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febrero 2025

Academia Reflexiones

Estado paternalista: posibilidades y extravíos

Hace ya más de 160 años, el pensador liberal John Stuart Mill propuso una definición precisa sobre los límites a las libertades individuales impuestos por el gobierno o alguna autoridad. La definición de Mill, conocida desde entonces como el principio del daño, postula una regla general para resolver las tensiones entre libertades individuales y medidas coercitivas impuestas por los gobiernos con el propósito —genuino, puede suponerse— de incrementar el bienestar general.

Este principio suele ser el punto de partida en las discusiones acerca del Estado paternalista, sus posibilidades y sus extravíos. Vale la pena, entonces, reiterarlo, traerlo a cuento como una referencia general para la discusión que sigue en este artículo. Decía Mill:

El único propósito por el cual el poder puede ser correctamente ejercido sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es la prevención del daño a los otros […] La única parte de la conducta por la cual el individuo es responsable ante la sociedad es aquella que concierne a los otros. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y mente, el individuo es soberano.

Este principio, a pesar de su generalidad y de las dificultades prácticas que surgen a la hora de definir, por ejemplo, qué representa un daño y quiénes son los otros involucrados, sigue siendo, a pesar de los años, una piedra angular en la crítica liberal al Estado paternalista. Pone la carga de la prueba en aquellos que pretenden restringir, mediante políticas prohibicionistas o preventivas, la libertad de acción de los individuos. Enfatiza que no basta con señalar que las políticas en cuestión se diseñan y aplican por el propio bien de los afectados. La discusión debe ser —este es el gran aporte de Mill— mucho más larga y compleja.

Algunas obligaciones menores, que caben dentro de lo que podríamos llamar paternalismo leve o moderado —como la obligación de usar cinturones de seguridad en los automóviles o cascos protectores en motocicletas y bicicletas— no parecen generar grandes controversias. Estas medidas son percibidas como violaciones aceptables al principio del daño, habida cuenta de la abundante evidencia sobre su eficacia. Sin embargo, sugieren que la discusión sobre el Estado paternalista no es una cuestión de clase, sino de grado. El debate no es solo de principios; concierne, sobre todo, a algunos temas particulares que se discutirán más adelante.

En otros temas más álgidos, los debates sobre el Estado paternalista se confunden con discusiones morales. En el debate sobre el aborto y la prohibición de ciertas sustancias psicoactivas, por ejemplo, quienes defienden la prohibición lo hacen con argumentos que, de entrada, niegan la aplicabilidad del principio del daño: afirman que las mujeres no tienen derecho a decidir sobre la vida de los fetos en gestación y que los usuarios de drogas carecen con frecuencia de libre albedrío. Por su naturaleza, estos debates trascienden el tema de esta columna y van más allá del debate sobre el Estado paternalista.

El Estado paternalista en Colombia

En la coyuntura actual y en un país como Colombia, los debates sobre el Estado paternalista giran en torno a dos temas principales:

  1. Los llamados impuestos saludables
  2. Las restricciones a la publicidad, patrocinio y comercialización de ciertos productos (incluidas las ventas en línea).

Existen otros debates, por supuesto: una senadora propuso recientemente censurar ciertas canciones de reguetón; algunos educadores han sugerido, siguiendo el ejemplo de otros países, prohibir el uso de teléfonos celulares en los colegios; y el exgobernador de Antioquia, Sergio Fajardo, prohibió hace unos años los concursos de belleza y los desfiles de moda en colegios públicos, argumentando que nada aportaban a la formación ética y que constituían una actividad discriminatoria, humillante y atentatoria contra la dignidad femenina.

Si bien el debate sobre el Estado paternalista no se agota en estos temas, son los de mayor relevancia en la actualidad. Vale la pena analizarlos uno a uno.

Breve acotación teórica

El Estado paternalista se justifica con base en dos fallas de comportamiento:

  • Disonancia cognitiva, que lleva a muchas personas a subestimar los riesgos del tabaco o el azúcar para la salud.
  • Descuento hiperbólico, que puede llevarlas a actuar irracionalmente frente a riesgos futuros.

