La cátedra «Nuestro Futuro» intenta, desde la academia, esto es, desde el rigor científico y la aceptación de la complejidad de los problemas; intenta, decía, incentivar una toma de conciencia, un mayor conocimiento sobre la crisis ambiental y sobre la urgencia de un cambio de verdad. La inercia, sabemos ya, conduce al desastre.
En la academia, casi como un axioma, tenemos que practicar una especie de optimismo primordial. Un optimismo sobre el mundo de las ideas, sobre la capacidad del conocimiento, el pensamiento sistemático y la disciplina científica para transforma la realidad. Puede ser una ilusión liberal, pero es una ilusión necesaria, imprescindible especialmente en esta coyuntura.
En relación con la crisis ambiental, con el motivo de esta cátedra, este optimismo plantea que no todo está perdido, que hay salidas posibles. Decía hace poco el médico colombiano Alex Jadad que la humanidad entró en una fase de cuidados paliativos. No queremos resignarnos todavía. La academia tiene que seguir fiel a los hechos, pero debe mantener al mismo tiempo un sesgo por la esperanza.
Nuestro
papel es doble. Seguir construyendo conocimiento, seguir escudriñando el mundo
con las armas de la curiosidad, el escepticismo, y el ensayo y error. Pero no
podemos quedarnos allí. Si nos quedamos en la torre de marfil, encontraríamos en
el mejor de los casos una buena tribuna para apreciar la destrucción del mundo.
Nuestra obligación es ser parte de un diálogo permanente con la sociedad.
Debemos contribuir a la toma de conciencia colectiva, a la generación de nuevas
normas sociales y al diseño e implementación de nuevas políticas.
Nada cambia definitivamente en el mundo, escribió el pensador liberal John Stuart Mill hace 160 años, si no cambian los modos de pensamiento. Quiero ahondar rápidamente en este punto por medio de tres ideas complemetarias que, en conjunto, brindan un contexto preliminar a nuestra cátedra.
La
primera idea alude al gran escape de la humanidad (para usar las palabras del
economista Angus Deaton), el gran escape del hambre, la ignorancia, la
enfermedad y la pobreza. El progreso material ha sido sustancial, casi
milagroso. La humanidad, en contra de los pronósticos más pesimistas, que
siempre han sido mayoritarios y atractivos, ha logrado superar la trampa
malthusiana del hambre y la pobreza.
El gran escape ha coincidido con la gran aceleración. La relación causal no es inmediata, pero la conexión es innegable. El aumento de la emisión de gases efecto invernadero, la mayor acidificación de los océanos, la deforestación y la pérdida de biodiversidad, entre otras tendencias, coinciden con el aumento del progreso material. “Lo que es insostenible tiene que parar”, dijo alguna vez un economista estadounidense. La gran aceleración es insostenible. Tendrá que parar. Más temprano que tarde.
Hay otra gran aceleración que quisiera mencionar, una tendencia inquietante para la academia. Simultáneamente con la gran aceleración hemos visto una explosión de artículos académicos, libros, discusiones, revistas, etc. sobre sostenibilidad. La efervescencia intelectual es evidente. Los resultados no lo son. Nada o poco ha cambiado en la práctica.
Esto es así probablemente porque no han cambiado los modos de pensamiento, porque, entre otras cosas, la academia ha permanecido demasiado ensimismada, encerrada en sí misma. Esta cátedra es un pequeño esfuerzo por romper esa tendencia, por conectarnos con la sociedad. Si no logramos una conexión emocional con la gente será muy difícil el cambio.
Abordaremos las tensiones, cada vez más evidentes, entre progreso material y crisis climática, liberalismo y acción colectiva, capitalismo y desarrollo sostenible. Abordaremos también los grandes debates éticos: desde la justicia climática hasta los derechos de los animales. En la última clase enfatizaremos el papel del arte y la creación en la solución de la crisis.
Confieso que existe una tensión entre la evidencia científica y la necesidad (ética, digamos) del optimismo que mencioné anteriormente. La lista de razones para el pesimismo es larga. La gran aceleración no es solo exponencial sino más rápida de lo previsto. La cooperación entre países casi imposible. La población crecerá en los próximos 30 años en miles de millones de personas y el ingreso se triplicará. Los interesados en que todo siga igual están más organizados y mejor apertrechados que aquellos que demandan un cambio. Muchos de los más afectados ni siquiera tienen voz.
Pero
debemos al menos alzar la voz. De eso también se trata esta cátedra, de
resistir con inteligencia, argumentos y cierto desespero, de insistir en la
necesidad de un cambio así a veces parezca imposible. Nuestro futuro, queremos
pensar, todavía puede ser distinto.
Este fin
de año dediqué una parte de mi tiempo a leer algunos de los últimos ensayos de
Aldous Huxley. Siempre me han parecido lucidos, una suerte de hipismo realista.
