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Literatura

Una comedia conradiana


En su reciente biografía intelectual del novelista Joseph Conrad, Maya Jasanoff argumenta que Conrad fue, ante todo, un perspicaz cronista de la globalización, que sus novelas examinan minuciosamente las consecuencias morales y económicas de un mundo interconectado, y los cambios ocasionados por el telégrafo, los barcos a vapor y las diferentes tecnologías que, a finales del siglo XIX, acercaron a todas las gentes del mundo. 


En palabras de Jasanoff,


En todos sus escritos, donde fuera que ocurrieran, Conrad lidió con las ramificaciones de vivir en un mundo global: las implicaciones materiales y morales del desarraigo, la tensión y las oportunidades de las sociedades multiétnicas, la ruptura causada por la tecnología. En un desafío implícito a la idea de Occidente de libertad individual, Conrad creía que nunca podemos realmente escapar a las restricciones impuestas por fuerzas superiores a nosotros mismos, que incluso los más libres están encerrados en lo que suelen llamar destino. 


En su novela americana (que es también su principal novel política), Nostromo, Conrad despliega su proverbial pesimismo. La inestabilidad política parece determinar o restringir decididamente las vidas de los habitantes de la república ficticia de Costaguana: “las causas fundamentales las mismas de siempre, enraizadas en la inmadurez política del pueblo, en la indolencia de las clases altas y la cerrazón mental de las bajas”. Nostromo es, si se quiere, una crítica a los límites del desarrollo basado en el bienestar material, a las trampas del capitalismo del siglo XIX. 


La novela Mar de Leva de Octavio Escobar Giraldo vuelve sobre el mismo escenario conradiano más de un siglo después con el propósito (implícito, digamos) de componer una renovada crítica a las trampas del capitalismo y la globalización del siglo XXI. “Todos tomamos el té a las cinco, leemos el New York Times y usamos ropa Armani”, dice sin ironía una de las protagonistas. 


En Sulaco, escindido de Costaguana ya por muchos años, el contexto decimonónico es historia. La antigua mina de plata se convirtió en un parque de diversiones, los antiguos conventos de clausura fueron transformados en hoteles, los viejos edificios públicos pasaron a ser centros comerciales, los animales están ahora embalsamados en los restaurantes y el turismo sexual es un importante reglón económico. En fin, la globalización convirtió buena parte de la economía de Sulaco en una suerte de disneylandia decadente y transformó a sus habitantes en empleados de las industrias del entretenimiento: meseros, bailarines, músicos, prostitutas, etc. 


En la novela, en un sentido claramente conradiano, las fuerzas de la globalización están por encima de las esperanzas y deseos de las personas, de los distintos protagonistas que parecen puestos allí para representar los extravíos del capitalismo de estos años inciertos en estos países tropicales. Humans of late capitalism, los llama una cuenta de Twitter: esos son, en mi opinión, los protagonistas de esta comedia conradiana (si cabe la contradicción). Los invito a leerla. De vez en cuando vale la pena mirarnos en el espejo de nuestras propias faltas.
Academia

Buenas noticias

A pesar del pesimismo oportunista, de la algarabía amarillista de todos los días, analistas y observadores usualmente reconocen el progreso social, la mejoría sistemática de la mayoría de los indicadores sociales: la pobreza, el acceso a los servicios públicos, la mortalidad infantil, la esperanza de vida, etc. 

Muchos señalan, sin embargo, que este progreso nos es exclusivo de nuestro país, que ocurre, por el contrario, en la gran mayoría de los países en desarrollo, salvo alguna catástrofe humanitaria como la de Venezuela o Siria. Surge, entonces, una pregunta abierta: ¿ha sido ese progreso más rápido en Colombia que en la región? ¿Hemos podido avanzar a un ritmo más rápido del que uno esperaría habida cuenta de la inercia de las circunstancias?

La respuesta parece ser sí. Colombia ha progresado, en años recientes, a un ritmo superior al promedio regional. Los datos disponibles muestran de manera clara que el progreso socioeconómico de nuestro país ha sido notable en el ámbito regional.

Esta entrada analiza cuatro variables: la pobreza, la desigualdad, la fecundidad adolescente y la cobertura de educación terciaria.  En todas Colombia progresó más rápido que en la región como un todo.