Se argumenta, además, que las empresas privadas, a través de formas sofisticadas de manipulación, explotan estas fallas cognitivas. En este contexto, se sostiene que las intervenciones paternalistas generan un incremento en el bienestar general. En última instancia, la justificación del Estado paternalista es utilitarista.

Los salubristas han promovido, por décadas, los impuestos saludables (al cigarrillo, alcohol, bebidas azucaradas y alimentos ultraprocesados, por ejemplo) como una política para cambiar comportamientos y prevenir enfermedades crónicas. Argumentan que estos impuestos no solo reducen el consumo de ciertos productos, sino que también comunican mejor el riesgo a la sociedad.

Los críticos sostienen que estos impuestos suelen ser regresivos, es decir, afectan proporcionalmente más a los pobres que a los ricos. Según la evidencia, solo las personas con menos recursos (quienes enfrentan una fuerte restricción presupuestal) reducen su consumo de manera discernible. También se señala la naturaleza antiliberal de estos impuestos, pues reflejan el intento de algunos reformadores sociales de imponer sus sesgos personales mediante leyes o decretos.

A pesar de estas críticas, incluso algunos liberales aceptan ciertas formas de Estado paternalista. Los impuestos al tabaco y al alcohol, por ejemplo, son tolerados incluso por muchos libertarios, no solo porque su efectividad está ampliamente demostrada, sino también porque moralmente parecen ubicarse en una categoría distinta.

Los impuestos a las bebidas azucaradas, en cambio, generan un debate ideológico más intenso, ya que desafían directamente el principio del daño de Mill. Este debate es complejo e interesante. Yo mismo cambié de opinión al respecto, pasando de oponerme a apoyarlos debido al aumento alarmante de enfermedades crónicas —especialmente la diabetes—, los crecientes costos para los sistemas de salud y la ausencia de otras políticas eficaces de prevención. Sin embargo, sigo pensando que cada violación al principio del daño debe argumentarse con claridad y verse como una excepción, nunca como la regla.

En 2009, Colombia prohibió la publicidad, promoción y patrocinio del tabaco, siguiendo las directrices del Convenio Marco para el Control del Tabaco de la OMS. Esta medida, junto con el aumento de impuestos, ha llevado a una reducción en el consumo de cigarrillos. Más polémicas son las restricciones propuestas a la venta de bebidas azucaradas y otros alimentos en entornos escolares. Los críticos liberales de estas medidas destacan, además de los excesos coercitivos, su ineficacia debido a los cambios tecnológicos y el acceso ubicuo a teléfonos celulares. Un desafío adicional para el Estado paternalista es la regulación de las nuevas tecnologías. Por ejemplo, el patrocinio del fútbol profesional en Colombia pasó del tabaco a los licores y, más recientemente, a las apuestas en línea, que han crecido aceleradamente tras la pandemia.

¿Deben regularse o gravarse? Probablemente este será el próximo gran debate sobre el Estado paternalista en Colombia y América Latina.En definitiva, el Estado paternalista llegó para quedarse, pero su expansión no siempre es positiva. Algunas restricciones pueden ser convenientes, pero deben ser excepcionales y plenamente justificadas.

Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y mente, el individuo es soberano.

Reflexiones

Los gigantes tecnológicos y el poder político

Jorge Luis Borges escribió alguna vez, en un texto sobre las guerras entre sajones, que la historia es pudorosa, tiende a esconder sus fechas esenciales. Esta frase pone de presente, de manera sutil, una obviedad que vale la pena reiterar en estos tiempos difíciles. Solo en retrospectiva, solo décadas después, seremos capaces de distinguir entre los sucesos que cambiaron la historia, marcaron un nuevo rumbo o determinaron un destino diferente, y los que poco o nada alteraron, los que fueron diluyéndose con los años, los meros fuegos artificiales del presente.

