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Las consecuencias de la reelección

“Que el pueblo decida” fue la principal línea de defensa del Gobierno a la iniciativa nefasta de la reelección presidencial. Como si se tratase simplemente de una decisión entre más y menos democracia. Como si las otras consecuencias de la reelección pudieran descartarse de plano. Pero las consecuencias de la reelección se han hecho evidentes en estos últimos días.

Ya varios analistas han señalado que detrás de los escándalos existe una razón de fondo: la politiquería. En particular, los directores o gerentes de Finagro, del Incóder y de la Supervigilancia fueron nombrados, a pesar de las negativas tan rotundas como increíbles del Presidente, por razones políticas, seguramente con la idea de sumar apoyos para la campaña reeleccionista. La reelección puede desdibujar al estadista hasta convertirlo en un simple maximizador de votos. O componedor de alianzas. O repartidor de puestos. O despilfarrador del presupuesto. O (como en este caso) todas las anteriores.

Pero la reelección no sólo deteriora la calidad del Gobierno; también disminuye la calidad de la oposición. Un hecho evidente para cualquier persona que haya escuchado una declaración reciente de Horacio Serpa. Ya no estamos hablando simplemente del vibrato, sino de la exageración tendenciosa e irresponsable. De acusaciones que no se compadecen con los hechos.

En presencia de la reelección, la crítica a ultranza se convierte en norma general, incluso cuando las actuaciones del gobierno favorecen el interés público. Y al cambiar la oposición, cambia también el gobierno, tornándose cada vez más sensible a la crítica y más intransigente. Al respecto, cabría mencionar una curiosidad histórica. El ex presidente Jimmy Carter solía quejarse, recién concluido su gobierno, de que la oposición política impidió una solución exitosa de la crisis de los rehenes en Irán. Los asesores le había aconsejado a su rival de entonces, Ronald Reagan, que debía jugársela toda por el fracaso del gobierno en el tema en cuestión. Como sucedió eventualmente.

No sé que opinan quienes promovieron la reelección con tanto entusiasmo y tanta candidez (Que el pueblo decida). Seguramente no están arrepentidos. Pero si las cosas siguen como van, pronto lo estarán.

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Un debate paradójico

Esta columna trata sobre una paradoja ideológica. O mejor, sobre la irrelevancia de las categorías ideológicas tradicionales para entender el debate sobre la emigración latinoamericana hacia los Estados Unidos. Un debate en el cual los defensores de los emigrantes encuentran aliados improbables en la derecha del espectro ideológico, así como enemigos insólitos en los sectores considerados tradicionalmente como progresistas.

Las ideas y los argumentos en contra de la emigración tienen sus voceros más representativos en dos profesores de la Universidad de Harvard. El primero es el prestigioso politólogo Samuel P. Huntington, reconocido no sólo por la clarividencia de la “La guerra de civilizaciones”, sino también por la xenofobia de “¿Quienes somos?”. Huntington argumenta que los emigrantes latinoamericanos, en lugar de integrarse a la sociedad estadounidense, como lo hicieron sus antecesores europeos, se han empeñado en mantener (y reproducir) su cultura y sus valores, con efectos adversos sobre la confianza colectiva, el sentimiento de comunidad y la identidad nacional norteamericana. Dice Huntington: “Históricamente los Estados Unidos ha sido una nación de inmigrantes y asimilación, y asimilación ha querido decir americanización. Pero la asimilación ya no significa necesariamente americanización y resulta particularmente problemática en el caso de los mexicanos y otros hispanos”.

El segundo profesor es el economista George Borjas, quien ha estudiado los efectos sociales y económicos de la emigración durante más dos décadas. Primero desde la Universidad de California y luego desde la escuela de gobierno de Harvard. Las pesquisas empíricas de Borjas pueden resumirse en tres conclusiones: (i) el efecto económico de la emigración es marginal (inferior al 1% del PIB); (ii) el efecto sobre los ingresos de los trabajadores nativos con menor calificación es negativo (cercano al 10%), (iii) el efecto sobre las finanzas públicas es adverso. Según Borjas, la migración implica una redistribución de recursos públicos y privados desde los pobres estadounidenses (negros, en su mayoría) hacia los pobres extranjeros (mexicanos, en su mayoría).

