstinación, incluso la intransigencia son consideradas virtudes esenciales en un hombre público. “Los peores –sugieren algunos– carecen de toda convicción, mientras los mejores están llenos de una intensidad apasionada”. Por ejemplo, el senador Jorge Enrique Robledo, un hombre apegado de manera pasional a sus convicciones, es considerado un político virtuoso, casi un paradigma. En general las opiniones fuertes, inmutables son preferidas a las posturas débiles, cambiantes.

En el mismo sentido, muchos analistas políticos locales añoran el papel ideológico de los partidos políticos tradicionales, su capacidad de ofrecerles a los ciudadanos un conjunto de opiniones fuertes, de posturas preestablecidas sobre todos los temas, los divinos y los terrenales. Sin partidos, dicen algunos, la política se ha convertido en un mercado al menudeo de prebendas y favores. O peor, en una conversación caótica, en una cacofonía de opiniones sueltas, en un diálogo de muchas voces y muy pocas convicciones. Sin partidos, insisten muchos de nuestros especialistas, la política ha perdido su esencia ideológica.

Pero la ideología por reflejo no siempre es deseable. Ni la obstinación es una virtud democrática absoluta. Todo lo contario. La democracia deliberativa necesita flexibilidad, incluso desapego ideológico: sin cambios de opinión, la deliberación es un ejercicio estéril, casi absurdo. En palabras de Albert O. Hirschman, los políticos deberían “mantener cierto grado de apertura o provisionalidad en sus opiniones y estar dispuestos a modificar sus convicciones como resultado de los argumentos de sus contrapartes o de la nueva información que pueda surgir de los debates públicos”. El dogmatismo del Senador Robledo, para seguir con el mismo ejemplo, no es una virtud inapelable. Más parece un vicio antidemocrático.

Sin flexibilidad, sin dudas, la democracia pierde buena parte de su legitimidad y el debate democrático se transforma en una superposición de dogmatismos que se excluyen mutuamente: nadie oye a nadie pues cada quien está muy ocupado en la preparación de su propio alegato inamovible. En últimas, la democracia no debería concebirse como el enfrentamiento de opiniones ya formadas, sino como el intercambio de opiniones provisionales, maleables. Dicho de otra manera, la democracia deliberativa no existe sin reversazos. O al menos sin la posibilidad de algunos reversazos de vez en cuando.

“No es probable que un pueblo que apenas ayer estaba entregado a una lucha fratricida se entregue de la noche a la mañana a las deliberaciones constructivas. Si acaso hay discusión será un típico diálogo de sordos, un diálogo que funcionará por un buen tiempo como una prolongación y un sustituto del conflicto. Incluso en las democracias más avanzadas, muchos debates son una continuación de la guerra por otros medios” escribió el mismo Albert Hirschman en 1991. La democracia deliberativa es complicada. Imposible, dirán algunos. Implica, como mínimo, una cultura política diferente, más madura, que condene, no admire, a quienes llevan más de treinta años repitiendo la misma letanía.

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El poder de los subsidios

Imaginemos la siguiente situación. Estamos a pocos meses de una elección presidencial en un país en desarrollo. El candidato oficialista, apoyado por un partido mayoritario, luce como un seguro ganador. La elección parece más un formalismo legal que una contienda democrática. Pero súbitamente, en contra de todos los pronósticos, un candidato de oposición logra concitar el apoyo mayoritario de las clases medias urbanas, indignadas, entre otras cosas, por un gran escándalo de compra y venta de votos en el Congreso. El candidato opositor sube rápidamente en las encuestas y consigue más de 40 por ciento de los votos en la primera vuelta. Muchos hablan, entonces, de una revolución política.

Pero el ascenso de la oposición se queda corto. En la segunda vuelta el candidato oficialista derrota al opositor por más de diez puntos. En los municipios más aislados y en los sectores más pobres, el oficialismo captura casi 70 por ciento de los votos. La clave de la victoria del oficialismo, el factor decisivo de la elección, dicen los analistas, armados con cientos de estadísticas, fue un programa de subsidios en efectivo a las familias más pobres y necesitadas. El programa cambió el mapa electoral, la geografía de los votos y las lealtades políticas: cientos de pueblos se tornaron oficialistas como por arte de magia presupuestal.