1. Pobreza: la tasa de pobreza, medida a partir de una línea comparable de 5,5 dólares por persona y por día, sigue siendo mayor en Colombia que en el promedio de América Latina y el Caribe (LAC). Pero la diferencia se ha cerrado de manera ostensible, pasó de 10 puntos en 2008 a 4 puntos en 2016. 

2. Desigualdad: la desigualdad, medida como la brecha (en número de veces) entre el ingreso promedio del 10% más rico y el 10% más pobre, ha disminuido mucho más rápidamente en Colombia que en el resto de la región. Desde 2015, la desigualdad en Colombia ya está por debajo de la desigualdad promedio en LAC. 

3. Fecundidad adolescente: la fecundidad adolescente, medida por el número de hijos por cada mil mujeres entre los 15 y 19 años, también ha disminuido más rápidamente en Colombia. En 2008, era similar al promedio regional. En 2015, ya era un 20% inferior. 
4. Cobertura de educación terciaria: la cobertura de educación terciaria, medida por el número de personas estudiando como porcentaje de la población de referencia, ha crecido mucho más rápido en Colombia. En las mujeres, pasó de 30% en 2008 a 50% en 2013. En LAC, en el mismo grupo poblacional y durante el mismo período, apenas creció 10 puntos. 

Por supuesto, el progreso es incompleto y si se quiere insatisfactorio. Pero ha sido notable no solo en términos absolutos, sino también en términos relativos. Algo estamos haciendo bien.
Academia Discursos

Juntarse para mejorar

(Discurso pronunciado en acto de reconocimiento ofrecido por algunos agentes del sector salud)
No quiero pecar de falsa modestia. Confieso que recibo este reconocimiento con agradecimiento, pero también con un poco de temor. O de inquietud.Inquietud porque siempre he creído que uno se defiende más fácil de las críticas que de los elogios. Inquietud porque el halago puede ser intimidatorio y el aplauso es corruptor. Los sobornos de la simpatía, bien lo sabemos, son peligrosos. Inquietud porque las labores de los funcionarios son siempre incompletas, parciales, inacabadas. Siempre defraudaremos a alguien. Siempre, esa es la naturaleza de la democracia, habrá expectativas frustradas. Promesas incumplidas. Asuntos sin resolver.

Inquietud porque, en la civilización del espectáculo, en nuestras democracias mediatizadas, los actos de agradecimiento son vistos con suspicacia. Vivimos en un mundo extraño, un mundo en el cual los que trabajan son vilipendiados y los que critican, exaltados. El dedo acusador tiene más prestigio que la mano laboriosa. Así es la vida.

Inquietud, finalmente, porque los problemas del sistema de salud son muchos. Portentosos. Algunos en vía de solución. Otros crónicos, manejables, pero no curables plenamente.

Déjenme pasar a algunos asuntos más mundanos. El cambio social siempre es un esfuerzo colectivo. Un individuo puede subirse a un ático, encerrarse dos años y bajar después de su encierro obsesivo con el manuscrito de Cien años de soledad en la mano. El arte está lleno de proezas individuales. Pero la transformación de la sociedad necesita esfuerzos mancomunados, unión de voluntades, «cooperación», en una sola palabra.

Hay un aspecto que quisiera resaltar, una transformación reciente de nuestro sector que vale la pena traer a cuento. Históricamente hemos sido adversos a la cooperación, dados al conflicto, a una pugnacidad instintiva, convertida casi en norma de comportamiento. Aprendimos, con los años, con una destreza perversa, digámoslo así, a disfrazar el interés individual de bienestar general. Por mucho tiempo vimos a los otros agentes como adversarios. El sector solo se une, solía decir en mis tardes de desespero (y desamparo), para pedirle plata al gobierno.

Pero todo esto está cambiando. El sector parece estar aprendiendo a cooperar. Ya no todo se concibe como un conflicto. Percibo, por todos lados, alianzas incipientes, sociedades en ciernes, vestigios de cooperación. Hay un nuevo afán de juntarse para mejorar.

Habría sido más fácil buscar culpables. Habría sido mucho más fácil decirse víctimas del sistema, del gobierno o del ministro. Pero ustedes decidieron hacer lo difícil. Ponerse a trabajar, aplicarse a mejorar las cosas. Las dificultades del sistema no fueron una excusa. Todo lo contrario. Fueron un acicate.

