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abril 2010

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Desorientados

“Con el mismo ímpetu, con el mismo compromiso de los primeros cien días, queremos terminar los últimos cien días”, dijo el presidente Uribe esta semana. Y a fe que lo están haciendo. En las últimas semanas el Gobierno ha dado muestras de un frenesí extraño, inusual, como si quisiera alargar el período presidencial por cuenta de una gran intensidad de última hora. Esta semana, por ejemplo, radicó un proyecto de ley para revivir el Ministerio de Justicia, otro para reformar el sistema de salud y otro más para cambiar la Constitución con el fin de permitir la reelección inmediata de alcaldes y gobernadores. Además, el Gobierno pretende adjudicar el tercer canal, vender Isagén y aprobar una serie de compromisos presupuestales, para el metro de Bogotá, para el tren de cercanías, para un aeropuerto internacional en la Costa Caribe, etc.

En medio de toda esta actividad, el ministro del Interior y Justicia, Fabio Valencia Cossio, presentó esta semana un polémico proyecto de ley que busca reglamentar el acto legislativo que, a finales del año pasado, prohibió el consumo de drogas ilícitas. El proyecto de ley está motivado por el mismo paternalismo (mal redactado) de siempre: “La finalidad de la actuación es prevenir que estas personas (los consumidores) afecten sus derechos o los de terceros, debido al estado en que se encuentran”. El proyecto incurre además en un peligroso populismo fiscal: sin presentar ningún cálculo, sin hacer las cuentas necesarias, estipula alegremente que el tratamiento de la drogadicción debe ser incorporado al Plan Obligatorio de Salud (POS).

El proyecto establece finalmente un procedimiento burocrático, casi kafkiano, para lidiar con los consumidores de drogas. Primero un oficial de la Policía debe conducir al consumidor (todavía medio trabado) a los llamados Centros de Orientación, donde lo esperan tres burócratas bien dispuestos, un psicólogo, un juez y un representante de la Procuraduría. “Mediante la observación de la actitud, el afecto, el lenguaje verbal y no verbal”, el psicólogo debe identificar las necesidades de protección del examinado. Posteriormente, con base en el dictamen del psicólogo, el juez debe “proceder a tomar la decisión que corresponda”. Si el examinado resulta ser un jíbaro será enviado a la cárcel por dos o tres años. Si es un adicto a un centro de tratamiento obligatorio. Y si es un consumidor esporádico al Sena a un curso de rehabilitación vocacional o (pobre tipo) a aprender a llenar hojas de vida.

No sé qué pensarán los lectores pero a mí los Centros de Orientación, con sus tres burócratas sentados en sendas sillas plásticas de espaldas al escudo de la Patria, dedicados a imponer el orden y a salvaguardar una visión oficial, aséptica de la libertad, me parecen un adefesio, un cruce peculiar entre el estatismo de otros tiempos y el catolicismo oficial de estos años. Tristemente muchos recursos públicos podrían ser desperdiciados en una burocracia sin sentido. Puestos, en todo caso, va a haber. Y por montones.

Después de leer el proyecto y cavilar sobre el estado mental de quienes proponen la creación de toda esta burocracia, queda uno con la impresión de que quienes necesitan orientación son algunos de los funcionarios públicos involucrados, incluido por supuesto el ministro Valencia Cossio. Afortunadamente sólo faltan cien días. Intensos o lo que sea. Pero cien días nada más.

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Antipolítica verdadera

En los países democráticos, muchos políticos son incapaces de tomar decisiones impopulares, de hacer lo que toca. Viven muertos de miedo. Paralizados. Intimidados por los medios de comunicación, por la oposición, por la gente. Esta semana, varios sitios de internet reportaron que los políticos polacos llevaban varios años diciendo de manera tímida, soterrada, que el gobierno de su país estaba en mora de comprar un nuevo avión presidencial. Pero ninguno tuvo la valentía de decirlo públicamente. Todos temían ser acusados de desperdiciar la plata del Estado en veleidades de millonarios, en lujos sin importancia. Según parece, preferían la muerte al escarnio público, al dedo señalador de los medios y la oposición.