Los hechos narrados no son ficticios. Describen fielmente lo ocurrido en Brasil en la elección presidencial de 2006. El candidato oficialista no es Santos: es Lula. El programa de transferencias no es Familias en Acción, sino un programa similar, Bolsa Familia. Y el escándalo mencionado no es la yidispolítica, sino un episodio semejante de compra y venta de votos conocido en Brasil como el escándalo de las mensualidades (“escândalo do mensalão”) en referencia a la frecuencia de los sobornos pagados a varios congresistas con el fin de que votaran según las orientaciones del Gobierno. Los protagonistas son distintos, pero los resultados podrían ser los mismos. Como ya ocurrió en Brasil, en Colombia los subsidios de Familias en Acción podrían decidir la elección presidencial en ciernes.

En su noticiero de televisión, Daniel Coronell ha denunciado varios intentos de manipulación política del programa Familias en Acción. Un reportaje reciente mostró de qué manera miles de beneficiarios del programa eran conducidos, mediante engaños, a concentraciones políticas multitudinarias donde el candidato del Partido de la U o sus allegados les recordaban que la continuidad de los subsidios dependía de sus votos. Estas amenazas veladas constituyen no sólo una forma de aprovechamiento político de los dineros públicos, sino también un usufructo inmoral de las necesidades materiales de las familias más pobres de este país.

Esta semana, el director de Acción Social, Diego Molano, manifestó su preocupación por los posibles efectos de las presiones políticas sobre el funcionamiento del programa Familias en Acción. “Nadie tiene licencia… para presionar o amenazar a la comunidad de Familias en Acción con la intención de que voten por determinado candidato”, dijo. Pero lo que está en juego en este caso, habría que decirlo claramente, no es simplemente el funcionamiento o la transparencia de un programa estatal, sino la legitimidad misma de la democracia colombiana.

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El rey y los cortesanos

“Nadie puede decir que haya recibido una palabra o una insinuación de mi parte para violar la ley, ni lo pueden decir en el DAS” dijo esta semana el Presidente Álvaro Uribe en referencia al creciente escándalo por el espionaje ilegal a jueces, periodistas y políticos de oposición. En mi opinión, el Presidente está diciendo la verdad. Probablemente las chuzadas no son el resultado de una orden presidencial. La realidad de este asunto es más compleja. Más enredada. Pero no menos preocupante.

“Estoy seguro de que el Presidente Uribe no dio la orden” me dijo hace algunos días un prestigioso economista colombiano. “No tenía que hacerlo: el poder usa muchas veces mecanismos más sutiles. Basta recordar, por ejemplo, la histórica disputa entre Enrique II y Tomás Becket”. En 1164, el rey de Inglaterra Enrique II intentó limitar la independencia de la iglesia. A pesar de la anuencia del clero, el rey encontró una resistencia abierta y obstinada por parte de Tomás Becket, el arzobispo de Canterbury. El choque de poderes alcanzó, entonces, dimensiones épicas. Enrique II acusó a Becket de oponerse a la autoridad real. Becket amenazó al rey con la excomunión. Uno y otro defendieron lo suyo con una obstinación que todavía se recuerda.

El Papa Alejandro III intentó calmar los ánimos. Pero sus esfuerzos de concordia resultaron infructuosos. Enrique II jamás accedió a entregar los bienes expropiados a la iglesia. Y Becket nunca aceptó la autoridad real sobre los asuntos divinos. En una reunión con sus asesores más cercanos, Enrique II pronunció una frase ominosa, que tendría consecuencias mortales: “¿no habrá aquí nadie capaz de liberarme de este cura turbulento?” dijo en un momento de exasperación. En opinión de muchos historiadores, Enrique II no estaba dando una orden perentoria o invitando a los caballeros de la corte a tomar cartas en el asunto. Pero éstos estaban dispuestos a todo para congraciarse con el dueño del poder.