Guardo, en un cuaderno de apuntes que me sirve de guía personal, una reflexión imprescindible del poeta ruso Joseph Brodsky: «nunca deberíamos –dice Brodsky– asumir el papel de víctimas. De todas las partes de nuestro cuerpo, hay una que debemos vigilar con especial celo: el dedo índice, pues siempre está buscando culpables. No importa qué tan difícil sea nuestra condición no conviene culpar a algo o alguien. Considerarnos víctimas ensancha el vacío de irresponsabilidad que tanto les gusta llenar a los demagogos».

La cultura de la victimización ha caracterizado a nuestro sistema de salud. Incluso a nuestra sociedad. Esta cultura ofrece un refugio interesante. Seguro. Una especie de oasis moral. Inmune a la decepción. Pero ustedes decidieron, insisto, hacer lo difícil. Ponerse a trabajar.

Quiero ahora hacer algunas reflexiones generales sobre el sistema de salud. O mejor, sobre las posibilidades de reforma. Voy a hacerlo de manera conceptual. Enunciando algunos principios generales, una doctrina que me gusta llamar «reformismo democrático».

Primer principio: una reforma legal no nos va a resolver los problemas del sistema de una buena vez. El cambio social no consiste en una disyuntiva binaria entre un sistema perverso, incorregible, y otro armonioso, inmejorable.

Segundo: el reformismo permanente, basado en el conocimiento práctico, es siempre más eficaz que el reformismo ocasional, basado en la exaltación ideológica.

Tercero: el cambio más duradero es el que se produce de abajo hacia arriba. (Un día de esta semana, al final de la tarde, me distraje escuchando las presentaciones sobre los modelos de gestión de riesgo de algunas EPS. Ahí está la reforma a la salud, pensé. Como está también en las innovaciones de calidad de los prestadores. O en el fortalecimiento de las capacidades de las entidades territoriales).

Y cuarto: debemos resistir la tentación a destruir sin haber construido. La carga de la prueba siempre estará en quien propone transformaciones absolutas.

Estos principios implican, entre otras cosas, que la tarea nunca va a estar concluida, que van a existir batallas ganadas y batallas perdidas, que los atajos son una trampa y que la transformación social requiere persistencia.

Yo ya estoy a punto de dejar la política. La política tiene mucho de farsa, bien lo sabemos. Pero sería injusto subestimar su papel transformador. Como dijo recientemente Michael Ignatieff, uno nunca abandona la política completamente. Es imposible. En los próximos años seré un espectador, prudente, pero no indiferente. Allí estaré aplaudiendo, silbando y dejando escapar –en ocasiones contadas, los epítetos suenan mejor en porciones mínimas– alguno que otro hijueputazo.

Recibo esta distinción con modestia. Como una muestra de afecto. Y tal vez como el reconocimiento a una tarea incompleta, pero esperanzadora. Siento orgullo de haber podido contribuir, en conjunto con ustedes, a la creación de una sociedad un poco más decente, más justa y más digna.

La vida me puso al frente una coincidencia irónica: ser paciente de cáncer y ministro de salud. Yo no creo en el destino. La vida es azarosa y nuestra responsabilidad consiste en aguantar con estoicismo y locuacidad, en cerrar los ojos y contar el cuento.

Más allá de toda esta carreta de autoayuda, quiero decirles que aquí sigo en pie: «sigo en pie, como dice el poeta, por latido, por costumbre, por no abrir (no quiero abrirla todavía) la ventana decisiva y mirar de una vez a la insolente muerte, esa mansa dueña de la espera».

Aquí sigo en pie gracias en buena medida a su afecto, a sus palabras de aliento y bendiciones. Aquí sigo en pie, porfiadamente, balbuceando mi afecto, diciéndoles gracias, muchas gracias. Gracias de todo corazón.