Mientras las ideas de Huntington han alimentado la retórica de sectores ultra-conservadores (el comentarista económico Lou Dobbs, por ejemplo), las ideas de Borjas han nutrido los argumentos de sindicalistas, activistas demócratas y comentaristas liberales (el columnista Paul Krugman, por ejemplo). Pero los argumentos de Hungtington y Borjas han encontrado algunos contradictores aguerridos en la derecha. Primero están los globalizadores (los defensores a ultranza del libre comercio), representados, entre otros, por el economista de la Universidad de Columbia Jagdish Bhagwati o por los editorialistas de la revista inglesa The Economist. Los globalizadores han argumentado con especial vehemencia que la emigración tiene un efecto positivo (tanto sobre el crecimiento económico como sobre las finanzas públicas), y que el pesimismo de Borjas es el resultado de análisis defectuosos que dejan de lado los aspectos dinámicos e intergeneracionales del problema.

Así mismo, algunos conservadores sociales han argumentado, en contraposición a los argumentos de Huntington, que los emigrantes latinoamericanos entronizan los valores tradicionales de la sociedad estadounidense. Los latinos tienen menores tasas de divorcio, familias más integradas, un mayor apego religioso y una comprobada ética de trabajo. En fin, los latinos representan, para decirlo en forma metafórica, la versión moderna de los peregrinos del Mayflower.

En suma, la causa latina tiene en el liberalismo económico y en la derecha tradicional dos de sus principales aliados: una paradoja ideológica que todavía no parecen entender muchos de los supuestos progresistas que acaparan el debate.

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Argumentos de clase

Durante el primer semestre del año 2005, la revista Semana publicó un artículo sobre una nueva generación de colombianos que parecía llamada a suceder a los famosos, poderosos y adinerados del presente. El artículo identificó cuarenta personas menores de cuarenta años que ya ocupaban (o pronto ocuparían) posiciones de privilegio y visibilidad en el sector público, en la empresa privada, en las artes y en las ciencias. Más que examinar los atributos de los seleccionados o especular acerca de los sesgos de los seleccionadores, quisiera, para los propósitos de esta columna, concentrarme en las reacciones de los lectores ante la publicación de la lista de personalidades.

Aproximadamente 200 lectores expresaron sus opiniones en el foro virtual de Semana. La mayoría lo hizo en un tono iracundo. Muchos acusaron a la revista de haber incurrido en una celebración de la exclusión social. Otros, de haber pasado por alto las exiguas posibilidades de ascenso social. “Han llegado allí por enchufe, son los hijos de políticos y de empresarios y nada mas”, escribió un primer lector indignado. Muchos otros lectores estuvieron de acuerdo: “los mismos con las mismas con una que otra variante”; “no aparece nadie que vislumbre un mundo más allá de la continuación de sus herencias, creencias, hábitos y placeres”; “al artículo le falta decir que además de tener títulos, tienen lo principal que son los apellidos: que casualidad que casi todos son hijos, nietos, sobrinos, parientes de personas muy influyentes del país”; “son sólo hijos, nietos o bisnietos de la clase dirigente que siempre ha dominado al país”; “seria bueno que en este país se le diera importancia a gente que también es inteligente, brillante, ingeniosa, imaginativa, recursiva y buena en su profesión pero que no tienen apellidos de alcurnia”. Y así podría continuar un largo catalogo de opiniones, hasta completar un verdadero memorial de quejas en contra de la ausencia de movilidad social.

Las opiniones de los lectores no pueden descartarse con el argumento manido de que constituyen una superposición de resentimientos. Al menos históricamente, las posibilidades de movilidad social han estado cerradas para muchos colombianos. Aunque la movilidad se ha acelerado levemente, como consecuencia de la expansión de la educación pública, el estatus social sigue siendo un atributo heredable. Como la estatura. O la calvicie.