Las noticias diarias tienden a sobredramatizar la realidad, generando la impresión de que muchas cosas importantes pasan cada día. Los titulares anuncian con frecuencia un mundo nuevo, grandes cambios, rupturas y revoluciones. Pero la historia suele ser más inercial: las discontinuidades son escasas y los cambios estructurales suelen ser menos drásticos de lo que parece. Los biólogos hablan de equilibrios punteados: tiempos largos de quietud con algunos eventos infrecuentes (solo identificables en retrospectiva) en los que el mundo cambia, en los que pasamos, después de transiciones relativamente cortas, de un equilibrio a otro.

Quiero, en este artículo pasar por alto la advertencia de Borges y proponer una interpretación histórica de un hecho reciente. En mi opinión, la alianza del presidente Donald Trump —un líder con evidentes inclinaciones autocráticas— y las grandes compañías de tecnologías de la información —muchas de ellas con un poder económico sin precedentes— podría afectar la historia de la democracia, marcar un antes y un después; podría, para decirlo de otra manera, representar un punto de quiebre en la democracia de los Estados Unidos y tal vez del mundo.

La fotografía de los presidentes de las grandes compañías de información en la posesión de Donald Trump —juntos y sonrientes— insinúa el advenimiento de una nueva democracia en América. Ya la campaña electoral había mostrado los peligros de esta alianza. Elon Musk no solo usó su enorme fortuna para incidir en la elección, puso al mismo tiempo la red social X al servicio del candidato Donald Trump, convirtiéndola en una maquinaria de propaganda política. De manera visible, con sus mensajes, y de forma más insidiosa, con la manipulación de los algoritmos, usó esta plataforma para incidir sobre la opinión pública y transmitir información sesgada. Con el perdón de Borges, este pudo haber sido uno de los conflictos de interés más grandes de la historia de la democracia.

Las grandes plataformas, X y Facebook, entre ellas, se benefician de lo que los economistas llaman externalidades de red. En una frase: mientras más gente las usa, mayores son los incentivos para estar allí, para entrar y no salirse. Las plataformas dominantes tienden, por lo tanto, a conservar su dominancia. Son un ejemplo de libro de texto de monopolios naturales: las barreras de entrada son muy grandes y la competencia es, por lo tanto, reducida. La red social Blue Sky, por ejemplo, no ha podido ganar una participación significativa de mercado. El presidente Petro anunció que se iba a salir de la red social X, pero no lo ha hecho. Primero tendría que irse la gente; tendría que ocurrir un movimiento masivo hacia otra plataforma, un problema de coordinación muy difícil, casi imposible en la práctica.

Estas plataformas son cuasi-monopolios con un gran poder sobre nuestras vidas, sobre el uso de nuestro tiempo y la libertad de nuestras mentes. Los algoritmos están diseñados para generar adicción, para que pasemos horas y horas, a veces casi enajenados, al frente de una pantalla portátil. Mientras tanto, las grandes compañías capturan información sobre nuestras vidas —sobre lo que vemos, compramos y opinamos— que luego venden para manipularnos y vendernos todo tipo de cosas. Nunca somos plenamente conscientes de lo que estamos entregando, de los términos de una transacción en la que compartimos diariamente información que nunca compartiríamos con nuestro mejor amigo.

Google y Facebook, entre otras, han usado el acceso a esta información, a los datos personales que compartimos casi inadvertidamente, para quedarse con una gran tajada del negocio de la publicidad. Operan como monopolios; tienen, por ejemplo, un gran poder para discriminar precios. Además, han vuelto obsoleto el modelo de negocios de los medios tradicionales, afectando, por ejemplo, la viabilidad de muchos medios escritos que aspiraban a hacer un buen periodismo, y que tenían al menos una pretensión de objetividad y seriedad. Por esta vía, han contribuido a la desinformación y han erosionado la democracia. La era de la información es, paradójicamente, también la era de la desinformación.

Estas compañías no tienen en cuenta sus efectos adversos sobre la sociedad. No tienen ninguna pretensión de entender siquiera las consecuencias de su expansión y su creciente poder. Así como las compañías mineras viven de explotar el entorno físico, las grandes compañías de información viven de explotar el entorno social. Las primeras están sujetas, al menos, a una regulación ambiental que los Estados han venido construyendo durante décadas. Las segundas operan sin regulación. Las externalidades, para usar el lenguaje de los economistas, no han sido internalizadas. El daño a la sociedad no se ha compensado en lo más mínimo.