“La moral de la conservación, escribió Huxley, no concede a nadie una excusa
para sentirse superior ni para reclamar privilegios especiales. ´No hagas a tu
prójimo lo que no quieres que te hagan´ rige para nuestra forma de tratar todo
tipo de vida en todas partes del mundo. Se nos permitirá vivir en este planeta solo
mientras tratemos a nuestro planeta con compasión e inteligencia”.
Nuestro futuro depende de este imperativo. Las ciencias, las humanidades y el arte son, creo, no solo nuestro gran legado (nuestra mejor forma de estar en el universo), sino también nuestra tabla de salvación. La gran acogida a esta cátedra es motivo de optimismo. Sugiere una impaciencia con el presente y una voluntad (así sea todavía incipiente) de cambiar nuestro futuro. En eso estamos.
Varios analistas, en Colombia y América Latina, han postulado una conexión casual, casi directa, entre el coeficiente Gini (que mide la desigualdad en el ingreso) y las protestas y el malestar social (que han afectado a varios países latinoamericanos). Esta conexión no solo carece de un sustento empírico claro; puede también llevar a soluciones y políticas equivocadas. Confunde el diagnóstico y entorpece el tratamiento. Distrae la discusión y omite las desigualdades más protuberantes.
El
coeficiente Gini (que va de 0 a 1, “0” siendo igualdad perfecta y “1”,
desigualdad absoluta) es usado usualmente para medir la desigualdad del ingreso
a lo largo de la distribución. Tiene la ventaja de ser invariante a la escala.
Si, por ejemplo, los ingresos de todas las personas involucradas se multiplican
por dos, el Gini no cambia. En general, su cálculo es sencillo e intuitivo y
permite comparaciones simples entre países y entre períodos de tiempo en un
mismo país o región.
En América Latina, el Gini aumentó sustancialmente durante las últimas décadas del siglo anterior. A finales de los años noventa, alcanzó los mayores niveles históricos (existen cifras comparables desde los años setenta), pero ha disminuido de manera notable por más de una década. El descenso puede explicare, entre otras cosas, por el aumento en las coberturas educativas y un cambio tecnológico más neutral, menos sesgado en favor de los más educados. Los niveles actuales siguen siendo muy altos, inaceptables podría argumentarse. Pero quién postule una conexión directa entre el Gini y las protestas, tendría que presentar simultáneamente una teoría del rezago: ¿por qué ahora y no antes?, ¿por qué la tolerancia a la desigualdad del ingreso aumentó precisamente cuando el Gini lleva varios años cayendo? En fin, la conexión entre Gini y malestar social es una explicación por lo menos incompleta.
El último Informe de Desarrollo Humano del PNUD, publicado esta semana, contiene una crítica implícita al énfasis exagerado en la distribución del ingreso (esto es, en el Gini): “La dignidad entendida como tratamiento igualitario puede ser incluso más importante que los desbalances en la distribución del ingreso”, explica. En Chile, dice el Reporte, 53% de las personas afirman que la desigualdad del ingreso les molesta. Pero un porcentaje mucho más alto, cercano a 70%, lamenta las desigualdades en el acceso a la salud, la educación y en el trato.
La búsqueda de dignidad requiere incluso un cambio en el discurso. La fijación con la meritocracia contradice las vivencias de la gente. Como bien dice la economista chilena Andrea Repetto, “La gente se esfuerza en contextos no tan favorables y, por lo tanto, que no les vaya tan bien no es un indicador de falta de esfuerzo». Reconocer el contexto, las dificultades diarias, las diferentes experiencias de vida, resulta fundamental en la búsqueda de dignidad.
Al mismo tiempo, el Gini, que por construcción ignora cualquier consideración intergeneracional, nada dice sobre las preocupaciones ambientales y las desigualdades intergeneracionales que han estado en el centro de las protestas. El Gini, por decirlo de alguna manera, soslaya el futuro, revela muy poco sobre los reclamos de los jóvenes. Es un indicador de otra época, más del siglo XX que del siglo XXI.
En fin, el Gini poco tiene que ver con el malestar latinoamericano. No es el Gini, es la dignidad y la crisis climática. América Latina se moviliza a pesar de la disminución en la desigualdad, pues las preocupaciones de la gente poco tienen que ver con la evolución general de la distribución del ingreso. El Gini, en últimas, esconde mucho más de lo que revela.
Voy a comenzar por el principio. Con una historia personal, ya perdida en el tiempo, en el laberinto de los días. Probablemente no sea completamente fidedigna, pero así la he querido recordar. Casi todos construimos narrativas convenientes, historias patrias de nosotros mismos. Somos más narradores que protagonistas de nuestras vidas. Fabulistas por necesidad. Esta es, entonces, mi historia.
Hacía dos años había terminado mi carrera de ingeniería civil en la ciudad de Medellín. Mi primer contacto con el mundo laboral había sido frustrante. Desesperanzador. Pasaba los días sentado en frente de una pantalla de computador: las letras verdes brillaban intermitentes, sin descanso sobre un fondo gris. No tenía mucho qué hacer. Ocupaba la mayoría de mi tiempo en resolver pasatiempos aritméticos inventados. En fin, un Sísifo de oficina.
