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12 mayo, 2007

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Ni plan, ni desarrollo

Ya muchos analistas lo han advertido. Pero no sobra repetirlo una vez más. La planeación económica está en crisis. No parece servir ningún propósito. El Plan de Desarrollo, en particular, pone en evidencia nuestras falencias institucionales y magnifica nuestros vicios políticos. Antes de la Constitución de 1991, el Plan de Desarrollo era un documento académico, una versión sofisticada de las promesas de campaña del candidato ganador. Ahora es, al mismo tiempo, un manifiesto programático, un documento participativo y una ley de la República. El Plan es un monstruo de tres cabezas: una tecnocrática (a cargo de Planeación Nacional), otra participativa (a cargo del Consejo Nacional de Planeación) y una más representativa (a cargo del Congreso). En su concepción actual, el Plan de Desarrollo es un revoltijo ideológico. Una institución ambigua e inoperante.

El trámite del Plan de Desarrollo magnifica uno de los aspectos más nocivos de la política colombiana: el clientelismo. El Plan hace las veces de un imán para las demandas clientelistas. Los mismos parlamentarios reconocen que el Plan se ha convertido en un listado de buenas (y malas) intenciones. Pero el reconocimiento no modera el apetito clientelista. La mayoría de los parlamentarios participa activamente en la piñata. En el Congreso, el Plan es percibido como un primer filtro. Como el comienzo de la larga carrera por convertir las demandas clientelistas, primero, en partidas presupuestales, y luego, en proyectos regionales.

Adicionalmente, el Plan de Desarrollo concita una enorme cantidad de intereses particulares. El Plan no es sólo una piñata de proyectos: es también una feria de cambios legales. Una especie de festín legislativo. Los llamados micos son una presencia ordinaria en las leyes colombianas. Los micos usualmente se esconden tras el articulado, tras las disposiciones legales. Pero en el Plan de Desarrollo los micos no tienen la necesidad de esconderse. Son tantos, que se encubren los unos a los otros. La inmunidad está garantizada por la cantidad. Sólo los ejemplares más grotescos son avistados. Pero la mayoría se siente segura en medio de la multiplicidad.

Pero los clientelistas y los lobbistas no son los únicos que se benefician de la confusión, de la jungla del Plan de Desarrollo. El Gobierno también trata de sacar partido. El Gobierno usa el Plan de Desarrollo para hacer parcheo legislativo, para modificar marginalmente algunas leyes y aprobar rápidamente algunas normas aisladas. O, en términos generales, para reformar lo particular sin tener que afrontar la discusión sobre lo general. En últimas, el mismo Gobierno contribuye a la avalancha legislativa. Usualmente cada ministro aporta varios micos a la profusa colección.

Esta semana, algunos parlamentarios de la oposición anunciaron que demandarán la ley del plan aprobada recientemente por el Congreso. Pero demandar la ley del plan no tiene mucho sentido. No resuelve el problema estructural. No elimina las falencias institucionales. En nombre de la planeación y la participación, la Constitución de 1991 creó un escenario propicio (casi perfecto) para la acumulación de rentas, para la subordinación del interés general a los intereses particulares de los políticos y sus patrocinadores. En lugar de combatir las consecuencias del problema, el Congreso debería promover un cambio constitucional que elimine completamente el trámite legislativo del Plan Nacional de Desarrollo, el cual, en honor a la verdad, no es plan, ni es nacional, ni es de desarrollo.