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21 enero, 2025

Reflexiones

Paz total en el Catatumbo

(tomado de «La explosión controlada», libro publicado en agosto 2023).

Dos meses después de su intervención en Naciones Unidas, acompañé al presidente Petro a la región del Catatumbo a una reunión con varias asociaciones de campesinos cocaleros. Volamos en helicóptero desde Cúcuta hasta el municipio de El Tarra. Por tierra habría sido una logística imposible: El Tarra es un paradigma del aislamiento geográfico y, por lo tanto, económico, un municipio por fuera de los grandes flujos comerciales de la economía. A pesar de la presencia del Ejército —había soldados en cada esquina, todos bien apertrechados—, la gente parecía tranquila. Alguno de mis compañeros de viaje notó que las tiendas estaban repletas, lo que revelaba una prosperidad incipiente pero visible.

La reunión tuvo lugar en un coliseo abierto. Había aproximadamente tres mil personas, en su mayoría campesinos. Muchos portaban pancartas, algunas elaboradas, otras hechas de cartulina, con los nombres de las diferentes asociaciones. «Nada es más valioso que la paz. La paz es el punto de partida más básico para el progreso de la humanidad», decía una de ellas. Primero hablaron los voceros de las asociaciones. Señalaron, de manera reiterada, que la coca era su único sustento, la única alternativa económica viable, un cultivo que les había permitido a algunas familias enviar a sus hijos a la universidad y comprar una casa.

La mayoría sabía de la fragilidad de la economía cocalera, de la necesidad de encontrar otras formas de vida, otros medios de sustento, más tranquilos, alejados de la violencia propia de las economías ilegales. Para salir de la coca, dijeron, necesitaban mejores tierras, asistencia técnica, compras estatales, seguro de cosechas, condonación de deudas y una renta básica. La lista era larga, totalizante. El Estado como financiador, asegurador, comprador de última instancia y garante de un sustento mínimo.

Después de todo, los campesinos demandaban una alternativa que reprodujera las condiciones económicas de los cultivos de hoja de coca: precios razonables y riesgo mínimo. Los programas de subsidios que surgieron después de la firma del acuerdo de paz con las FARC habían fracasado; apenas lograron suplementar el ingreso de algunas familias. Las historias alternativas de desarrollo parecían remotas, incluso ilusorias. Ya muchas habían sido puestas en práctica y después desechadas. Infortunadamente, el fracaso es la regla, no la excepción, en el desarrollo alternativo.

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El presidente Petro escuchó los discursos en silencio. No tomó notas (casi nunca lo hace). Pidió que le trajeran un café justo antes de tomar la palabra. Sabía que su discurso iba a ser largo y sustantivo. Reiteró, primero, lo que había dicho en Nueva York, en Naciones Unidas: la futilidad de la guerra contra las drogas, la injusticia de las fumigaciones, la destrucción de la selva por cuenta de una cruzada puritana y los apetitos de poder y riqueza de una parte del mundo como causa y condena de la otra.

Por momentos, los campesinos parecían distraídos, tomados por sorpresa por un discurso especulativo y académico: «La guerra contra las drogas concebida como una guerra religiosa». Pero el estado de ánimo de la audiencia cambió de súbito cuando el presidente anunció sin rodeos, de manera directa, que, mientras otros proyectos productivos se ponían en marcha y el Estado lograba una presencia eficaz en el territorio, no habría erradicaciones de cultivos ilícitos. Hubo entonces aplausos y vítores. Todavía no existía una política clara al respecto. Habría que empezar a diferenciar, por ejemplo, entre minifundios y latifundios cocaleros. Habría que diferenciar también entre cultivos viejos y nuevos. Habría que redactar algunos actos administrativos y poner en práctica algunos programas piloto. No había todavía, insisto, una política pública, pero el anuncio era simbólicamente poderoso.

El presidente anunció después su política de desarrollo para la región. Habló de la necesidad de una carretera que conectara el Catatumbo con el centro de Colombia y con Venezuela, una carretera que corrigiera una injusticia histórica: el aislamiento de una de nuestras tantas tierras del olvido. Las élites tradicionales, dijo, vieron en las carreteras solo una ruta eficaz para las importaciones, no para el desarrollo. Habló también de una universidad en El Tarra, un gran centro educativo con decenas de miles de estudiantes que lucharía, en el terreno de la esperanza, contra el reclutamiento forzoso que se nutre de la falta de oportunidades. Habló, por último, de un programa de conservación, de convertir a las familias cocaleras en guardianas de la biodiversidad.