Mi falta de oficio tenía una explicación mundana. Había escrito, durante mis primeras semanas de trabajo, un breve programa de computador que realizaba automáticamente la mayoría de mis labores de ingeniero primíparo. Sin proponérmelo programé mi propia obsolescencia: una maniobra autodestructiva en la que parece estar empeñada por estos tiempos una fracción de la humanidad. Pero ese es otro cuento.
Desesperado, sin muchas opciones laborales, imaginando una existencia kafkiana, un destino oficinesco, decidí buscar trabajo en Bogotá. Tuve una primera entrevista en una importante firma constructora. Me fue mal en la peor de las formas posibles: me ofrecieron el trabajo, una ocupación rutinaria, reiterativa en el aburrimiento. Tuve, entonces, un momento de rebeldía, una intuición que me cambió la vida.
Ese mismo día tomé un taxi hacia la Universidad de los Andes. No la conocía. Había oído rumores vagos sobre su prestigio. Recorrí el campus pensativo, en medio de uno de esos arrebatos existenciales que me han aquejado desde niño. Tenía la idea imprecisa de estudiar una maestría en finanzas o administración. Una cosa de esas. Me decidí por economía por una razón fortuita, azarosa: fue la primera facultad que encontré en mi deambular aleatorio por este campus. Entre el azar y la necesidad, el primero siempre me ha parecido más importante. “La vida se encarga después de esclerotizar las cosas”, decía mi maestro Antonio Tabucchi.
Me inscribí en la maestría de economía a finales de 1989. Esta universidad me cambió la vida. Pasaron 15 años entre ese primer momento fortuito (mi paseo aleatorio por el campus) y mi nombramiento como decano. Y 30 años entre ese día y esta tarde en la que, ante Uds., agradecido, sorprendido todavía, intento expresar la extrañeza, la improbabilidad de todo esto.
La vida está llena de accidentes tumultuosos, de destinitos fatales o propicios. Cuando pienso en toda la suerte que he tenido, en los accidentes sucesivos que me han traído hasta esta ceremonia, me asalta siempre la misma idea: la necesidad existencial de la gratitud. Esta tarde quisiera inicialmente expresar mi agradecimiento afectuoso con algunos de mis profesores y colegas uniandinos, con Manuel Ramírez que en paz descanse, Juan Carlos Echeverry, Samuel Jaramillo, Fabio Sánchez, Ana María Ibañez, Raquel Bernal, Juan Camilo Cárdenas, Elvira María Restrepo, Tatiana Andia, Carlos Angulo, Pepe Toro y Pablo Navas, entre muchos otros.
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Asumo la rectoría en un momento paradójico. No podemos negar el avance silencioso y persistente de la humanidad: la disminución de la pobreza, el hambre, las guerras y las muertes por enfermedades transmisibles. En los últimos 30 años, por ejemplo, el progreso material de Colombia ha sido notable. Parcial, incompleto, desigual e insuficiente, pero notable de todos modos.
He dedicado una parte de mi vida académica a escudriñar el cambio social, a intentar, en la medida de lo posible, una descripción veraz de la cambiante realidad social de nuestro país. Sigo creyendo que uno de los objetivos de la academia es combatir las versiones simplistas y estridentes del cambio social que promueven, por terquedad u oportunismo, políticos y comunicadores. He defendido la necesidad de visibilizar el cambio social. Lo seguiré haciendo.
Pero no todo está bien con el mundo. Son muchas las amenazas y los problemas. Vivimos un momento de definiciones, una época peligrosa. Las señales de declive son muchas: el aumento de la desigualdad, el crecimiento del populismo autoritario, el despertar del nacionalismo fascista, la pérdida de confianza en las instituciones y el cambio climático que se cierne, en este comienzo de siglo, como un desafío existencial para la humanidad. Pareciera, como dijo alguien, que vamos rumbo al abismo y seguimos apretando el acelerador con la esperanza cobarde de que, por una suerte de milagro irónico, se acabe la gasolina antes de llegar al precipicio.
Ante las tendencias autodestructivas, la universidad no puede permanecer indiferente, no puede encerrarse en sus prerrogativas, no puede refugiarse en una concepción aséptica del conocimiento, no puede aislarse de los grandes debates de la sociedad. Por el contrario, la universidad debe ser activista, democráticamente activista, a veces, incluso, desafiantemente activista.
La universidad debe ir más allá de la indignación que reniega de todo por principio y el cinismo que niega la posibilidad de cualquier cambio por indiferencia o conveniencia. La universidad debe ser un ejemplo, un paradigma si se quiere, de la construcción legítima de respuestas (siempre parciales) a nuestros problemas más urgentes.