Poesía

Andrés

Oí la historia dos o tres veces
En mi infancia, en los años de la memoria
No volví a oírla nunca más
Es un recuerdo a la orilla del olvido


Hoy la recordé
(La memoria está llena de atajos imprevisibles)
Mi mamá estaba embarazada de su primer hijo
Tenía ya nombre, Andrés
Acompañó a su mamá, a mi abuela que murió hace medio siglo, a tomarse una radiografía
La radiación le produjo un aborto
Andrés nunca fue
Quedó el nombre 
Un recuerdo desvaneciente


Ese día comenzó a definirde el destino que me trajo a este mundo
Varios meses después mi mamá volvió a quedar embarazada 
Su primogénito tuvo otro nombre, Alejandro
Soy yo
Debo, como todos, mi vida al azar
A un conjunto de coincidencias tan improbable que sólo puede tener un nombre
Milagro


Solía pensar en Andrés
Darle las gracias
Nos complementamos
Mi presencia necesitó su ausencia

Discursos

Complicarse a la vida

(discurso en la ceremonia de grado –junio 13 de 2018– en Qualia Alternativa Educativa)

A Valentina le gustan las pinturas de Van Gogh; a Valeria, los idiomas; a Mateo, las palabras; a Juan Camilo, la música; a Juan Andres, los computadores y el ajedrez; a Camila, la escritura, los acertijos verbales; a Antonio, la administración, esto es, el método aplicado a la solución de problemas prácticos; a Manuela, las leyes y el estudio de las organizaciones sociales; a Juan Sebastian, el deporte de alto rendimiento, esa fusión de talento y disciplina; y a Miguel, que no está aquí con nosotros, la academia, el mundo de la duda y el conocimiento.


Uds. son un ejemplo de diversidad de intereses, profusión de talentos y pluralidad de experimentos de vida. Quiero pensar que esta noche estamos, ante todo, celebrando esa diversidad. Pero quiero, además, resaltar otro hecho, otra circunstancia, un elemento que los une o los define a todos Uds. en medio de la diversidad. 


Lo voy a llamar oblicuidad. La vida no se vive en línea recta, hay ires y venires, vueltas y revueltas. A Uds. los une esa suerte de rebeldía geométrica, esa forma indirecta de escalar escaños, esa protesta contra las formas más burdas de predestinación.

Hace ya muchos años, veinte o algo así, en medio de una conversación animada, de esas que recordamos por siempre, mi papá me dijo, muy serio, que la declaración universal de los derechos humanos había quedado incompleta, que le había quedado faltando un artículo, una premisa en favor de la oblicuidad, el ensayo y error y las segundas oportunidades. “Si tuviera que redactar ese articulito –insistió– lo haría de manera escueta: “todo el mundo tiene derecho a cagarla, a volver a empezar”.

Yo, como algunos de Uds., he vuelto a empezar muchas veces, soy también un ejemplo de oblicuidad, de los caminos indirectos de la vida. En el colegio me iba bien en matemáticas, pero me gustaba la literatura. Decidí estudiar ingeniería por descarte, por una suerte de inercia generacional. Casi no iba a clase, pasaba los días programando computadores y leyendo literatura. Pronuncié el discurso de grado de mi promoción, una cantaleta insolente en contra de mis profesores.

Decidí estudiar economía. Inicialmente me dediqué a los temas de siempre, a rastrear los movimientos de las principales variables económicas. Iba en camino de convertirme en un yuppie, pero di otro viraje y me dediqué a la economía social, al estudio de la pobreza y la desigualdad. Seguí en todo caso leyendo literatura, tratando de encontrarle algún sentido a mi desajuste. Escribí libros y columnas. Participé en varios debates públicos. Critiqué a presidentes y ministros. A veces con justicia, otras veces con encono. Y como premio (o castigo), fui nombrado ministro de salud. Llevo seis años en este oficio extraño, una mezcla de realidad y ficción, como dicen por ahí.
 

Me he tenido que reinventar varias veces. Algunos de Uds. saben bien de que se trata ese asunto de llegar hasta el fondo, echar reversa y volver a arrancar. He cometido muchos errores. Pero he podido, con la ayudad de muchos, volver a empezar. La vida en línea recta no me gusta. O mejor, no me sale.
 
En los últimos años he pronunciado varios discursos de grado. Demasiados tal vez. Siempre lo hago con un poco de inquietud. “No se puede aleccionar a los hombres, solo guiarlos para que se busquen a sí mismos”, escribió con lucidez Michel de Montaigne. No sé qué es peor si dar consejos o recibirlos. Lo mejor, tal vez, sea tomarse todo esto con humor. “Los jóvenes no tienen nada que decir y los viejos se repiten”, dijo hace ya algunos años un malpensante italiano.
 