La semana anterior Felipe Zuleta publicó una columna acerca de los candidatos a la vicepresidencia que puede leerse como una exaltación de los mismos males denunciados por los lectores de Semana: los apellidos, la alcurnia, el abolengo, los privilegios heredados, la inmovilidad social. “Francisco Pacho Santos…ha demostrado su clase, su talante, su fidelidad…No en vano es hijo de Hernando Santos y Clemencia Calderón”. “María Isabel Patiño…honesta como nadie, tiene toda la clase y la elegancia del mundo para tratar a sus congéneres. Se le ve por todos lados la influencia de su padre, el prestigioso médico José Félix Patiño, y la afabilidad de su madre, Blanquita Osorio”. “Patricia Lara…es liberal, con clase, inteligente, trabajadora, preparada y rica…Es dura de carácter, terca y jodona…Al fin y al cabo es una Lara Salive”.
Esta vez pocos lectores protestaron. Quizá porque que el anti-uribismo es un buen disfraz para el clasismo. O quizá porque la irreverencia permite ciertas licencias. O quizá porque la desfachatez se confunde con la ironía. Sea lo que fuere, incumbe reiterar que los argumentos de clase (odiosos en general) son particularmente ofensivos en este país, habida cuenta de nuestra infortunada historia de inmovilidad social y de nuestra equivocada inclinación a confundir el talento con los apellidos.
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La revolución como entretenimiento

Son muchos los comentarios que han suscitado las protestas estudiantiles en Francia. Algunos comentaristas lloriquean de nostalgia ante el simulacro de revolución. Otros afinan sus ironías contra las utopías juveniles.
Un periodista del diario Star de Toronto escribió con elocuencia que los estudiantes están protestando contra unos trabajos que todavía no tienen. Pero qué más da. El punto indiscutible es que protestar tiene su encanto. Echarle la culpa a un enemigo (real o sociológico) siempre ha sido un mecanismo de defensa eficaz. Nada se pierde con pedir lo imposible: un Citroen y un puesto de gerente para todo el mundo.
Mientras los jóvenes chinos se preparan para asistir a un concierto de los Rolling Stones, los franceses desempolvan sus gabardinas y se lanzan a la calle a gritar consignas de otros tiempos (cuesta creerlo pero un estudiante colombiano escribió ayer en El Tiempo que los manifestantes gritaban “el pueblo unido jamás será vencido”). Cuando se cansan de las estrofas, estos adolescentes inconformes procuran romper algunas cosas. Pero lo cierto es que, desde la distancia, el idealismo y la generosidad no se ven por ninguna parte. Como tampoco es posible intuir la autenticidad que sí tienen, por ejemplo, las protestas de los emigrantes latinoamericanos en los Estados Unidos.
En fin, desde de lejos, queda la impresión de que estamos ante la más fraudulenta de todas las revoluciones francesas. Mientras tanto la tasa de desempleo juvenil sigue por encima de 25%: 50% en los banlieues. Dijo Antonio Caballero que los estudiantes franceses no son revolucionarios sino conservadores. Yo preferiría otro adjetivo: decadentes.
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¿Sabía usted …

Así titula José Obdulio Gaviria la última sección de su último libro “A Uribe lo que es de Uribe”. Son 240 preguntas apiñadas en 24 páginas, cada una escrita en la misma forma gramatical, seguramente con la idea de abrumar al lector mediante el artilugio de la repetición y convencerlo, por ahí derecho, de los numerosos logros sociales del actual Gobierno.