La universidad debe combatir las mentiras convenientes, las ideologías engañosas y los discursos de odio. El ensimismamiento no es una alternativa. No ahora cuando buena parte de los líderes globales insisten en despreciar el conocimiento, atacar a los expertos y negar los hechos del mundo. Al anti-intelectualismo ramplón, la universidad debe contraponer la importancia de las ideas y la creación, no solo como meros instrumentos, sino como uno de los fines más loables de la humanidad.
La universidad debe ser el lugar donde se debaten las verdades incómodas. “Toda la dignidad de la Universidad reside en su capacidad de decir verdades duras pero lúcidas”, escribió uno de nuestros fundadores, Francisco Pizano de Brigard hace 50 años. Quiero mencionar algunas de esas verdades: la creciente institucionalización de la demagogia, las insalvables tensiones entre progreso material y sostenibilidad, las trampas de la meritocracia, las falsas promesas de la medicina moderna, la explotación política de la corrupción y del bienestar de los niños, la insuficiencia de las instituciones globales para enfrentar los grandes problemas de acción colectiva, etc.
Las verdades incómodas no solo conciernen al mundo exterior. Atañen también al mundo universitario. Por coherencia, al menos, la crítica social no puede prescindir de la autocrítica. Existen otras tantas verdades incómodas sobre la universidad moderna: su papel en la perpetuación de ciertos privilegios, la falta de curiosidad por el mundo, la excesiva especialización, la obsesión con los rankings y la transformación de la investigación en una actividad industrial (“aquí nadie lee porque todo el mundo está muy ocupado en escribir artículos que nadie lee”, decía uno de mis colegas economistas en un momento de candidez).
En suma, mi punto es uno solo: la universidad debe ser el ámbito propicio en el cual la sociedad (y la misma comunidad universitaria) se mire y se reconozca en el espejo de sus propias faltas.
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No quiero atiborrarlos con mis planes como rector. Ya habrá tiempo para ello. Quiero, eso sí, plantear unas ideas panorámicas sobre el futuro de nuestra universidad. Mi visión de la Universidad de los Andes es simple. Contiene algunas tensiones evidentes. Esconde ciertas contradicciones. Pero puede darnos, eso creo, las luces necesarias para recorrer el camino brumoso de la rutina administrativa. Quiero resumirla en cinco puntos que representan, en conjunto, lo que podríamos llamar una visión moral de la universidad.
El primero punto es la pluralidad, esto es, la necesidad de promover diferentes ideas del cambio social y de inculcar el hábito del escepticismo, la conciencia crítica y las virtudes republicanas del debate razonado y el respeto mutuo. En palabras del educador estadounidense William Deresiewicz, debemos formar líderes, pero también personas que cuestionen el poder, no solo a quienes compitan por él.
El segundo punto es la diversidad socioeconómica, una ambición antigua de esta universidad, un propósito sempiterno, pero no plenamente realizado. La universidad debe mitigar las diferencias sociales, no amplificarlas. Debe ser un instrumento de movilidad social, no de perpetuación de los privilegios. Los esfuerzos recientes al respecto, que han desvelado a mis antecesores, tendrán que consolidarse y profundizarse. No será fácil por supuesto.
El tercero punto es la sostenibilidad. Primero está la obligación que tenemos como comunidad universitaria de cuidar el medio ambiente, dar ejemplo y practicar lo que predicamos. Pero está también la responsabilidad (preponderante, diría) de promover los debates éticos sobre el cambio climático, la deforestación y las fumigaciones. El año entrante, tendremos, en este mismo auditorio, una cátedra sobre sostenibilidad ambiental y consideraciones éticas. Seré uno de los profesores.
El cuarto punto concierne a la investigación y a la creación, lo quiero llamar compromiso. Nuestros esfuerzos creativos y de investigación deben hacer parte de una conversación global, de un intercambio permanente con nuestros colegas en el mundo entero, pero deben al mismo tiempo abordar nuestros problemas cotidianos y nuestros desafíos de largo plazo. Deben tocar nuestra realidad y tratar de cambiarla. Debemos acercarnos más a la universidad pública. La universidad debe participar activamente, con sus voces plurales, contradictorias si se quiere, en los debates sobre los grandes asuntos nacionales.
Por último, está la innovación. La robotización, las nuevas tecnologías de comunicación, los avances en la teoría del aprendizaje, así como los cambios demográficos y culturales, convierten a la innovación en un imperativo. Las mejores universidades, estoy seguro, no solo sobrevivirán, prevalecerán. Pero los cambios serán muchos. La innovación educativa se ha convertido en una necesidad existencial.
En suma, La Universidad de los Andes debe ser un ejemplo de diversidad, sostenibilidad y apertura intelectual, debe profundizar sus nexos globales y su influencia local, y debe, al mismo tiempo, mantener su capacidad de innovar y transformarse desde adentro.
Todo ello con apego al énfasis humanístico, a la educación liberal que ha sido enfatizada por todos mis antecesores. “La universidad –escribió uno de nuestros primeros rectores—tiene necesariamente la misión de formar una persona más universal, capaz de aproximarse a la vida con inteligencia, destreza y capacidad de pensar, antes de que entre atolondradamente a manejar los instrumentos de precisión de su carrera”. Esa es nuestra herencia imprescindible, la herencia humanista. Ese será mi énfasis.