Sea lo que sea, quiero compartir con Uds. algunas reflexiones generales sobre la vida, sobre esa ilusión a la que llamamos libre albedrio. He recibido muchos consejos. Los he olvidado casi todos. Me entran por un oído, apenas acarician mi esencia y me salen por el otro. En otros casos ni siquiera me tocan, pasan raudos como pasan las promesas de los políticos. Materia deleznable. Palabrerías.
 
Pero recuerdo un consejo esencial. No vino de un discurso de grado. Fue más bien una admonición espontanea. Estábamos en clase de filosofía del colegio, en décimo grado, en medio del estudio de los presocráticos, esos filósofos que trataron, por primera vez, de usar la razón humana para explicar la extrañeza del mundo. De pronto, así no más, un compañero alzó la voz y preguntó insolente: “para qué complicarse la vida, para qué tanta especulación”.
 
El profesor de filosofía se levantó de su escritorio, alzó la mano para concitar la atención de la clase y dijo pausadamente: “lo bueno de la vida es complicarla”. El consejo me quedó grabado desde entonces. Parecía una paradoja, una invitación irónica, una reiteración de esa doctrina cristiana (detestable, en mi opinión) que recomienda el sufrimiento. Pero el consejo en cuestión no era una contradicción improvisada o una negación de la vida. Era más bien una invitación a vivir con los ojos abiertos, conscientemente, sin traicionarnos a nosotros mismos.
 
¿Cómo complicarse la vida? ¿Cómo responder a ese imperativo extraño? No tengo la clave, pero quisiera mencionarles, de paso, modestamente, con reticencia, tres ideas que pueden ser de alguna utilidad. Son el resultado de mis andanzas oblicuas, de mis errores y de la forma en que he tratado de vivir la vida. No son mandamientos. No me gustan los imperativos categóricos. Son sugerencias que bien pueden rechazar.
 
Primero, traten de llevar la contraria. O al menos, resistan la presión de grupo, la idea dominante según la cual tenemos que coincidir con las mayorías o con los dictados caprichosos de la opinión pública.
 
La tecnología ha aumentado los costos de la discrepancia. El que se atreve, en las redes sociales, por ejemplo, a expresar una opinión contraria, distinta o polémica, es abrumado de manera inmediata por los soldados de la medianía y los mercenarios de lo políticamente correcto. Muchas veces, preferimos, entonces, falsificar nuestras preferencias, traicionarnos a nosotros mismos, sumarnos al consenso, repetir lo que todos están repitiendo.
 
Por lo tanto, deberíamos, de vez en cuando, por fidelidad a nuestras convicciones, resistir la presión de las mayorías y decir lo que pensamos pase lo que pase. En Facebook, en una reunión familiar, en la clase, donde sea. Mientras más impopular sea la opinión más difícil será, pero también más satisfactorio.
 
Tenía yo quince años. Mi abuela me había regalado una camisa azul con el proverbial lagarto de Lacoste en el pecho. Era mi favorita por razones difusas, irrelevantes. Pero no me la ponía casi nunca con el fin de evitar las burlas de mis compañeros, quienes decían que era falsificada o chivida o alguna cosa por el estilo. El típico arribismo colegial que todos conocemos. Pero un día decidí hacer lo que quería. Comencé a usar la camisa cada semana, desafiante. Con el tiempo las burlas cesaron y me quedó a satisfacción de la lealtad a mis gustos.
 
No es fácil. En la vida pública mucho menos. La tentación del aplauso es con frecuencia irresistible. La tendencia a decir lo que otros quieren oír es casi un instinto. Somos sumisos, gregarios y temerosos. Pero nuestra individualidad depende de resistir los impulsos de uniformidad, de levantarnos un buen día y ponernos la camisa de la discordia o vociferar sin ambages nuestras opiniones en las redes sociales.
 
Los que nunca llevan la contraria no se complican la vida, pero pierden buena parte de su libertad por comodidad o indiferencia.
 
Voy a pasar ahora a mi segunda idea, mi segunda invitación a complicar la vida. Es sencilla, recoge el ideal socrático de la vida examinada, rechaza el utilitarismo facilista, inconsciente.
 
