Quisiera en esta columna, la última de un año convulsionado, lleno de noticias, traer a cuento una comparación, un contraste entre dos formas distintas (opuestas, podríamos decir) de enfrentar los desafíos democráticos. En la semana de Navidad, el Senado de los Estados Unidos aprobó, después de varios meses de debate, una polémica reforma al sistema de salud. La discusión, apasionante, compleja, a veces ininteligible, mereció miles de editoriales y comentarios. Motivó muchos pronunciamientos por parte de agremiaciones políticas y académicas. Al final nadie quedó plenamente satisfecho. La reforma ha sido duramente cuestionada. Pero ninguno de sus críticos ha dicho que no fue seriamente debatida. El texto aprobado fue el resultado (imperfecto pero satisfactorio) del tira y afloje democrático.
Mientras en los Estados Unidos el Senado debatía a puertas abiertas, a la vista de Raimundo y todo el mundo, en Colombia el Gobierno preparaba, a puerta cerrada, en secreto, los decretos de emergencia social sobre el sector salud. En la víspera de la Navidad, el 23 de diciembre en horas de la tarde, el Gobierno declaró (con argumentos dudosos, vale decir) el estado de emergencia social. En los próximos treinta días dictará una serie de decretos con fuerza de ley que, según puede inferirse, elevarán algunos impuestos territoriales, centralizarán la contratación del Régimen Subsidiado y modificarán los criterios de distribución regional de los recursos de la salud. Hasta ahora el Gobierno no ha explicado claramente qué va a hacer y por qué quiere hacerlo.
Las leyes sobre la seguridad social en general y sobre la salud en particular son parte esencial de la democracia. Definen el tamaño del Estado, la extensión de la solidaridad social, la amplitud de los derechos, los límites (odiosos pero imprescindibles) de la responsabilidad colectiva, etc. “El Estado moderno es una compañía de seguros que es al mismo tiempo dueña de un ejército” escribió hace un tiempo el economista y columnista Paul Krugman con el propósito de señalar la importancia fiscal de la seguridad social. En suma, el papel del Estado en el financiamiento y la provisión de los servicios de salud es un asunto fundamental, casi definitorio, de la democracia moderna.
Pero en Colombia, lamentablemente, este asunto se define sin la participación del Congreso, por fuera de la democracia representativa. La Corte Constitucional propone y el Gobierno dispone. O viceversa. La Corte dicta sentencias. El Gobierno decreta leyes. Entre los dos se tiran la pelota sin contar con el Congreso de la República, convertido, a todas estas, en un testigo indiferente. El contraste con lo ocurrido en los Estados Unidos no podría ser mayor. Allá el Congreso fue el protagonista principal de la reforma a la salud. Aquí es un actor de reparto, un simple relleno.
Yo no comparto las definiciones maximalistas de la democracia. He criticado previamente a quienes niegan o reniegan de nuestras instituciones democráticas. Pero, en las últimas reformas a nuestro averiado sistema de salud, la democracia colombiana ha fracasado dolorosamente. La controversia democrática ha sido sustituida, sin argumentos de fondo, por oportunismo y ambición, por las disquisiciones de jueces y funcionarios. Cuesta decirlo pero la democracia colombiana, al menos en este caso, no goza de buena salud.