En un mundo donde los recolectores de votos, los protagonistas principales de la democracia, están obligados a decir y hacer lo que la gente quiere oír y ver, la antipolítica tiene algo de novedoso. Y mucho de conveniente. La antipolítica, valga la aclaración, entendida no como una forma oportunista de alimentar el apetito ciudadano por la indignación, sino como una forma responsable de emancipación, de protesta en contra de la coerción moral de las mayorías y del imperativo democrático de la irresponsabilidad. Previsiblemente los antipolíticos verdaderos reciben de vez en cuando algunos silbidos. O son acusados por sus enemigos de blandengues o neoliberales.

En la actual campaña presidencial, uno de los candidatos parece dispuesto a decir lo que piensa, a decir, por ejemplo, que va a subir los impuestos para cubrir el déficit de la salud y a preservar la legislación vigente sobre la duración de la jornada diurna de trabajo (porque “es mejor mantener la estabilidad y las reglas actuales hasta que se tengan claras sus consecuencias y su impacto”). O a decir sin salvedades que, en este reino tropical de las promesas, los ciudadanos no sólo tienen derechos, sino también deberes y obligaciones. O a sostener claramente que no promete un camino de rosas.

Este candidato estaría, en mi opinión, dispuesto a decir (o insinuar al menos) lo que todos los políticos saben pero ninguno, por temor o conveniencia, se ha atrevido a confesar: que en un país como Colombia existe una brecha insalvable, casi un abismo, entre las expectativas de la gente y las posibilidades reales del Estado. El candidato en cuestión representa, en últimas, la utopía extraña de la sinceridad que se atreve, en medio de una campaña electoral muy apretada, a cuestionar la utopía corriente de un Estado todopoderoso.

Durante su última visita a Colombia, ya hace algunos años, un prestigioso economista gringo, asesor de muchos gobiernos latinoamericanos, confesó cándidamente que en sus conversaciones con los presidentes o mandatarios recién elegidos solía repetir la misma advertencia: “llegó la hora de dejar a un lado las promesas de campaña y sentarse a pensar seriamente en los problemas más urgentes”. Esta advertencia podría resultar innecesaria en la actual coyuntura política colombiana. El próximo presidente de este país podría ser un político o un antipolítico, los lectores sabrán identificarlo, que dice lo que piensa y hace más de lo que promete.

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Delfines octogenarios

Tres ilustres miembros del partido Conservador hicieron esta semana, en palabras del candidato presidencial Juan Manuel Santos, una proclamación histórica. Mariano Ospina Hernández (hijo del ex presidente conservador Mariano Ospina Pérez), Ignacio Valencia López (hijo del también ex presidente Guillermo León Valencia) y Enrique Gómez Hurtado (hijo del ex presidente e ideólogo del partido de Caro y Ospina, Laureano Gómez) declararon, en un lenguaje grandilocuente, de otros tiempos, que habían decidido sumarse a la candidatura de Santos con fervor conservador y sentimiento patriótico.
“Ejemplos históricos de nuestro proceder han sido: la convocatoria de Rafael Núñez con su dilema de Regeneración o Catástrofe, el llamado de Mariano Ospina Pérez a la Unión Nacional y el de Laureano Gómez para conformar el Frente Nacional”, dijeron, orgullosos, los ilustres conservadores. Su proclamación parece una parodia de nuestra larga historia de lealtades cambiantes y disidencias oportunistas. Sus palabras alambicadas recuerdan los discursos encendidos de Miguel Antonio Caro en pro de la Regeneración y en contra de los conservadores “reintegristas” que trataron, por egoísmo, “de disociar —y dígolo según mi conciencia— lo que Dios ha unido para la salvación de Colombia”.

Dejando a un lado las analogías históricas, cabe señalar (la nobleza así lo obliga) que el evento de esta semana, la teatral adhesión de los líderes conservadores al Partido de la U, representa un hito en la historia reciente del país. El evento marcó la presentación en sociedad de una especie desconocida en la peculiar zoología política colombiana: los delfines de 80 años. Los lectores pueden encontrar en internet una foto que capturó el momento para la posteridad. El candidato Santos, con corbata rosa, levanta sus manos, y los tres delfines octogenarios, con rígidas corbatas azules, alzan las suyas, sonrientes, satisfechos, históricos. No precisamente la imagen de la renovación.