¿Estarían Uds. dispuestos a tomar una píldora, una pastillita (Soma en la novela Un Mundo Feliz de Aldous Huxley) que les garantice una felicidad plena sin efectos secundarios? ¿Creen que no hay ninguna diferencia entre hacer un viaje a un sitio remoto y meterse en una máquina que no solo reproduzca la experiencia, sino que también nos haga olvidar que fue creada en nuestra mente de manera artificial?
 
Creo que no. Todos o casi todos rechazaríamos la felicidad en forma de pastilla y los viajes artificiales.
 
La felicidad es una búsqueda que implica riesgos, que requiere oblicuidad. La felicidad en línea recta termina aburriéndonos, se convierte en una negación de la vida. Las personas felices sin conciencia son meros autómatas. Cuando yo tenía la edad de Uds., mi papá me decía con frecuencia, “feliz es un bobo chupando caña”.
 
Era una invitación a rechazar las formas inconscientes de felicidad y de llamar la atención sobre una idea poderosa, a saber: las vidas que valen la pena son más que la acumulación de momentos felices. La felicidad requiere, en últimas, complicaciones.
 
Quiero pasar ahora a mi tercera idea. Así como rechazaríamos la felicidad enlatada, así también deberíamos rechazar la verdad contenida en un solo libro, en un solo líder, en un solo credo. Las preguntas más importantes de la vida, “cómo vivir”, “qué define a una buena sociedad”, etc., tienen varias respuestas. Nadie puede responderlas por nosotros.
 
Sería fácil encontrar un sucedáneo, afiliarnos a un grupo político, sumarnos a una causa absoluta, confiar en las opiniones de un político, un profeta o un guía espiritual, pero al hacerlo, como en el caso de la pastillita, estaríamos renunciando a la vida, traicionándonos a nosotros mismos.
 
Complicarse la vida implica rechazar los atajos de las ideologías más delirantes, la sobre-simplificación de la política y los altares, las promesas de los demagogos que aspiran a gobernarnos; implica, en suma, cultivar un escepticismo sano, una cierta desconfianza hacía las ideas y los credos más convincentes.
 
Complicarse la vida implica, en últimas, aceptar su sentido trágico y reconocer, como bien lo dice Milan Kundera, la relatividad de las verdades humanas y la necesidad de hacer justicia al enemigo.
 
No quiero abrumarlos con más consejos. Mi mensaje es simple, casi trivial. Recordemos que la vida no transcurre en línea recta. Celebremos la oblicuidad y compliquemos este asunto de tres maneras obvias: rechazando las opiniones mayoritarias, la felicitad empaquetada y los dogmas más convenientes.
 
Los felicito. Les deseo la felicidad consciente. Y les recomiendo las fotos. Tómense muchas. Son un testimonio de las vueltas de la vida, de la oblicuidad y el azar que nos moldean y nos definen.
 
