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Después de varios minutos regresó resignado. «Vamonos, yo no vi a nadie más esperando», le dije. Salimos. Su teléfono no paraba de sonar. Alguien preguntaba insistentemente por Roberto. «No llegó», decía el conductor. La llamada y la respuesta se repitieron tres veces. «Averigüe el celular de Roberto», dije en un intento por apaciguar el conflicto en ciernes.
Llegué a mi destino. El conductor seguía preocupado por el pasajero ausente. «Nunca apareció el otro señor, Roberto Burgos», explicó de manera defensiva. Andrés Grillo de Planeta, quien estaba allí, inquieto por la tardanza, consciente ya del problema, aclaró el sentido de la tragicomedia: «Roberto Burgos murió hace unos días». La vida parecía no resignarse a su ausencia, pensé. Uno sigue viviendo por un tiempo en las bases de datos, en la logística del mundo, en carteles y parlantes. En fin, la inercia de las cosas.
Hace un mes largo llegamos juntos a la Feria del libro de Bucaramanga Jorge Orlando Melo, Mario Mendoza, Roberto Burgos y yo. La logística funcionó aquella vez sin tropiezos. Ese día lo vi por última vez. Nunca coincidimos. Me habría gustado conversar con él. Oir sus historias. Empaparme de su sabiduría. No pude. Nuestra cita inesperada nunca fue. Me quedó esta historia de fantasmas y ausencias. Así es la vida. Nos regala algunas coincidencias como consuelo.
El presidente Rodrigo Duterte cuenta con una impunidad casi absoluta. Destituyó recientemente a la presidenta de la Corte Suprema y decidió hace unos meses retirarse de la Corte Penal Internacional.
¿Qué dice la Iglesia Católica en Filipinas?
Nada.
¿Qué ha dicho el Papa?
Nada.
¿Qué ha dicho el gobierno de China?
Nada.
¿Qué dicen Japón y Corea de Sur, los principales donantes y promotores del desarrollo en Filipinas?
Nada.
¿Qué ha dicho los Estados Unidos?
Nada.
¿Qué dice la Unión Europa?
Casi nada, un pronunciamiento tímido sobre posibles condicionantes a la ayuda externa.
Solo Islandia alzó su voz de protesta ante un genocidio sin nombre. Solo Islandia asumió una posición clara, se pronunció de manera vehemente en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas en Ginebra (Naciones Unidas ha comenzado algunas indagaciones).
La indiferencia, el oportunismo y los intereses particulares son la norma. Una isla remota de 300 mil habitantes es la excepción, un último resquicio de solidaridad y humanismo.
Se dicen arqueólogos
Pero son una suerte de poetas obsesivos, escrutadores
Pasan la vida de rodillas, esculcan la tierra en busca de restos y misterios
Inventan cuentos, hacen conjeturas, especulan con dioses y desastres
Uno de ellos encontró un pedazo de piedra atravesado por líneas cruzadas, un dibujo hecho hace setenta mil años con una crayola prehistórica de punta roma y color ocre
Un microscopio electrónico confirmó el milagro, la paternidad humana de la geometría incipiente
Los poetas le dieron un nombre cifrado, G7bCCC-L13
Dicen que es un símbolo, pero podría ser una marca utilitaria, unas rayas caprichosas, cualquier cosa
Nunca lo sabremos, el pasado es inescrutable, asunto de poetas
Parece un # dicen algunos
Asombra la coincidencia, insinúa que somos los mismos
Marcamos las piedras y dejamos que se las lleve el tiempo
#humanos
La segunda parte es un conjunto de testimonios de víctimas, la mayoría muy breves, deliberadamente escuetos, de tan solo una página. Patricia intenta, creo, condensar en pocas palabras el horror de la guerra.
La tercera parte es un recuento de las negociaciones de la Habana y un resumen de los acuerdos resultantes, una especie de advertencia sobre la necesidad de valorar el significado histórico de los acuerdos.
Sobre la primera parte, quiero simplemente hacer explícita una división, una discontinuidad en la historia del conflicto. Hay un período, de 1948 a 1980, en el cual las causas del conflicto obedecieron a las luchas por la tierra, las restricciones a la democracia y la desigualdad social. Pero la naturaleza y la intensidad del conflicto cambiaron de manera sustancial en los años ochenta con la llegada del narcotráfico. En palabras de la historiadora Mary Roldán, el comercio de cocaína “rompió la tradición, transformó las costumbres sociales, reestructuró la moral, el pensamiento y las expectativas”.
El conflicto histórico, centrado en las luchas ideológicas, fue transformado esencialmente por el narcotráfico. El narcotráfico reveló y acentuó las debilidades institucionales, volvió la justicia inoperante y dio origen a una epidemia de crimen violento. Las guerras ideológicas se convirtieron, así, en guerras económicas, en luchas por las rutas y el mercado.
Mi parte preferida del libro es la segunda. Los testimonios presentados son una crónica del sufrimiento humano, pero no son solo eso. En conjunto, son un grito colectivo sobre los horrores de la guerra y el imperativo (ético, social, histórico, lo que sea) de evitar su repetición. Patricia quiere recordarnos, nunca está de más, la magnitud de nuestra tragedia.
Hay en varios de los testimonios, una constante, una historia que se repite. Las victimarios, llámese guerrilleros o paramilitares, se muestran arrepentidos, desconcertados, incapaces de explicar sus desafueros, los asesinatos de los Turbay Cote, de Jorge Cristo, de Jaime Garzón, y de los diputados del Valle, etc. “Fue el peor error que cometimos”, “nos equivocamos”, “todavía lo reprochamos”, dicen una y otra vez.