La sección de marras comienza con una pregunta retórica: “¿sabía usted que la pobreza pasó del 57% en 2002 a 49,2% en 2005, el nivel más bajo desde que hay cifras comparables?” Y así sigue la sucesión de datos hasta terminar, 239 preguntas más adelante, con un último interrogante: “¿sabía usted que con la nueva ley de empleo público cerca de 120.000 cargos serán previstos a través de concurso de méritos?” Todo parece calculado para crear una especie de trance aritmético. Para propiciar la suspensión de la razón ante la letanía estadística. Pero, en esencia, toda esta retahíla no es más que un sofisma elaborado. Muchas de los hechos que se mencionan carecen del contexto necesario para juzgar su validez. Otros son deliberadamente engañosos. Otros más, inocuos. O irrelevantes. O ambiguos. O encomiables. O lo que sea. Pero todos aparecen mezclados, sin matices, sin advertencias, de manera tendenciosa. Es tan obvia la intención de mentir con exactitud, que no sobra insistir en la denuncia exaltada contra la propaganda. Dijo Voltaire: “aquellos que pueden hacernos creer cosas absurdas pueden hacernos cometer cosas atroces”.
Por ejemplo, la pregunta 81 (la numeración es mía) plantea lo siguiente: “¿sabía usted que la inversión en ciencia, tecnología e innovación pasó de 0,34% a 0,7% del PIB (estimado)?” Nada se dice sobre el período de análisis, o sobre si se está haciendo referencia a la inversión pública o a la inversión total, o sobre la validez del valor (estimado). ¿No sería más apropiado, me pregunto, señalar que la inversión en ciencia y tecnología sigue siendo la cenicienta del presupuesto y que el mismo Presidente considera que los estudios van en contravía de su afán de resultados? Pero no. La idea, al parecer, es esconder la calidad de la información detrás de la cantidad de datos.
La pregunta 70 también desafía nuestra ignorancia: “¿sabía usted que se han abierto 32.206 nuevas cuentas de Ahorro de Fomento a la Construcción (AFC)?” Yo el número exacto no lo sabía pero sí sé bien que las cuentas AFC constituyen un subsidio irritante a los más ricos que ha sido impugnado incluso por su autor intelectual: el ex Ministro de Hacienda Juan Manuel Santos. Como también sé que las cifras sobre los egresados del SENA (pregunta 187) han sido duramente cuestionadas por los expertos nacionales en el tema. O que las cifras de afiliados al régimen subsidiado (pregunta 111) no diferencian entre subsidios totales o parciales. O que la reforma a la ley de contratación pública (pregunta 223) ha fracasado durante tres legislaturas consecutivas. O que la disminución de los cultivos ilícitos (pregunta 96) es engañosa habida cuenta del aumento en la productividad de los lotes cocaleros.
En últimas, el punto no es de fondo sino de forma. No se trata (ese sería el tema de otra columna) de evaluar los logros sociales del Gobierno, sino de cuestionar la forma engañosa como se exhiben los resultados. Abrumar a los lectores con un bulto de estadísticas fuera de contexto no es, por decir lo menos, una forma honesta de rendir cuentas. Así como varios columnistas hemos reclamado objetividad en la crítica social de algunos intelectuales, deberíamos igualmente demandar honestidad en el análisis de resultados de los propagandistas oficiales.
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Sobre la desigualdad

Esta semana la organización de las Naciones Unidas presentó un nuevo reporte sobre las condiciones de vida que llamó la atención, entre otras cosas, sobre la creciente desigualdad entre las regiones colombianas. Hace tres semanas, el Banco Mundial había presentado un reporte similar que puso de presente, desde una perspectiva de más largo plazo, la persistencia de la desigualdad entre las familias colombianas. Muchos analistas utilizaron el reporte del Banco Mundial para endilgarle a este columnista lo que ellos perciben como una muestra inapelable de nuestro fracaso social. “No en vano –escribió Alfredo Molano– el Banco Mundial ha mostrado con números, como le gusta a don Alejandro Gaviria, que la distancia entre ricos y pobres se ha mantenido inmodificada en setenta años”. Algo similar apuntó William Ospina: “digan si es falso el informe del Banco Mundial (una autoridad de las que le gustan a Alejandro) según el cual nuestros índices de pobreza están al nivel de 1938”.

