Hace varias décadas el sociólogo estadounidense Robert Merton formuló su ya célebre ley de las consecuencias imprevistas, una advertencia necesaria, pero sistemática o convenientemente ignorada por políticos de todos los colores. Merton llamó la atención sobre la complejidad de las relaciones sociales y la probabilidad de que, a su turno, las acciones públicas tengan efectos inesperados e indeseados. Merton puso su dedo escéptico en la llaga (siempre abierta) de las ínfulas y los afanes de los reformadores sociales. Hizo un llamado a la modestia. Y a la paciencia. Recordó que, después de todo, el cambio social no sólo es cuestión de buenas intenciones o voluntades férreas.
La ley de las consecuencias imprevistas ha sido corroborada una y otra vez. A comienzos de los años cincuenta, en Saint Louis, Estados Unidos, se llevó a cabo una ambiciosa intervención social, un macroproyecto de vivienda popular que, en teoría, iba a revolucionar el urbanismo y la sociedad. El proyecto Pruitt-Igoe (así se llamaba) fue presentado como la ciudad del futuro y la redención de los más pobres. Decenas de miles de personas ocuparon las nuevas viviendas llenas de optimismo y buenos augurios. Pero el temperamento colectivo cambió rápidamente. Los residentes comenzaron a sentirse alienados por un proyecto que entorpecía las interacciones sociales más benéficas. Con el tiempo los residentes descuidaron las zonas comunes y sus propios apartamentos. Algunos abandonaron sus viviendas decepcionados. Otros se resignaron a un deterioro gradual pero ineluctable. El 15 de julio de 1972, el proyecto fue dinamitado. Acabó con un gran estruendo, como los malos sueños.
En Francia, proyectos parecidos han tenido resultados semejantes. En Guatemala, la mitad de las viviendas otorgadas ha terminado en el mercado negro. En Brasil, muchos hogares no han podido pagar los servicios públicos y el mantenimiento de las nuevas viviendas. Para no ir tan lejos, en el noroccidente de Medellín, en el sector de Pajarito, un macroproyecto de vivienda popular, habitado, entre otros, por los antiguos residentes del basurero de Moravia, podría convertirse en el Pruitt-Igoe colombiano.
En Pajarito, como en otros lugares, los residentes vieron menguadas las oportunidades económicas y exacerbadas los problemas sociales, la violencia por ejemplo. Las externalidades negativas de la concentración de la pobreza en espacios aislados económicamente, densamente poblados y desprovistos de la funcionalidad que sólo viene con el crecimiento gradual y espontaneo, pueden ser fatales. Literal y metafóricamente. “Fue un gran error”, me dijo recientemente un ex funcionario en un momento de sinceridad. La ley de las consecuencias imprevistas suele ser obvia en retrospectiva, cuando ya es demasiado tarde.
Lo que está ocurriendo en Pajarito, podría ocurrir en otros lugares de Colombia si la premura política lleva a la construcción de macroproyectos improvisados. Los expertos ya hablan de la necesidad de intervenciones específicas, de una suerte de acupuntura urbana que mejore las viviendas y preserve tanto el capital social como las oportunidades económicas. Pero, como dicen, las cosas buenas toman tiempo. Por ahora sólo cabe esperar que Merton no tenga nuevamente la razón y que, en dos o tres décadas, no estemos destruyendo lo que ahora queremos construir con tanto furor.