Un abrazo a todos de todo corazón.
Academia

Para tener en cuenta

  1. En Colombia ya existen varios sistemas
    sin EPS, basados en pagadores únicos estatales, en el Magisterio, las Fuerzas
    Armadas y el Inpec. Todos funcionan peor (tienen más quejas por afiliado) que
    el sistema general
  2. De manera callada, imperceptible, el
    sistema general ha venido consolidando sus modelos preventivos y de gestión de
    riesgo (ver aquí). Eliminar las EPS echaría al traste unas capacidades
    acumuladas durante años. Al menos debería pensarse (imaginarse siquiera) como
    se van a recuperar el conocimiento práctico y las capacidades que ya existen.
  3. Cualquier propuesta de eliminación de
    las EPS, tiene que responder una pregunta: ¿y las deudas?  Si la liquidación de varias EPS (Caprecom, Saludcoop,
    Solsalud, etc.), ha sido traumática, una liquidación total sería catastrófica. Acabaría
    con los hospitales y generaría un caos inmanejable.
  4. El sistema de salud no consiste solamente en
    hacer pagos y auditar cuentas, alguien tiene que coordinar la red, manejar la
    referencia y contrarreferencia, hacer la representación del usuario, gestionar
    el riesgo, etc. En este momento no existe una entidad estatal capaz de asumir
    estas tareas. Montarla tomaría cinco o más años.
  5. Muchas veces, en los análisis más
    superficiales sobre el sistema de salud, se confunden las causas con las consecuenciasde de los problemas. Por ejemplo, se suele decir que los problemas financieros del
    sistema de salud en Antioquia son consecuencia de los problemas de Savia Salud,
    una EPS mixta en la cual el municipio de Medellín y el departamento de Antioquia
    son socios mayoritarios. Liquidar esta EPS y entregarles la tarea a las autoridades
    locales, no resuelve nada. A lo sumo le cambia de nombre al problema.
  6. Los problemas financieros del sistema de salud
    van más allá de las EPS. La presión tecnológica y demográfica son las causas
    preponderantes de estos problemas en Colombia y en el mundo.
  7. Las EPS públicas han sido, en 25 años de
    historia del sistema, las peores. No solo el Seguro Social, ejemplos abundan: Caprecom,
    Capresoca, Calisalud, las EPS transitorias de los años noventa, etc.
  8. Cuando las secretarias de salud han fungido de
    EPS su labor ha sido desastrosa: un informa reciente de la Contraloría muestra
    que la UPC implícita es tres veces mayor a la del sistema general.
  9. Los problemas son innegables. Las reformas son
    necesarias sin duda. Pero deben preservar los logros recientes. Colombia, para empezar,
    ha avanzado más en la protección financiera de sus ciudadanos que cualquier otro país
    de la región.
  10. Más de 70% de los colombianos está contento con su EPS.
Academia

El país progresa

Pongan las notas de píe de página que quieran poner, hagan las
salvedades que quieran hacer
(incompleto, insuficiente, parcial, etc.), digan todo lo que quieran
decir, pero el progreso reciente de nuestro país es innegable. Toca acelerarlo,
consolidarlo, expandirlo, pero también protegerlo.

Los siguientes cinco gráficos (no son exhaustivos, son solo una muestra) sugieren
una transformación social real. Importante. Contradictoria con el pesimismo oportunista e impostado.


Y habría que agregar, por supuesto, la reducción en la tasa de homicidios. La tasa actual es la menor de los últimos 42 años. El país progresa.
Academia

Salud de la mujer

Esta semana tuve la oportunidad (el privilegio, podría
decir) de asistir al congreso anual de Fecolsog (la Federación Colombiana de
Obstetricia y Ginecología). La Federación estaba cumpliendo 50 años y creí
conveniente hacer una comparación sencilla, casi trivial entre dos años separados por medio siglo, 1967 y 2017. La comparación permite, en mi opinión, apreciar
el cambio social de largo plazo, entender la dimensión de las transformaciones sociales.

Salud de la mujer en 1967:
  • Las
    mujeres vivían en promedio hasta los 60 años (Carmen Elisa Flórez, “Las
    transformaciones sociodemográficas en Colombia durante el siglo XX»).
  • En un país
    de 20 millones de habitantes morían 1.600 mujeres por causas asociadas con el
    embarazo (Diego Rosselli, Nick Tarazona, Alberto Aroca. “La salud en Colombia
    1953-2013: un análisis de estadísticas vitales”).
  • Las
    mujeres tenían siete hijos en promedio (Censo 1964) aunque deseaban tener la mitad
    (primera encuesta del Centro Latinoamericano de Demografía, Celade, 1964).
  • 40% de las
    mujeres había usado métodos anticonceptivos, pero de poca eficacia. En su
    orden, ritmo, coito interrumpido, lavados vaginales, condón, jaleas, píldora y
    diafragma (primera Encuesta de Fecundidad, Centro Latinoamericano de Demografía,
    Celade, 1964).
  • Cada año
    había 75 nuevos casos de cáncer de cuello uterino por cada 100.000 habitantes
    (Registro de Cáncer de Cali).
  • No
    conocíamos la asociación entre el VPH y el cáncer de cuello uterino.
Cincuenta años después:
  • La esperanza
    de vida de las mujeres es de 81 años.
  • En un país
    de 50 millones de habitantes, mueren 332 por causas asociadas al embarazo
    (Sispro).
  • Tienen 2
    hijos en promedio (ENDS).
  • 80% usa
    métodos anticonceptivos. El retiro y el ritmo ocupan los últimos lugares de las
    preferencias (ENDS).
  • Tienen
    derechos sexuales y reproductivos, incluido el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo.
  • Hay 20 nuevos
    casos cáncer de cuello uterino por cada 100.000 (INC).
  • Sabemos,
    en buena medida gracias a Nubia Muñoz, una mujer colombiana, que el VPH es una
    causa necesaria del virus del papiloma humano. Hemos vacunado a 3,5 millones de
    adolescentes.
Por una casualidad, una coincidencia de esas inquietantes, también
esta semana la revista inglesa The
Lancet
publicó un especial sobre el avance global en los derechos sexuales
y reproductivos. Colombia es un ejemplo para el mundo en esta dimensión, un líder
regional en varios temas, incluido, por ejemplo, el acceso a abortos seguros.  