Es como si la guerra hubiese desatado una maquinaria de muerte que no podía detenerse, que superaba los deseos o intenciones de los participantes; un mecanismo que mataba sin mediar razón, que trascendía los designios de los señores de la guerra y los protagonistas de esta historia de terror.
Los testimonios insinúan la existencia de una fuerza implacable y voraz; la fuerza de la guerra que parece tener una intencionalidad propia, que solo aspira a reproducirse a sí misma; una fuerza ciega, indiferente, casi una pesadilla a lo Schopenhauer.
Los acuerdos de paz pretendieron, de manera ordenada, con una mezcla de voluntad y método, con errores y extravíos por supuesto, pero también con empeño y conocimiento, detener esa fuerza, “la fábrica de víctimas”, como la llamó el presidente Santos.
Así, el libro nos recuerda las dificultades para alcanzar un acuerdo imperfecto. No fue fácil. Requirió mucho trabajo. Yo lo he dicho varias veces, y lo repito ahora. Pertenezco a la escuela del liberalismo trágico. Parto casi siempre de una hipótesis simple. Si la sensatez, el conocimiento práctico y el trabajo comprometido hicieron parte del proceso (y así ocurrió en los diálogos de La Habana), probablemente estamos ante el mejor de los mundos o acuerdos posibles. La crítica puntual, que desconoce el contexto, que obvia las dificultades del proceso, suele ser poco más que un ejercicio de fácil especulación retrospectiva.
Patricia ha dicho, en varias entrevistas recientes, que el futuro depende de la voluntad del nuevo gobierno y la clase política. Así lo creo. Este libro es, en últimas, una advertencia sobre la responsabilidad que nos incumbe a todos, gobernantes y ciudadanos, de proteger la paz.
El título es simple Adiós a la guerra. Pero el mensaje es si se quiere más poderoso, más urgente, más crucial, “cuidemos la paz”.
En palabras de Jasanoff,
En todos sus escritos, donde fuera que ocurrieran, Conrad lidió con las ramificaciones de vivir en un mundo global: las implicaciones materiales y morales del desarraigo, la tensión y las oportunidades de las sociedades multiétnicas, la ruptura causada por la tecnología. En un desafío implícito a la idea de Occidente de libertad individual, Conrad creía que nunca podemos realmente escapar a las restricciones impuestas por fuerzas superiores a nosotros mismos, que incluso los más libres están encerrados en lo que suelen llamar destino.
En su novela americana (que es también su principal novel política), Nostromo, Conrad despliega su proverbial pesimismo. La inestabilidad política parece determinar o restringir decididamente las vidas de los habitantes de la república ficticia de Costaguana: “las causas fundamentales las mismas de siempre, enraizadas en la inmadurez política del pueblo, en la indolencia de las clases altas y la cerrazón mental de las bajas”. Nostromo es, si se quiere, una crítica a los límites del desarrollo basado en el bienestar material, a las trampas del capitalismo del siglo XIX.
La novela Mar de Leva de Octavio Escobar Giraldo vuelve sobre el mismo escenario conradiano más de un siglo después con el propósito (implícito, digamos) de componer una renovada crítica a las trampas del capitalismo y la globalización del siglo XXI. “Todos tomamos el té a las cinco, leemos el New York Times y usamos ropa Armani”, dice sin ironía una de las protagonistas.
En Sulaco, escindido de Costaguana ya por muchos años, el contexto decimonónico es historia. La antigua mina de plata se convirtió en un parque de diversiones, los antiguos conventos de clausura fueron transformados en hoteles, los viejos edificios públicos pasaron a ser centros comerciales, los animales están ahora embalsamados en los restaurantes y el turismo sexual es un importante reglón económico. En fin, la globalización convirtió buena parte de la economía de Sulaco en una suerte de disneylandia decadente y transformó a sus habitantes en empleados de las industrias del entretenimiento: meseros, bailarines, músicos, prostitutas, etc.
En la novela, en un sentido claramente conradiano, las fuerzas de la globalización están por encima de las esperanzas y deseos de las personas, de los distintos protagonistas que parecen puestos allí para representar los extravíos del capitalismo de estos años inciertos en estos países tropicales. Humans of late capitalism, los llama una cuenta de Twitter: esos son, en mi opinión, los protagonistas de esta comedia conradiana (si cabe la contradicción). Los invito a leerla. De vez en cuando vale la pena mirarnos en el espejo de nuestras propias faltas.
Muchos señalan, sin embargo, que este progreso nos es exclusivo de nuestro país, que ocurre, por el contrario, en la gran mayoría de los países en desarrollo, salvo alguna catástrofe humanitaria como la de Venezuela o Siria. Surge, entonces, una pregunta abierta: ¿ha sido ese progreso más rápido en Colombia que en la región? ¿Hemos podido avanzar a un ritmo más rápido del que uno esperaría habida cuenta de la inercia de las circunstancias?
La respuesta parece ser sí. Colombia ha progresado, en años recientes, a un ritmo superior al promedio regional. Los datos disponibles muestran de manera clara que el progreso socioeconómico de nuestro país ha sido notable en el ámbito regional.
Esta entrada analiza cuatro variables: la pobreza, la desigualdad, la fecundidad adolescente y la cobertura de educación terciaria. En todas Colombia progresó más rápido que en la región como un todo.
1. Pobreza: la tasa de pobreza, medida a partir de una línea comparable de 5,5 dólares por persona y por día, sigue siendo mayor en Colombia que en el promedio de América Latina y el Caribe (LAC). Pero la diferencia se ha cerrado de manera ostensible, pasó de 10 puntos en 2008 a 4 puntos en 2016.
Por supuesto, el progreso es incompleto y si se quiere insatisfactorio. Pero ha sido notable no solo en términos absolutos, sino también en términos relativos. Algo estamos haciendo bien.