Nadando contra la corriente, el candidato Juan Manuel Santos ha dicho que no subirá los impuestos y ha propuesto, en su lugar, dos medidas alternativas: una reforma constitucional al régimen de regalías y un ambicioso programa de formalización para empresas pequeñas. En sí mismas, estas medidas son loables, incluso necesarias. Pero, como parte de una estrategia fiscal, son una apuesta arriesgada, un salto al vacío. Las dificultades políticas de una reforma constitucional a las regalías son inmensas, infranqueables para algunos. Y el programa de formalización parte de un supuesto cuestionable según el cual las empresas informales son ovejas descarriadas que pueden ser conducidas voluntariamente, paso a paso, hacia el mundo del bien. En la mayoría de los casos, cabe señalar, la informalidad no es una opción: es un imperativo, es la única forma de supervivencia para muchas empresas medianas y pequeñas.
Juan Manuel Santos ha argumentado también que una disminución de las tarifas impositivas no reduciría el recaudo. Por el contrario, podría aumentarlo pues los menores impuestos estimularían la creación de más y más empresas. Desde los años ochenta, desde la época de Ronald Reagan, este tipo de argumento se ha convertido, en los Estados Unidos y ahora en Colombia, en una especie de teología inmune a cualquier evidencia. No sobra recordar, entonces, que la reducción de los impuestos tiene un efecto modesto sobre el crecimiento económico y un efecto negativo sobre el recaudo tributario.
Los argumentos de Juan Manuel Santos y sus asesores parecen basados en una ilusión, en el mito del gobierno barato. Con una elocuencia de otros tiempos, en el lenguaje preciso de los fiscalistas colombianos del siglo XIX, José María Samper denunció en 1861, léase bien en 1861, este tipo de argumentos: “En todo caso es indispensable que la Administración y el Congreso se resuelvan á arrostrar esa impopularidad transitoria que pesa siempre sobre los gobiernos que decretan nuevas contribuciones. Si se ha de querer gobernar conforme á la vieja rutina de vegetar con el día, viviendo en afanes y poniendo remiendos, por no tener el valor de pedirle al pueblo el dinero necesario para servirle de modo digno y fecundo, mejor será que se renuncie á la dirección oficial de la política. Entre nosotros reina un sofisma que nos mantiene en la incuria y el estancamiento: ese sofisma es el del gobierno barato, mal entendido”.
Ciento cincuenta años después, seguimos en lo mismo, empantanados en el sofisma del gobierno barato.