Fue un discurso general, panorámico, que llenó de entusiasmo a un coliseo atiborrado, pero había algo que faltaba de nuevo: los proyectos. La idea de la universidad, por ejemplo, estaba centrada solo en la infraestructura, en un edificio nuevo que tuviera un gran valor simbólico. Parecía, en la concepción enunciada por el presidente Petro, más un monumento que una institución de educación superior. La Escuela Superior de Administración Pública (ESAP) había abierto un programa de educación superior en El Tarra algunos años atrás. La Universidad Francisco de Paula Santander de Ocaña (UFPSO) había venido trabajando también durante mucho tiempo en una estrategia de regionalización en el Catatumbo. En mi opinión, habría que empezar por el principio, por los programas existentes, pero pudo más la tentación romántica, la idea de un gran campus que hiciera evidente la gran voluntad de cambio. Teatro y voluntad, de nuevo.

No dudo de las intenciones del presidente Petro, de su deseo genuino de encontrar salidas racionales a una encrucijada de desarrollo, a la superposición entre aislamiento geográfico y violencia que define al Catatumbo y a otras regiones de Colombia. Ni la criminalización de los campesinos ni las fumigaciones van a resolver el problema. Todo lo contrario. Legitiman a las organizaciones armadas y refuerzan la desconfianza en el Estado. Pero la buena voluntad se puede quedar en eso, en los soliloquios presidenciales. «No es el otoño del patriarca, es apenas su primavera, pero la realidad parece indiferente (otra vez) a los discursos», escribí en mi libreta.

La «paz total» es una idea ambiciosa en dos dimensiones. «Total» significa con todos los grupos armados ilegales y significa también la intención de remediar todas las causas de la violencia. «Paz total» es la universidad, la carretera y la selva intacta. «Paz total» es el desarrollo alternativo y el fin de las fumigaciones. «Paz total» es el Estado abarcador, casi de posibilidades infinitas. Me da temor (no quisiera ser catastrofista, no lo soy por convicción y temperamento) que la paz total sea también una utopía regresiva, una forma perjudicial de evasión, una sobrestimación de la voluntad que termina haciendo daño.

 

 

 

Literatura

La inquisidora

Sé lo que sobra, no lo que falta, decía mi padre, un intelectual de provincia que consiguió plata con sus negocios, con base en astucias menores y contactos mayores. Pero el dinero no era lo suyo. Sus actividades comerciales, me di cuenta con el tiempo, con el pasar de los años, fueron simplemente un medio propicio para hacer otra cosa. Su verdadera pasión era el mundo de la cultura. Entre escritores, parecía un niño chiquito: ingenuo, tiernamente feliz, orgulloso y vano. Usó su dinero para eso, para organizar reuniones con escritores y periodistas, la mayoría de ellos siempre al acecho de trago gratis y tertulias con bar abierto.

Yo tampoco sé bien lo que soy. He sido una mujer atractiva, consciente de su poder. Heredé de mi madre unos rasgos llamativos y un cabello rubio maleable, listo para cualquier ocasión. Desde muy joven me acostumbré a llamar la atención de manera natural, a atraer las miradas de los otros, hombres y mujeres, miradas temerosas unas, desvergonzadas otras. En fin.

La belleza, lo que digo es un lugar común, pero eso no lo hace menos cierto: la belleza, decía, es un don maldito. No solo por ser perecedero, por su naturaleza transitoria que lleva a muchas mujeres a caer en una trampa, a embelesarse con un poder con fecha de vencimiento, a tratar de posponer lo inevitable con artificios traicioneros. Las cirugías plásticas, por ejemplo, atrasan el envejecimiento unos pocos años a costa de la desfiguración posterior.

Mi fecha de vencimiento está cerca, pero no he tratado de alargarla. No sufro del síndrome de Shakira, ese trueque trágico que consiste en cambiar unos pocos años adicionales de belleza por décadas de monstruosidad. Uno puede pagar muy caro esa obsesión, la obsesión de no convertirse en señora. Yo ya lo soy.

La belleza nos acostumbra al juego de la seducción. Llevo muchos años en lo mismo. Aprendí desde muy temprano a jugar el juego. Algunos eran presa fácil; otros jugaban de la misma manera. Les gustaba estar ahí, en una posición incierta. Pasé muchos años en ese tira y afloje de manipulación, en ese juego de inicios emocionantes y finales lánguidos.