“Porque retroceder no es una opción”, advierte uno de los eslóganes de la campaña de Juan Manuel Santos. El mismo Santos ha dicho varias veces, haciéndole eco a las palabras del Presidente de la República, que llegó la hora de dejar atrás nuestro pasado de violencia y frustraciones. Y para ayudarles a él y a su partido en este empeño patriótico, en esta tarea inaplazable de emancipación histórica, el candidato Santos ha reclutado, óigase bien, a los hijos de Mariano, Guillermo León y Laureano. Sin ningún prejuicio, me atrevería a decir que los delfines históricos representan más una vuelta en U, un retorno al pasado, que la promesa de un futuro mejor.

El candidato Santos insinuó esta semana que la proclama de los ciudadanos conservadores tiene un gran valor simbólico. Y la verdad sea dicha, el candidato tiene toda la razón. La foto de Santos con los godos ilustres, con los hijos de los protagonistas de nuestra historia, muestra que, después de todo, el Partido de la U es un partido conservador en un sentido literal: aspira a embalsamar nuestra historia. El tío abuelo de Juan Manuel Santos también fue presidente de Colombia y los líderes conservadores son de su misma estirpe, familiares de quienes han mandado en este país por casi un siglo. Uno y otros aspiran por supuesto a seguir mandando. Ojalá que no.

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Un misántropo amoroso

“Maestro, el arte no es para sostener tesis: es para producir emociones” le reclama su malgeniado contertulio al protagonista de la última novela de Fernando Vallejo, El don de la vida. Pero el maestro, obstinado, incrédulo, no hace caso. Continua con su tesis, con su alegato rabioso en contra de la irremediable tragedia de la vida, de sus cuatro enemigos primordiales que son en últimas un solo enemigo verdadero: “el Cambio es lo mismo que el Tiempo, y el Tiempo lo mismo que la Vejez, y la Vejez lo mismo que la Muerte. Cuatro que son tres, tres que son dos, dos que son uno”.

Fernando Vallejo no representa “una conciencia crítica del país” como dicen algunos de sus colegas escritores y repiten, obedientes, muchos profesores universitarios. Colombia no es el único blanco de sus críticas. Su ira va con él a todas partes. No conoce fronteras. “Francia ha caído muy bajo desde el locutor De Gaulle…Prefiero mil veces a Colombia con todo y lo asesina que es” dice el protagonista de El don de la vida. “A México lo educó la Revolución en el peculado, el crimen, el cinismo, la extorsión, el fraude, la lambisconería, la alcahuetería, la tortuosidad, la malicia, la mentira” afirma el narrador de su primera novela de muertos, Entre fantasmas. Cuba, España y los Estados Unidos también figuran en la larga lista de sus desafectos. La conciencia crítica de Vallejo no tiene patria. Muchas veces se confunde con la denuncia política o con el alegato moralizante pero no es más que una reiteración adicional de su tesis sobre la tragedia humana.

Una tragedia que se reduce, ya lo dijimos, a una sola cosa o a dos que son una: la vejez y la muerte. “Por cuanto a su trabajo se refiere, Dios, la Evolución, o lo que sea, son entidades muy chambonas. Han tenido tres mil quinientos millones de años a su disposición más todos los átomos de la corteza de la tierra, y lo mejorcito que han producido es el hombre. Con vejez y muerte este asunto no sirve. Es una insensatez que viene de un pantano y que va hacia la nada” escribió en uno de sus ensayos sobre biología. “Es que el mundo está mal hecho, Dios lo hizo mal. Resultó un maestro de obra chambón” afirmó nuevamente en El don de la vida.

Pero detrás de la tesis de Fernando Vallejo, de su elocuente misantropía, de su protesta contra la condición humana, contra las raíces de nuestro sufrimiento como dijo alguna vez el biólogo Robert Trivers, yace un sentimiento redentor. Así como algunos románticos y muchos pensadores iluminados han terminado odiando al hombre de tanto quererlo, así mismo Fernando Vallejo ha terminado amándolo de tanto odiarlo. “La infelicidad ajena es mi desdicha” confiesa en su última novela. Una desdicha nacida, probablemente, de la solidaridad biológica, de un entendimiento lúcido, desgarrado, de la condición humana.

Fernando Vallejo es en últimas un escritor paradójico, un misántropo amoroso o al menos compasivo, un pesimista incurable que terminó queriendo al hombre con el amor racional de quien entiende a plenitud su tragedia, sus ínfulas de inmortalidad y sus deseos imposibles de felicidad.