Cabría anotar, a manera de paréntesis, que sí es falso que nuestros índices de pobreza estén al nivel de 1938: el Banco Mundial estaba haciendo referencia, no a la pobreza (una medida absoluta), sino a la desigualdad (una medida relativa). Pero el punto es otro. Sobre la persistencia de la desigualdad, incumbe mirar la realidad en un contexto más amplio. La persistencia de la desigualdad es una tragedia, quien podría negarlo. Pero no es una tragedia nacional, es una tragedia mundial. En los Estados Unidos, por ejemplo, el porcentaje del ingreso percibido por el 0.1% más rico de la población aumentó de 5.2% a 7.5% entre 1938 y 2002. En Canadá, donde el capitalismo salvaje ha sido domesticado con inapelable éxito, los más ricos de los ricos (el 0.1%) percibían el 5.7% del ingreso total en 1938 y perciben el 5.6% en la actualidad. Estadísticas similares podrían citarse para la inmensa mayoría de los países del mundo, desarrollados y en desarrollo.

Sería equivocado utilizar estas cifras para argumentar que la equidad es un objetivo imposible. He dedicado gran parte de mi vida profesional a buscarle resquicios a la aparente sin salida de la inercia distributiva. Pero sería asimismo incorrecto perder de vista que la persistencia de la desigualdad es un fenómeno ubicuo, extendido a lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía. Por tal razón, la construcción de equidad requiere, más que pronunciamientos grandilocuentes, más que excesos de voluntarismo, más que espectacularidad política, más que indignación retórica, requiere, repito, más que de todo lo anterior, de paciencia. De persistencia en las políticas para contrarrestar la persistencia de la realidad.

La desigualdad podría reducirse sustancialmente en cuestión de años mediante la implantación de una pesadilla orwelliana. Bastaría con concentrar la propiedad, imponer la obediencia y anular al individuo. Una alternativa tan terrible en los medios que los fines resultan secundarios. En su defecto, sólo queda insistir en un expediente conocido: redistribuir la tierra, el crédito y la buena educación. Tres acciones tan imperativas como complicadas. De allí la importancia de los intangibles de cualquier política distributiva: insistencia, persistencia y paciencia.

Estaría dispuesto a aceptar, como lo argumentó hace poco Antonio Caballero, que el reformismo (la redistribución, en este caso) es imposible sin la exageración retórica. Pero, en últimas, cuando los discursos ya se han dicho, cuando los aplausos le dan paso al silencio, cuando los buenos propósitos deben enfrentarse a la dura realidad, el romanticismo tiene que tornarse en realismo. Nadie lo dijo mejor que Fernando Henrique Cardoso, un sociólogo marxista que enfrentó las dificultades de convertir en realidad la exuberancia discursiva. “Lo que es importante es desarrollar una actitud política, no una actitud moralista. Lo que es importante es incorporar los actos de fe en la realidad de la situación actual”.

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Sobre las elecciones

La política colombiana sigue siendo una producción en la cual importan más los actores que los papeles. La clave está en el reparto. No en el drama o en el guión o en los efectos especiales, sino en los nombres: en los grandes electores regionales. Si uno quisiera explicar, por ejemplo, la victoria del partido de la U sobre el partido Liberal tendría que empezar por mencionar los que se movieron del segundo al primero: Luis Guillermo Vélez, Zulema Jattin, Carlos García, Aurelio Iragorri, Piedad Zuccardi, Dilian Francisca Toro, José David Name, etc. Cada uno de ellos, a su manera, en su propio feudo local, trasteó sus votos de un partido a otro. Atrás quedó el trapo rojo, un arcaísmo equivocado pues parte de la base de que los electores son leales a un partido independientemente de los protagonistas.

En últimas, la importancia regional de ciertos nombres pudo más que el protagonismo nacional de otros. En la U, por ejemplo, Dilian Francisca Toro le ganó a personajes de mayor reconocimiento nacional como Marta Lucía Ramírez o Gina Parody. En el partido liberal, Juan Manuel López (que tiene su caudal electoral concentrado en un solo departamento) superó con creces a figuras más conspicuas nacionalmente como Cecilia López o Piedad Córdoba o el mismo Juan Manuel Galán. En el partido conservador, dos de los mayores electores fueron Roberto Gerlein y Germán Villegas: el primero aglutina 80% de sus votos en el Atlántico, el segundo 95% de los suyos en el Valle del Cauca. Sólo en el Polo Alternativo, los políticos de significación nacional (Gustavo Petro y Jorge Enrique Robledo) superaron ampliamente a los de importancia regional (Parmenio Cuellar e Iván Moreno Rojas).