En las reuniones de mi padre, llegaban a veces políticos o personas con algún poder con las que iniciaba el juego. Podría escribir un libro de aventuras y desventuras, pero no vale la pena. Me alejaría de la esencia de esta historia, de lo que quiero contar, del poder que tengo ahora, de la situación en la que me encuentro. En las reuniones fui aprendiendo también algunas cosas, me fui interesando por el mundo de la diplomacia. Escuchaba y aprendía. Mi paso por la universidad, como para tantos otros, había sido un desperdicio. Pero en las reuniones en la casa de mi padre aprendí bastante: lo necesario para complementar mis ambiciones y para interesarme por la literatura.

Aproveché las oportunidades. Nunca estuve dispuesta a todo. Pero tampoco iba a dejar pasar las opciones más atractivas. No las busqué obsesivamente. Tampoco las desprecié. Las cosas fluían. Lo digo sin cinismo. Fui embajadora por unos años en un país caribeño. En el mundo diplomático también practiqué mi juego, mi entretención: la creación deliberada de un espacio de ambigüedad que me daba algún poder sobre los otros.

Un año después de haber sido embajadora, lo conocí. Me llamó la atención inmediatamente. Era también un seductor. Cuando tomaba la palabra, se transformaba. Tenía un atractivo difícil de resistir, un magnetismo inevitable. Algunos políticos lo tienen. Otros no. Los segundos suelen ser menos peligrosos. Los seres humanos no creo que tengamos muchas defensas contra eso, contra la seducción potenciada de los políticos o los grandes artistas.

Cuando uno aprende algo quiere usarlo, ponerlo en práctica. Quise conquistarlo porque sabía y podía. Tuvimos varios encuentros. Fui conociéndolo poco a poco: su personalidad, sus temores y sus defectos (todos los tenemos). Era un hombre limitado; de allí derivaba parte de su poder, de sus límites, de su forma limitada de ver el mundo, de sus certezas. Hoy es ya un hombre poderoso. Casi por encima de cualquier escrutinio, intocable. Sabe que puede hacer lo que quiere. Solo tiene un temor, un motivo de desvelo: un secreto que me confió por escrito en un momento de debilidad y franqueza. Me lo ha dicho varias veces. Me llama “la inquisidora”.

Tengo ahora un nuevo poder, diferente al de la belleza: el poder de quien sabe que tiene a su haber un mecanismo de destrucción. La vida es extraña. Pasé de reina a espía o a Rasputina, no sé de qué manera llamar el poder que tengo ahora. Nunca me ha gustado envejecer. Para una persona como yo, la vejez significa salir del juego. Pero tampoco quiero desfigurarme. Eso ya lo resolví hace muchos años.

Mi vida necesita emoción y azar. La vida de una mujer que pierde su belleza puede convertirse en un transcurrir rutinario. Desaparece la competencia, la improbabilidad, el capricho. Uno necesita compañía, es cierto. Pero yo necesitaba algo más. Sé lo que sobra, no lo que falta, ya lo dije.

Decidí convertir mi poder, mi secreto, en un juego azaroso, en una especie de ruleta. Escribí lo que sabía con todos los detalles, de manera minuciosa, como lo haría un reportero. Me ha gustado escribir desde la universidad y algo aprendí en las tertulias de mi padre. Sé usar las palabras con soltura y precisión. Imprimí diez copias de la historia y al final de cada una escribí a mano (como si firmara) una dirección de correo electrónico: [email protected]. Decidí (y así lo he cumplido) que solo abriría el correo dos veces al año, el último día de enero y de agosto, sin falta hasta la revelación final.

Fui a diez de las librerías más grandes de la capital. Busqué el mismo libro en todas: La vida mentirosa de los adultos, de Elena Ferrante. Rompí delicadamente la parte de abajo del celofán con el que envuelven los libros nuevos en este país de prohibiciones. Introduje en cada libro (en la mitad más o menos) la página con mi historia doblada por la mitad y puse de nuevo el libro premiado en el estante. Allí quedó la historia, esperando un lector elocuente y curioso.

Solo he recibido un mensaje. No me interesó responderlo. No me convenció el remitente. Me chocó su estilo dudoso. Creyó que se trataba de un simple juego literario. Espero otro remitente. Quizás un periodista que fue alertado por otro lector. O un político que tiene amigas lectoras. Una vez aparezca, responderé, usaré mi poder y me iré a vivir después a una villa, a envejecer tranquila, lejos de la mirada de todos.

Mientras tanto disfruto la espera, este juego que inventé para pasar los primeros años de mi languidez, para convertir el único poder que me queda en emoción, para seguir por ahora en lo mismo, jugando con los otros y con mi vida.