Persisten desafíos. La mortalidad materna en algunas
regiones de nuestro país es altísima. La tasa de reducción, eso sí, se ha
acelerado ostensiblemente durante los últimos cimco años. Son muchos los
asuntos pendientes, pero también innegables los logros.
Reflexiones

Un recuerdo

Ocurrió hace ya mucho tiempo. Tenía yo catorce o quince años.
La edad de la retentiva, de las impresiones indelebles. Eran los primeros días
del mes de diciembre, un sábado en la noche. Había ido a cine con mi hermano Pascual al
Centro Comercial Oviedo en Medellín. Fuimos caminando, uno al lado del otro, silenciosos,
inmersos en la cavilaciones tristes de los adolescentes. No recuerdo mucho más.
Ni siquiera el nombre de película.

Pero un incidente, una pequeña anécdota me quedó grabada
para siempre. Al final de la proyección, en el momento de los créditos, alguien
hizo estallar una papeleta al interior de la sala. Hubo una pequeña conmoción. Algunos
gritos y risas de celebración. Muchos salieron corriendo. Nosotros no.  Esperamos un rato y salimos tranquilos,
resignados. Era evidente que se trataba de una chanza de mal gusto. Las risas
venían precisamente de allí, de un grupito de aspirantes a vándalos que celebraban
ruidosamente su fechoría.

Mientras salíamos de la sala, en medio de la confusión, escuché
que un señor ya entrado en años, le decía, en un acento extranjero (italiano en
mi memoria, pero la memoria inventa lo que no sabe), a un niño que llevaba de su
mano: “esta sala está llena de idiotas”. Recuerdo la frase con toda su fuerza y
precisión. Implacable. Certera e inolvidable ya puedo decir.

Ayer en la noche, después de pasar un tiempo (perdido) en
las redes sociales, en medio del fanatismo político, del intercambio de
imprecaciones y noticias falsas, de la ferocidad verbal y la ausencia absoluta
de ironía e introspección, recordé, por
cuenta de los atajos impredecibles de la memoria, esa frase, esa protesta
precisa, necesaria y urgente, “esta sala
está llena de idiotas”.
Academia

El debate sobre el medicameto Nusinersen

Las discusiones sobre el sistema de salud necesitan un contexto,
los análisis deben tener un referente, una conexión con el mundo, la discusión debe
trascender el ámbito de las opiniones, las pasiones y la indignación…

Nusinersen (o Spinraza según su nombre comercial) es un nuevo medicamento contra la atrofia muscular espinal (AME), que ha mostrado, en algunos
casos, un efecto positivo sobre la calidad de vida de los pacientes, sobre los
niños que sufren una enfermedad terrible. 

Pero Spinraza es, al mismo tiempo, el medicamento
más caro del mundo que, por razones obvias, está poniendo en jaque a todos los sistemas de salud. Antes de hacer juicios rotundos sobre nuestro sistema, incumbe conocer las dificultades bioéticas del asunto en cuestión, esto es, de los precios casi impagables de algunas innovaciones farmacéuticas. El debate es global. 

En Colombia también tenemos la misma polémica. Con una salvedad, no nos damos cuenta de que se trata de un asunto global muy complejo, casi trágico.
Tendemos a pensar, por el contrario, que estamos simplemente ante una falla de nuestro
sistema.  

Hago, pues, un llamado a entender el contexto de una discusión bioética que pone de presente la tensión entre lo individual y lo colectivo; tensión que caracteriza la toma de decisiones en todos los sistemas de salud.