La irrelevancia del reconocimiento nacional (en comparación con la preeminencia regional) se hizo evidente, más que en ningún otro resultado, en el fracaso de Enrique Peñalosa y Antanas Mockus. Ambos políticos cuentan con una amplía recordación nacional. La gente de todas las regiones los conoce, los admira, los respeta pero no vota por ellos. La lista de Mockus obtuvo menos del 1% de la votación en todos y cada uno de los departamentos del país con la excepción de Bogotá donde consiguió el 3%. La lista de Peñalosa tuvo una suerte similar: sólo en Bogotá logró superar el 6%. En el resto del país apenas sumó 60.000 votos. Una cifra irrisoria para quien ha sido el administrador público más prestigioso de la última década.

En contraste, la lista de Convergencia Cuidadana, un partido político basado en enclaves regionales, superó con creces los 500.000 votos y alcanzó siete escaños en el Senado. Luis Alberto Gil, Oscar Josué Reyes, Carlos Barriga o Juan Carlos Martínez tienen un escaso reconocimiento nacional. Ninguno de ellos ha hecho propuestas innovadoras sobre reforma urbana o pedagogía ciudadana. En esencia, su papel ha sido servir de intermediarios entre los recursos públicos y sus votantes en las regiones. Son gestionadores de fondos. O focalizadores de subsidios que operan en los resquicios legales de nuestra compleja legislación social. De ellos, no cabe esperar grandes propuestas. Su política no está hecha de macro-ideas en lo nacional, sino de micro-transacciones en lo local.

Pero toda la política, para insistir en un lugar común, es local. Por ello, cabría reiterar que, más allá de los nombres propios, hubo dos grandes derrotados en estas elecciones. Primero, la circunscripción nacional de Senado, que mostró, de nuevo, ser un instrumento ineficaz para darle realce a las ideas y candidatos de alcance nacional. Y segundo, la cuidad de Bogotá, que fracasó como trampolín político nacional. A pesar de la creciente preponderancia económica de la Capital, este sigue siendo un país de regiones, al menos en materia electoral. En esta elección, como ha ocurrido otras tantas veces en el pasado, la periferia se convirtió, así fuese por un solo día, en el verdadero centro el país.

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Una pareja dispareja

Coincidencia de coincidencias. En el último número de la revista SOHO, el columnista Alberto Aguirre reitera la teoría del carrusel y los contratos (la misma de José Roberto Arango). “La Universidad –dice el energúmeno Aguirre hablando de la Universidad de los Andes– recibe prebendas, auxilios y sobre todo contratos (llamados de estudio)…De su lado, el gobierno recibe de la Universidad y sus pensadores, un apoyo irrestricto…Y entre los dos poderes forman una lanzadera: si un alto funcionario sale del gobierno, ahí mismo encuentra coloca en la Universidad”.

Quizá me sentí aludido, tal vez tenga un conflicto de intereses, pero quisiera señalar de todos modos que, más allá de las diferencias ideológicas, a Aguirre y a José Roberto los une un elemento poderoso: la absoluta ignorancia sobre el tema en cuestión. Aguirre, además, tiene un exacerbado complejo de independencia (él y nadie más sabe guardar distancia del poder), tanto así que no se da cuenta de que muchos a quienes acusa de vendidos son acusados de traidores por el mismo gobierno que él combate con la fruición propia de los ignorantes.

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Advertencia

Quizás este blog está cayendo en la insoportable pesadez de las interpretaciones. Aunque no comparto plenamente su pesimismo, valdría la pena recordar la advertencia de Susan Sontang:

«Del mismo modo que las emanaciones tóxicas de la industria y del tráfico están contaminando nuestras ciudades, la emisión masiva de interpretaciones intoxica nuestra sensibilidad… Interpretar significa expoliar nuestro entorno y empobrecerlo todavía más de lo que ya está.»