Empiezo como terminé este discurso, dando las gracias al Consejo superior por la confianza, a los profesores, estudiantes y administradores por el apoyo, a Carolina, Marianita, Tommy, mis papás y mis hermanos por el amor de todos los días y a mis amigos y compañeros de lucha, muchos de ellos aquí presentes, por el afecto y la solidaridad. Los quiero mucho. La vida, con sus conexiones imprevisibles y sus giros irónicos, me dio una segunda oportunidad y me trajo hasta este destino soñado, pero reprimido largamente por mi temor casi primordial a las expectativas frustradas, a la difícil tarea de disculpar ilusiones; la vida, decía, me trajo hasta aquí de manera imprevisible. Asumo mi responsabilidad con emoción, gratitud y la mejor voluntad del mundo. Trataré en cada momento de hacer lo que toca por el bien de la universidad, la comunidad uniandina y el país entero.
En general, la política antidrogas no ha tenido en cuenta los estudios, la evidencia acumulada sobre lo qué sirve y lo qué no. Los interesados pueden ver un resumen aquí.
El fallo de esta semana de la Corte Constitucional ha generado dos debates distintos, no independientes, pero distintos: uno es el debate sobre la política antidroga, esto es, sobre la necesidad de una regulación eficaz que respete los derechos humanos y enfatice la reducción del daño para los consumidores y la sociedad.
El segundo es un debate sobre convivencia, sobre el uso del espacio público por ciudadanos con preferencias y necesidades distintas. Voy a centrarme en este segundo debate. La Corte, en mi opinión, tiene razón en sus argumentos esenciales: la prohibición absoluta (sin matices, sin distinguir unos casos de otros) no parece ser la mejor manera de dirimir posibles conflictos en el uso del espacio público; además, puede restringir innecesariamente algunas libertades individuales y puede prestarse para abusos policiales (así lo muestra la evidencia disponible).
Sin embargo, tengo una preocupación. Este debate podría exacerbar los conflictos, los problemas de convivencia, las peleas entre usuarios de parques, la intolerancia de lado y lado, etc. La atención mediática y el oportunismo político podrían llevar incluso a la violencia. Algunos extremistas parecen estar promoviendo la «limpieza social». Ojalá no ocurra. Pero no sobra advertirlo.
Estuve en Perú la semana pasada en una reunión sobre políticas antidroga. Tuve la oportunidad de conocer de cerca las políticas de control de los cultivos de coca y los proyectos de desarrollo alternativo. Conversé con las autoridades. Oí su versión (sesgada, pero interesante) de los éxitos y los fracasos, de los entusiasmos y las decepciones.
Los retos son similares a los de Colombia. Han tenido éxito en la región del Alto Huallaga (donde los cultivos de uso ilícito se han reducido sustancialmente), pero no así en el llamado VRAEM (donde los cultivos han aumentado). Es la lógica de esta guerra, comprobada una y otra vez: el problema se desinfla en un lado y se infla en otro.
En medio de la conversación con las autoridades peruanas, pregunté por el uso de agentes químicos en las tareas de erradicación. Me sorprendió la vehemencia de la respuesta de le director de Devida (la agencia estatal encargada del asunto): “no los usamos, es un tema absolutamente sensible con la comunidad, el tema está por fuera de cualquier discusión”. Hice la misma pregunta a algunos habitantes de las zonas cocaleras. Insistieron en lo mismo: “nunca, bajo ninguna circunstancia”.
Conocí, después, un decreto, expedido en el año 2000 y firmado por Alberto Fujimori (of all people), que prohíbe de manera perentoria el uso de agentes químicos en la erradicación. El decreto no deja dudas. En Perú, el uso de glifosato en las tareas de erradicación no solo está prohibido por las normas escritas, sino también por los acuerdos informales con la comunidad. Es un tema vedado. Institucional y culturalmente resuelto.
Cabe, entonces, la pregunta: ¿Por qué la diferencia entre Perú y Colombia? ¿Por qué nuestra mayor tolerancia ante los impactos ambientales y de salud del glifosato? ¿Hemos sido, quizá, indiferentes en el pasado con los aspectos más dañinos de la política antidrogas? Al fin y al cabo, hasta hace muy poco, éramos el único país del mundo que usaba la aspersión aérea con glifosato. No deberíamos (el ejemplo peruano es aleccionador) volver a lo mismo. Nunca más.
En los años ochenta, en medio de las negociaciones de paz con las guerrillas, un grupo de científicos sociales en Colombia (serían conocidos después como los violentólogos) introdujeron el término (o la hipótesis) de las causas objetivas de la violencia. La exclusión política, la desigualdad y la falta de oportunidades, se decía, eran las causas preponderantes del conflicto y de las muchas formas traslapadas de violencia.
