Los empresarios de la indignación no necesitan innovar. Venden un producto que nunca pasa de moda, comercializan una mercancía que encuentra cada vez más y más consumidores, todos ansiosos e insaciables, a saber: el odio indignado a los políticos. Los nombres cambian, pero la lógica del negocio es la misma, semana tras semana, día tras día. Siempre habrá un senador comprado o un concejal borracho (la fuente es inagotable) que pueda presentarse (o venderse) como la encarnación de los males de la sociedad. La clase política, se nos dice a diario, es la culpable de todos nuestros problemas. Los viejos y los nuevos. Todos.
Diariamente los políticos son descritos en términos caricaturescos. Los calificativos son siempre los mismos: corruptos, codiciosos, arrogantes, carentes de conocimiento y humanidad, etc. Los matices no existen. Las excepciones confirman la regla, reafirman un diagnóstico repetido una y mil veces. En Colombia, escribió alguna vez el novelista R. H. Moreno Durán, la clase política corrompió a los narcotraficantes. Desde entonces columnistas y periodistas repiten la misma frase sin pausa, como si se tratase de una gran revelación. El público, ya lo dijimos, quiere más. Y de lo mismo. La demanda es infinita. “Tenemos los políticos que nos merecemos”, dicen algunos de vez en cuando. Pero la sinceridad, sobra decirlo, es mucho menos poderosa que la indignación.
Por desgracia, la indignación moral ordinaria, convertida en entretenimiento masivo, en mercancía popular, no contribuye a una mejor comprensión de nuestros problemas más urgentes. Oscurece mucho más de lo que clarifica. “La única utilidad que tiene es aumentar la circulación y los índices de audiencia”, escribió el ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger hace unos años. “Quizá haya llegado la hora de decir definitivamente adiós a la costumbre de insultar a los políticos”, señaló el mismo Enzenberger. Razón no le falta.
No sólo deberíamos, como sugiere Enzensberger, compadecer a los políticos, sino también reconocer algunas de sus funciones más importantes. Las democracias occidentales (Colombia es un caso paradigmático) prometen mucho más de lo que pueden cumplir. En general la demagogia ha sido institucionalizada. Las expectativas de las mayorías superan con creces las posibilidades del Estado. O del mercado. La frustración es por lo tanto una característica definitoria, esencial de la vida política de muchos países. En este estado de cosas, de promesas imposibles y expectativas frustradas, los políticos juegan un papel fundamental. Son chivos expiatorios, figuras propicias que permiten, al menos, un desfogue permanente para las frustraciones de las mayorías perplejas que no entienden (no pueden entender) la distancia entre lo mucho que se dice y lo poco que se hace. Consciente o inconscientemente, los empresarios de la indignación proyectan en algunos políticos (o en todos) las contradicciones insalvables de una democracia como la nuestra.
Paradójicamente, la demagogia de la indignación es comparable a la demagogia de la política electoral. Los empresarios de la indignación y los de la política son mejores para cautivar al público que para cualquier otra cosa. Unos y otros son dos caras de la misma moneda. O mejor, dos partes inseparables del mismo problema.