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28 febrero, 2010

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Un fallo esperanzador

Más allá de la inevitable controversia política, la decisión de la Corte Constitucional constituye un hecho sin precedentes, un rompimiento abrupto con una larga tradición latinoamericana. Cuando Menem resolvió continuar en el poder, contó con la obediencia incondicional de los jueces. Cuando Fujimori decidió perpetuarse en la Presidencia, no encontró ningún obstáculo institucional. Chávez ha modificado a su antojo las leyes de la quinta república para acomodarlas al tamaño (siempre creciente) de su ambición. Evo Morales y Daniel Ortega lograron extender sus mandatos mediante sendas reformas constitucionales. El mismo presidente Uribe consiguió seguir de largo la primera vez. En suma, muchos presidentes latinoamericanos han logrado salirse (o quedarse) con la suya, han tenido pocos obstáculos ciertos a sus ambiciones.

Históricamente los gobernantes latinoamericanos han subordinado las normas constitucionales a sus intereses políticos. Sobre las constituciones formales en América Latina, el historiador Frank Safford escribió lo siguiente hace ya varios años: “ningún grupo político creía que sus adversarios las observarían. Aquellos que tenían el poder manipulaban los principios constitucionales para mantener el gobierno en sus manos… Quienes estaban fuera del poder creían, generalmente con razón, que nunca podrían tener acceso al Estado en los términos formales establecidos por la Constitución”. Safford estaba haciendo referencia al siglo XIX. Pero poco parece haber cambiado desde entonces.

La Corte Constitucional apartó a Colombia de esta peligrosa tradición. No sólo actuó como un contrapeso efectivo al poder presidencial. Determinó al mismo tiempo que el balance de poderes es una característica insustituible de nuestro ordenamiento jurídico y garantizó por lo tanto la existencia de contrapesos ciertos en los años por venir. Esta misma semana la Corte Suprema ordenó la detención de un familiar del Presidente de la República, acusado de tratos ilegales con grupos paramilitares. Simultáneamente muchos congresistas de la llamada coalición de gobierno anunciaron su oposición a los decretos de emergencia social. En Colombia, nadie podría negarlo, existen poderes independientes, capaces de contradecir la voluntad presidencial. El contraste con Venezuela, para poner un ejemplo obvio, es evidente. Aquí hay democracia. Allá no.

Por mucho tiempo, sectores de la izquierda y la derecha despreciaron las instituciones formales, las “repúblicas aéreas”, las llamadas constituciones de papel, etc. Los críticos percibían los límites al poder como un embeleco liberal, como un ideal insulso que no garantizaba ni el progreso ni la prosperidad. Este episodio de nuestra historia (la pretensión hegemónica del Gobierno frenada a tiempo por la Corte Constitucional) podría tener una consecuencia positiva, imprevista en primera instancia. Podría generar, al menos en muchos sectores políticos, un necesario consenso sobre la importancia del respeto irrestricto a algunos principios constitucionales. Las reglas no son garantía inmediata del progreso o de la paz pero son, en últimas, el sustento de todo lo demás.

En síntesis, el fallo de la Corte Constitucional alejó el espectro del poder ilimitado. Pasarán muchos años antes de que alguien vuelva a proponer el cambio oportunista de un articulito.