En los años noventa, en medio de la aceleración de conflicto, del aumento exorbitante de los homicidios, otro grupo de científicos sociales, entre ellos, Mauricio Rubio, Carlos Esteban Posada, Malcolm Deas, Fabio Sánchez y Fernando Gaitán cuestionaron (empíricamente) la hipótesis de las causas objetivas. Con datos, con cifras y escrúpulos positivistas, mostraron que la impunidad, la inoperancia de la justicia y los problemas del ejército y la policía eran los principales generadores de violencia, los factores que subyacían el crecimiento de los grupos armados y la violencia. El argumento ponía de presente una suerte de circularidad: la impunidad genera violencia y la violencia desatada desborda al Estado y produce impunidad y más violencia.
Detrás de una discusión en apariencia instrumental, había un debate ético, filosófico, muy complejo, no resuelto, a saber: muchos veían en la hipótesis de las causas objetivas una justificación velada de la violencia, una validación de cierto discurso que seguía insistiendo en la legitimidad de los asesinatos como instrumento de cambio social. El debate nunca ha desparecido del todo. La discusión empírica no es definitiva, deja espacio para la ambigüedad: la conexión entre violencia y desigualdad, por ejemplo, es evidente, pero es también insuficiente para explicar la permanencia de los grupos guerrilleros en Colombia o las altas tasas de homicidios de los años ochenta y noventa.
No quisiera insistir en un debate que deberíamos superar. La corrupción y la exclusión social son desafíos pendientes de nuestra sociedad. Pero decir que por ello, que como consecuencia de estos desafíos, el terrorismo y el asesinato son inevitables, no solo es empíricamente inexacto, sino éticamente problemático. Las causas objetivas son muchas. Una de ellas ha sido también nuestra incapacidad de rechazar, sin ambages, sin notas de pie de página, sin justificaciones de ningún tipo, a quienes usan la violencia y el asesinato con fines políticos.
Hace dos semanas, invitado por la Cámara Colombiana de Infraestructura, estuvo en Colombia Dan Ariely, uno de los expertos mundiales en economía del comportamiento. Habló de ética y decisiones individuales. No pretendo resumir su charla. Menos su investigación. Pero transcribo, de manera telegráfica, diez de sus hallazgos. Todos relevantes para el debate actual sobre corrupción.
1. Todos somos moralmente imperfectos.
2. Resulta imposible, entonces, dividir el mundo binariamente entre buenos y malos.
3. Casi todos incurrimos en pequeñas trampas. Una minoría incurre en grandes actos de corrupción.
4. Pero todos somos vulnerables. Todos podemos rodar cuesta abajo por la pendiente resbaladiza que termina en la corrupción.
5. Todos somos astutos, expertos en racionalizar nuestras desviaciones éticas: “todo el mundo lo hace”, “no le estoy haciendo daño a nadie”, “era un asunto de justicia”, etc.
6. Los conflictos de interés nublan nuestros juicios morales. Piénsese de qué manera juzgamos al árbitro cuando juega nuestro equipo y cuando no.
7. La ética es como la dieta, una cuestión de todos los días, implica lidiar con tentaciones frecuentes.
8. La confianza pública es inestable, precaria, puede perderse en cualquier momento.
9. Recuperarla es muy difícil. Toma al menos un comienzo de cero, un acto público de contrición, etc.
10. En últimas la lucha contra la corrupción empieza con la introspección.
Durante los últimos dos años 25 mil personas han sido asesinadas (jibaros, consumidores ocasionales de drogas, etc.) en Filipinas por la policía o los llamados “vigilantes”. La policía ha compilado una “lista de las drogas” que parece anticipar una sentencia de muerte. Las victimas son usualmente arrojadas en la calle o en los patios de sus viviendas.
¿Qué dicen Japón y Corea de Sur, los principales donantes y promotores del desarrollo en Filipinas?
Nada.
¿Qué ha dicho los Estados Unidos?
Nada.
¿Qué dice la Unión Europa?
Casi nada, un pronunciamiento tímido sobre posibles condicionantes a la ayuda externa.
Solo Islandia alzó su voz de protesta ante un genocidio sin nombre. Solo Islandia asumió una posición clara, se pronunció de manera vehemente en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas en Ginebra (Naciones Unidas ha comenzado algunas indagaciones).
La indiferencia, el oportunismo y los intereses particulares son la norma. Una isla remota de 300 mil habitantes es la excepción, un último resquicio de solidaridad y humanismo.
(Reseña del libro «Economía política de la política económica» escrito por Leopoldo Fergusson y Pablo Querubin)
Este libro es una introducción completa, no exhaustiva advierten los autores, pero sin duda completa a la llamada nueva economía política. El libro es riguroso, bien escrito, cuidadosamente editado. No encontré un solo error de mecanografía o desliz ortográfico. Los autores, además, siguen esa necesaria norma de cortesía con los lectores: la claridad, la obsesión por completar los argumentos, los paréntesis adecuados, las síntesis recurrentes, etc. Cada capítulo termina con una serie de conclusiones. El último capítulo resume los previos. Muchos capítulos referencian a los anteriores y posteriores. En fin, los autores son conscientes de la necesidad de conectar los modelos, de entretejer las historias. En los buenos libros el todo tiene que ser mayor que la suma de las partes y este libro, lo digo sin reservas, es un buen libro.