La regulación es necesaria. Las razones son evidentes; fueron apenas esbozadas arriba, pero han sido expuestas minuciosamente una y otra vez por científicos sociales en todas partes del mundo. La urgencia de la regulación contrasta, sin embargo, con la inacción, con los esfuerzos débiles o inexistentes para avanzar en la dirección indicada, lo que apunta, a su vez, a una economía política muy difícil, a una influencia determinante de estas compañías sobre legisladores y reguladores. Ni las compañías petroleras, ni las farmacéuticas, y mucho menos las compañías tradicionales de comunicación, tuvieron tanto poder e influencia política.

Volviendo a la foto, a la primera parte de este artículo, la alianza entre las grandes compañías de Internet y tecnología y el presidente Trump tiene un objetivo evidente: evadir la regulación en Estados Unidos y (por efecto demostrativo) en el mundo. Todos ganan con la alianza. Las compañías evitan la regulación —no es una casualidad que, después de la elección de Trump, Facebook anunciara la suspensión del fact-checking— y el presidente recibe apoyo, la amplificación algorítmica de ciertas voces y la atenuación de otras, por ejemplo. El regulador se abstiene y los potenciales regulados parecen ponerse a su disposición.

Es casi un lugar común de esta época proponer interpretaciones distópicas a los acontecimientos diarios, a la transición en la que parecemos estar encaminados hacia un mundo que apenas intuimos, pero que parece tener dimensiones de pesadilla; es casi un lugar común, decía, hablar de distopías, pero en este caso el lugar común parece justificado. No resulta difícil imaginar una alianza malévola entre un autócrata con aspiraciones totalitarias y unos empresarios megalómanos que aspiran, entre otras cosas, a conquistar el universo. La alianza resultaría en un control estricto de la vida de las personas, en una pesadilla orwelliana en la que el Gran Hermano descentraliza la vigilancia en grandes compañías privadas.

Este escenario suena exagerado, por supuesto; de eso se tratan las distopías, de imaginar los peores escenarios, de extrapolar el presente casi al límite de lo absurdo. Sin embargo, no podemos desconocer que China y Estados Unidos están convergiendo, por diferentes caminos, hacia la ya descrita alianza entre el poder político y el poder económico de grandes compañías de información. No se trata de un equilibrio de poderes. Todo lo contrario, es una alianza para aumentar el poder conjunto. En juego está no solo la democracia, sino también la libertad.

En este escenario, hay una realidad geopolítica evidente. Europa surge como el lugar del planeta donde todavía se puede intentar algo distinto, donde la regulación pudiera tener una oportunidad. Europa ha avanzado ya en sus esfuerzos regulatorios, pero tiene todavía un largo trecho por recorrer, muchas tareas pendientes. Elon Musk parece ahora empeñado en influir sobre la política europea. No es solo un capricho ideológico. Sabe bien que Europa es clave, que es el escenario emergente de su gran batalla para evitar la regulación.

El progreso tecnológico no tiene que derivar en futuros de pesadilla; los escenarios distópicos no son un destino inevitable. Pero las instituciones, las reglas de juego de la sociedad, ciertas normas sociales, formales e informales, son necesarias para hacer compatibles el progreso tecnológico y la democracia liberal, la tecnología con el florecimiento humano. Mucho puede hacerse. Debemos evitar, en todo caso, la resignación, nuestra tendencia psicológica a ignorar las amenazas más evidentes cuando intuimos que no hay nada por hacer.

Hace unos años, en 2019, el profesor emérito del MIT y experto en robótica, Rodney Brooks, quien había tenido una posición optimista sobre el progreso de las ciencias de la computación, pareció cambiar de opinión ante el poder creciente de algunas de las grandes compañías de Internet. “Salir de la encrucijada actual será un proyecto de largo aliento. Necesitará ingeniería legislativa y, más importante aún, liderazgo moral. El liderazgo moral sigue siendo el principal desafío”, escribió. Seis años después, sus palabras suenan proféticas. Ominosas. El liderazgo moral es precisamente lo que no se tiene en la actualidad.