Instigados por la frase del rey y enfundados en las armaduras de la época, cuatro caballeros decidieron, entonces, confrontar a Tomás Becket, el opositor, el único contrapeso cierto al poder del soberano. Los caballeros pretendían conducir a Becket a un poblado cercano para someterlo a un cruento interrogatorio. Ante la negativa rotunda del arzobispo, decidieron asesinarlo, pensando seguramente que sus desafueros interpretaban fielmente los deseos del rey. Por el resto de sus días, Enrique II lamentó el asesinato de Becket. Como tantos otros soberanos, había subestimado la obsecuencia delictiva de sus cortesanos.

Un juez de control de garantías aceptó esta semana que un ex funcionario del DAS se convirtiera en el principal testigo de la investigación sobre las chuzadas. Muy pronto conoceremos la identidad de los cortesanos que planearon todo este asunto. El Presidente Uribe, me atrevo a anticiparlo, no será mencionado como un instigador directo del espionaje ilegal. Pero, como Enrique II, el Presidente dio muchas órdenes involuntarias, alimentó una psicología peculiar, casi paranoide entre un grupo de cortesanos dispuesto a abusar del poder para conservarlo. El Presidente Uribe probablemente nunca dijo que se violara la ley. No necesitaba hacerlo. Todo este escándalo es parte de un gran sobreentendido.

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Ya vienen los chinos

A mitad de camino entre el aeropuerto José María Córdova y la ciudad de Medellín, a pocos metros del Alto de las Palmas, puede verse una inmensa valla publicitaria que ofrece a los recién llegados un amplio y selecto portafolio de acompañantes femeninas. Cuando vi la valla por primera vez, hace apenas unos días, pensé para mis adentros, entre sorprendido y resignado, “esto se prostituyó”. Muchos habitantes de Medellín han manifestado su indignación ante la desvergonzada publicidad de un negocio otrora vergonzoso. “La falta de oportunidades laborales, la pobreza y la desigualdad han condenado a muchas mujeres a este último recurso de subsistencia”, me dijo uno de ellos, reconocido por su conciencia social.

La valla ha generado variadas especulaciones sobre la creciente industria del turismo sexual. En mi última visita a Medellín, algunos de mis interlocutores, dados al análisis macro, lamentaban el lugar que le había correspondido a la ciudad en la división internacional del trabajo: “nos estamos convirtiendo en el burdel del mundo”. Otros describían con precisión la compleja logística, la cadena de valor de un negocio floreciente. Todos, sin excepción, señalaban la lógica perversa (o pervertida) del negocio: el intercambio amoral entre los viejos adinerados del mundo desarrollado y las jóvenes sin oportunidades del mundo en desarrollo.

En su último libro, Viejos verdes y ramas peladas: una mirada global a la prostitución, el economista y sociólogo colombiano Mauricio Rubio cuestiona, con cifras en mano, muchas de las tesis más comunes (y políticamente correctas) sobre el turismo sexual en particular y la prostitución en general. Este negocio, escribe Rubio, poco tiene que ver con la pobreza o con la falta de oportunidades laborales. La prostitución no sustituye los trabajos ausentes. “Al contrario pareciera que… complementa los mercados laborales dinámicos”. No es tanto un recurso de supervivencia, sugiere Rubio, como una opción voluntaria de muchas mujeres que cuentan con oportunidades reales de estudio o trabajo.

Rubio cuestiona también el tamaño del negocio actual. Los viejos verdes europeos o norteamericanos constituyen un mercado limitado, relativamente pequeño. El futuro de este negocio, como el de tantos otros, parece estar en la China. Por razones económicas, en primer lugar: el poder de compra de los chinos crece todos los días; culturales, en segundo lugar: las sociedades machistas y patriarcales son más dadas al comercio sexual; pero sobre todo demográficas: actualmente existen en la China cientos de millones de hombres sin pareja, de “ramas peladas” como son llamados pues con ellos termina ineluctablemente el árbol genealógico de sus familias. Estos hombres representan, según Rubio, una demanda potencial inmensa, casi aterradora. Actualmente, de 250 millones de clientes de la prostitución, 200 millones son asiáticos. Y en el futuro la participación de los chinos seguirá creciendo.

El análisis de Mauricio Rubio tiene algo de ciencia ficción. Pero podría resultar clarividente. Esta semana me dijo un amigo, de manera desprevenida, sin ninguna malicia, que últimamente había visto mucho chino en Medellín. Por algo será.