Quiero compartir cinco reflexiones suscitadas por la lectura del libro. Debo confesar que no seguí todas las deducciones matemáticas. Mi intención, desde el comienzo, desde la primera lectura, fue una intención distinta. Quise aproximarme al libro desde arriba, panorámicamente. Asumí de manera deliberada una visión indiferente a la minucia de los argumentos rigurosos. Una visión más generalista, más integral. Totalizante, podría llamarla a riesgo de sonar un poco pedante.
Primera idea: la complejidad de la política
El libro desarrolla varias de las ideas más importantes de la economía política: el teorema de imposibilidad de Arrow, los problemas de agencia entre elegidos y electores, los problemas de credibilidad o inconsistencia intertemporal, la tragedia de los comunes, etc. Estas ideas puestas así, juntas, sugieren un hecho innegable: la política es difícil. La tensión entre lo individual y lo colectivo casi nunca tiene una solución óptima. Los conflictos de interés no tienen una solución definitiva. Por lo tanto los arreglos sociales, las instituciones para decirlo claramente, muchas veces constituyen equilibrios precarios o inestables.
Al terminar el libro, pensé que, en conjunto, los modelos presentados favorecen una visión trágica de la política: la idea de que, en la vida colectiva, uno usualmente cambia un problema por otro. El libro presenta un completo inventario de los problemas políticos, pero es más parco en las soluciones. Por una razón: no las conocemos plenamente. Hay esbozos, sugerencias, propuestas, pero no salidas definitivas. Estas no existen.
Si esto es así, deberíamos ser un poco más benévolos en nuestros juicios sobre los políticos. No la tienen fácil. Intentan lo imposible. «Quizás haya llegado la hora de decir definitivamente adiós a la costumbre de insultar a los políticos”, escribió hace unos años el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger. Los autores, implícitamente, le dan la razón.
Segunda idea: el divorcio entre el estudio objetivo de la política y la opinión indignada de todos los días.
Quiero comenzar esta discusión con una estadística inventada: 87,9% de las columnas de prensa en Colombia y el mundo versan sobre el mismo tema: son peroratas indignadas acerca del hecho aparentemente obvio de que los políticos suelen comportarse como políticos.
En el libro los políticos, por supuesto, se comportan como políticos. Los autores no protestan al respecto. Los tratan como lo haría un biólogo con un escarabajo. Neutralmente. Sin hacer juicios de valor. El lenguaje es incluso distante. No se habla de corrupción, sino de “rentas endógenas”. Los políticos se dividen en “oportunistas” y “partidistas”: los primeros solo quieren ganar elecciones, los segundos tienen algunas ideas o preferencias propias. Pero la clasificación, insisto, está exenta de juicios de valor.
A los economistas nos han acusado muchas veces de ser amorales. La defensa implícita a esta acusación por parte de los autores es interesante. «No hemos perdido nuestro ímpetu de mejorar el mundo» , dicen tácitamente. «Pero queremos entenderlo primero».
Hay dos pecados posibles, uno es el idealismo extremo, ingenuo. Y otro, es el exceso de realismo, parecido al cinismo. El libro no deja de lado los asuntos normativos, vuelve una y otras vez sobre los aspectos institucionales. Este énfasis propositivo lo salva del segundo problema.
Tercera idea: ¿Y los valores?
En su último libro, La economía moral, Sam Bowles hace una clasificación interesante. Tiene en mente un posible legislador que puede asumir tres enfoques o énfasis diferentes: el aristotélico (inculcar valores y crear buenos ciudadanos), el maquiavélico (cambiar los incentivos para, así, generar comportamientos adecuados) y el humeano (crear instituciones con el fin de minimizar los efectos de los malos ciudadanos o los comportamientos inadecuados).
Las discusiones normativas del libro, las consecuencias de los modelos presentados, corresponden al paradigma maquiavélico (no estoy siendo peyorativo, sobra decirlo). El libro contiene una discusión profunda, sofisticada, acerca de los incentivos.
Los economistas tenemos cierta aversión a endogenizar las preferencias y a la ingeniería de valores en general. Pero en asuntos políticos este sesgo es inconveniente. Por ejemplo, pienso que los sistemas de seguridad social no comprenden solamente las instituciones o reglas de juego, dependen también de la cultura. Siempre existirán posibilidades de abuso, de tomar ventaja impunemente. Pero en algunos países o regiones o culturas, los abusos son más comunes a pesar de que las reglas de juego son las mismas.
Lo cual me lleva a la cuarta idea.
Cuarta idea: ¿qué tan importantes son las preferencias y las ideas?