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Prácticos vs. técnicos

El ex consejero presidencial José Roberto Arango, en entrevista concedida a la revista Semana, realizó una elogiosa defensa de los hombres prácticos (que él asocia con el sector privado) y un insolente ataque contra los técnicos (que el asocia con el sector público). “Afortunadamente –dijo José Roberto– el Presidente es un práctico. El Ministerio de Hacienda, y conste que el actual es de lo mejor, ha sido siempre una rueda de Chicago, una rosca. Se van para el Banco Mundial, para el BID, para el Fondo Monetario, para el Banco de la República, y vuelven. Y Planeación es un juego parecido. Los que están adentro les dan contratos de estudios a los que ya salieron. Y los que están afuera vuelven y entran y les dan contratos de estudios a los que ya salieron. Este país no necesita más estudios. Necesita hechos. Si yo hubiera seguido en el gobierno, y en desarrollo de la reforma del Estado, el siguiente ente que se tendría que acabar sería Planeación Nacional.”

A manera de respuesta, he querido reproducir los fragmentos de una columna que escribí hace algún tiempo sobre la confusa arrogancia de los empresarios cuando asumen responsabilidades públicas.

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Quizá la animadversión sea cosa de estos tiempos: un hábito propiciado por el discurso anti-gobiernista de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. O quizás se remonte al siglo XIX: una tradición originada en las advertencias de Max Weber. Pero sea cual fuere su origen, el odio hacia los burócratas parece exacerbarse cada día. Los ricos los menosprecian por ordinarios y los pobres los resienten por pequeño burgueses.

Mientras a sus colegas del sector privado los llaman ejecutivos o emprendedores, a ellos les dicen funcionarios. Así, a secas: como queriendo indicar que mientras los primeros ejecutan proyectos o emprendan iniciativas, los segundos apenas funcionan. Se prenden a las nueve y se apagan a los cinco. Si alguna vez se alejan de su rutina, no es para ejecutar, ni menos para emprender; es para idearse un refinamiento más en el complejo arte de estorbar. En estas épocas de aceleración continua, el ejecutivo parece estar siempre en movimiento y el burócrata siempre detenido. La liebre y la tortuga.

Pero todo lo anterior no es más que una fábula. Para comenzar, los burócratas (los profesionales al servicio del Estado) trabajan más y ganan menos que sus contrapartes en el sector privado. Y ni que decir de la calidad del trabajo. Los ejecutivos almuerzan en restaurantes de moda, los burócratas deben conformarse con el almuerzo ejecutivo (ironías del lenguaje). Los ejecutivos pueden tomar decisiones libremente, los burócratas están sometidos no sólo a un código disciplinario absurdo, sino también a las arbitrariedades de contadores fiscales con alma de vengadores. Cuando dejan sus cargos, los ejecutivos reciben jugosas bonificaciones, los burócratas onerosas demandas. Pero así y todo son los malos del paseo. Los vilipendiados de siempre. Vaya uno a saber por qué.

Paradójicamente, los burócratas (y nadie más que ellos) poseen el capital humano indispensable para el funcionamiento del Estado. Pero su conocimiento es tan específico, tan poco trasplantable de un lugar a otro, que no sólo es mal remunerado, sino que puede convertirse en una trampa. Cuando los Ministros asumen sus carteras apenas entienden las complejidades del Estado, y cuando ya han aprendido lo necesario se van (o los sacan). Así, son los burócratas (los técnicos, para ser más preciso) quienes proporcionan la experiencia y la continuidad necesarias para que el negocio de la administración pública siga su curso. Para que el Estado mantenga la inercia requerida. Pues lo que no entienden los empresarios que con candor de primíparos llegan al sector público es que la disyuntiva no es entre inercia y acción, sino entre inercia y caos.

Tristemente, los prácticos ni si quiera se dan cuentan que dependen de los técnicos. Así es la vida.