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5 diciembre, 2010

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El cuento del celta

Hace ya más de cuatro años, David Lovegrove llegó por primera vez a Colombia. Vino invitado por el gobierno de turno con el propósito de contar una historia maravillosa, extraordinaria, inspiradora: la historia del milagro económico irlandés. En 1987 Irlanda era un país pobre entre los ricos, con una economía estancada y una tasa de desempleo de 17%. En el año 2000, Irlanda era ya el segundo país más rico de Europa, con una economía dinámica, innovadora y una tasa de desempleo de 4%. Irlanda había pasado de la pobreza a la prosperidad en poco más de una década. El cuento del celta, sería necio negarlo, tenía su encanto.
Pero el celta no sólo vino a contar un milagro lejano. David Lovegrove no era un simple mensajero de hechos extraordinarios: era también un profeta. O como dicen (o decimos) los economistas: un experto en competitividad. El celta creía haber resuelto el misterio del desarrollo económico, decía tener la receta para remediar nuestros males eternos, la misma que había aplicado con éxito como secretario de la agencia irlandesa para la política industrial. En últimas, el celta vino a mostrarnos el camino, a vender su cuento, a hacer el milagro.

El gobierno del entonces presidente Uribe le dio un contrato: los profetas del desarrollo se ganan la vida como consultores. David Lovegrove comenzó, entonces, a frecuentar esta tierra de ilusiones. Se convirtió en un conferencista estrella, en un cautivador de multitudes. Siempre repetía el mismo cuento, su credo: hay que bajar los impuestos a las empresas con el fin de generar confianza, atraer a los inversionistas, acelerar el crecimiento económico y de esta manera generar empleo. La clave del milagro irlandés, decía, es una estructura tributaria simple, favorable a la inversión doméstica y extranjera.

El celta fue uno de los inspiradores de la llamada política de confianza inversionista. Propuso una disminución drástica en el impuesto sobre la renta: “Un país como Colombia, con deficiente infraestructura, pobre logística y déficit en educación de calidad, no puede tener además una estructura tributaria poco competitiva. Bajar los impuestos es la mejor manera de atraer inversión”. Pero esta propuesta, por razones obvias, nunca contó con el apoyo de las mayorías parlamentarias. El celta recomendó entonces una política alternativa, un atajo conveniente: la generalización de las llamadas zonas francas, incluidas las zonas francas uniempresariales, donde el Estatuto Tributario no rige plenamente y el impuesto sobre la renta de las empresas es mucho menor, apenas de 15%.

El celta, ya lo sabemos, resultó un milagrero, un simple vendedor de pócimas mágicas. Hoy en día el milagro irlandés parece un simple espejismo, una ilusión, una burbuja. Irlanda está literalmente quebrada: el déficit fiscal es astronómico, cercano a 32% del PIB, los bancos están en la ruina, la gente se está yendo y el gobierno se ha comprometido a subir los impuestos, a reversar la supuesta receta del milagro. El celta no podrá seguir echando su cuento. Pero en Colombia el daño ya está hecho. Tardaremos mucho tiempo, décadas posiblemente, en desmontar las zonas francas, en corregir las distorsiones tributarias derivadas de nuestro alocado intento por reproducir el supuesto milagro económico irlandés.