¿Pueden las diferencias en la magnitud y alcance de las políticas redistributivas entre EE.UU. y Europa ser explicada por las percepciones acerca de las posibilidades de la movilidad?
Yo creo que sí. La evidencia al respecto no es definitiva, pero es convincente en mi opinión. Hay una sociología de la política que no puede soslayarse. Me explico con un ejemplo. El advenimiento de la democracia se explica en el libro, siguiendo las ideas de Acemoglu y Robinson, como una concesión estratégica de las elites para evitar las revoluciones. Pero podría ser que, como consecuencia de cambios en las ideas y las preferencias, más allá de cualquier consideración estratégica, la restricción de los derechos políticos a los pobres comenzó a percibirse como inaceptable para la mayoría (incluidas las elites).
Recuerdo una frase de Douglass North (cito de memoria): el fin de la esclavitud solo puede explicarse como resultado de un cambio en las ideas, por un rechazo mayoritario a la idea de que un hombre podía ser dueño de otro. El cambio social, en mi opinión, depende muchas veces de los cambios en los modos de pensamiento.
En fin, creo que, al menos desde una perspectiva de largo plazo, es difícil no tener en cuenta que las preferencias son endógenas y los cambios en las ideas tienen grandes consecuencias.
Último punto: la primacía de la selección
Este punto es más especulativo, casi intuitivo. Después de leer los capítulos centrales del libro, los de la mitad, quedé con la siguiente impresión. Los problemas de agencia en la política son muy complejos. Casi imposibles. No hay contratos completos. La reelección a veces funciona a veces no. La prensa a veces fiscaliza a veces no. La asimetría de información es brutal. La confusión de los electores es insalvable. Los años de buen clima reelegimos a los políticos. Poco sabemos sobre sus verdaderas acciones y decisiones.
Habida cuenta de todo esto, de la debilidad de los incentivos y la precariedad de las instituciones, la selección es clave. La selección adversa, creo, es mucho más seria que el riesgo moral. Los buenos políticos son imprescindibles. Aquellos que, a pesar de nuestros modelos, a pesar de los incentivos débiles, a pesar de todo, tratan de mejorar el mundo como cuestión de principio. Los buenos políticos sí existen. Para los malos políticos, eso sí, necesitamos el realismo de Maquiavelo y Hume, necesitamos el estudio detallado del mundo tal como lo hace este libro con rigor y claridad.
A pesar del pesimismo oportunista, de la algarabía amarillista de todos los días, analistas y observadores usualmente reconocen el progreso social, la mejoría sistemática de la mayoría de los indicadores sociales: la pobreza, el acceso a los servicios públicos, la mortalidad infantil, la esperanza de vida, etc. Muchos señalan, sin embargo, que este progreso nos es exclusivo de nuestro país, que ocurre, por el contrario, en la gran mayoría de los países en desarrollo, salvo alguna catástrofe humanitaria como la de Venezuela o Siria. Surge, entonces, una pregunta abierta: ¿ha sido ese progreso más rápido en Colombia que en la región? ¿Hemos podido avanzar a un ritmo más rápido del que uno esperaría habida cuenta de la inercia de las circunstancias?
La respuesta parece ser sí. Colombia ha progresado, en años recientes, a un ritmo superior al promedio regional. Los datos disponibles muestran de manera clara que el progreso socioeconómico de nuestro país ha sido notable en el ámbito regional.
Esta entrada analiza cuatro variables: la pobreza, la desigualdad, la fecundidad adolescente y la cobertura de educación terciaria. En todas Colombia progresó más rápido que en la región como un todo.
1. Pobreza: la tasa de pobreza, medida a partir de una línea comparable de 5,5 dólares por persona y por día, sigue siendo mayor en Colombia que en el promedio de América Latina y el Caribe (LAC). Pero la diferencia se ha cerrado de manera ostensible, pasó de 10 puntos en 2008 a 4 puntos en 2016.
2. Desigualdad: la desigualdad, medida como la brecha (en número de veces) entre el ingreso promedio del 10% más rico y el 10% más pobre, ha disminuido mucho más rápidamente en Colombia que en el resto de la región. Desde 2015, la desigualdad en Colombia ya está por debajo de la desigualdad promedio en LAC.
3. Fecundidad adolescente: la fecundidad adolescente, medida por el número de hijos por cada mil mujeres entre los 15 y 19 años, también ha disminuido más rápidamente en Colombia. En 2008, era similar al promedio regional. En 2015, ya era un 20% inferior.
4. Cobertura de educación terciaria: la cobertura de educación terciaria, medida por el número de personas estudiando como porcentaje de la población de referencia, ha crecido mucho más rápido en Colombia. En las mujeres, pasó de 30% en 2008 a 50% en 2013. En LAC, en el mismo grupo poblacional y durante el mismo período, apenas creció 10 puntos.
Por supuesto, el progreso es incompleto y si se quiere insatisfactorio. Pero ha sido notable no solo en términos absolutos, sino también en términos relativos. Algo estamos haciendo bien.