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29 noviembre, 2024

Literatura Reflexiones

Letras Nacionales: los años premacondianos de la literatura y la economía

La revista Letras Nacionales, fundada en 1965 por Manuel Zapata Olivella, fue un proyecto literario con enfoque nacionalista. Circuló bimensualmente de manera continua entre enero de 1965 y junio de 1968. Otorgó un espacio, una tribuna visible a un conjunto de jóvenes escritores de la época, a los nuevos protagonistas de la literatura nacional. Después de su tercer año, a partir del número 20, apareció solo de manera discontinua, fue languideciendo durante algunos años más. A pesar de esta historia fragmentada, Letras Nacionales revela el espíritu de una época, de la cultura y la economía de Colombia sesenta años atrás.

Los primeros números tenían un tono casi chauvinista, nacionalista en extremo. Había un propósito editorial explícito de promover la literatura nacional, de luchar contra ciertas formas percibidas de colonialismo cultural. La teoría de la dependencia, entonces predominante en la economía, tuvo en Letras Nacionales una extrapolación interesante. El nacionalismo económico y el literario iban de la mano. El estímulo de las letras nacionales, se suponía, era tan importante como el estimulo de la producción nacional.

Gabriel García Márquez escribió en varios de los primeros números. Eran esos años extraños, ya casi inconcebibles despues, los años anteriores a la publicación de Cien años de soledad. El número 2, publicado en mayo de 1965, contiene un artículo del entonces joven escritor samario Jose Stevenson sobre García Márquez y la novela. “La pregunta sería entonces: –escribió Stevenson– ¿llegará pronto el momento de la gran novela latinoamericana? ¿Sabrán nuestros escritores y artistas sacar provecho de la situación? ¿Serán capaces de asumir esta gran responsabilidad? Y por último, ¿está Gabriel García Márquez en capacidad de lograr sus propósitos? Es decir, ¿responder a la tarea de expresar la problemática del hombre latinoamericano inmerso en la efervescencia de estos tiempos cruciales? Es prematuro responder”.

La historia respondió de una manera bastante rotunda a las preguntas retóricas de Stevenson. Las letras nacionales, las de entonces, ya nunca volvieron a ser las mismas. Cien años de soledad cambió todo. Desvirtuó, podría uno decir con fácil inteligencia retrospectiva, todo ese ejercicio de proteccionismo cultural, de nacionalismo literario que les permitió a los jóvenes de la época una forma no solo de expresión, sino también de propósito, de sentido político. Escribían con la camiseta puesta.

¿Qué puede rescatarse de Letras Nacionales sesenta años después? Los ejercicios juveniles de algunos escritores (muchos eran promesas entonces, algunos lograron cierta consagración después) son rescatables, pero no particularmente valiosos. Son tratativas, experimentos, ensayos y errores. Hay, sin embargo, una parte de la revista que cuenta una historia interesante, más interesante, me atrevo a decirlo, que la literatura vanguardista de la época, que los cuentos y fragmentos: los avisos publicitarios.

Los anuncios revelan, de una manera inusitada, la economía cerrada de los años sesenta y las formas de participación del Estado en la economía. Algunos de los anunciantes son obvios: Ecopetrol y Telecom, las grandes empresas estatales. En uno de los avisos, Ecopetrol anuncia, en el lenguaje de la época, que era el lenguaje de la planificación estatal, que “el 53% del Plan Quinquenal está en marcha”. La estética, si la podemos llamar así, tenía un toque soviético: el trabajador como héroe romántico, los planes quinquenales como la entronización de un propósito colectivo que trascendía el individualismo o la ganancia.

Pero hay un asunto más sorprendente en los anuncios de Letras Nacionales (ubicados siempre en las primeras y últimas páginas): predominan las loterías y licoreras, del Magdalena, Atlántico, Bolívar, Santander, Boyacá, Risaralda, etc. Los anuncios eran escuetos, con una oferta de licores más amplia que la actual y un diseño estilizado, adaptado a la rudimentaria tipografía de la revista. La estética de nuevo es algo soviética, realista en exceso. Ya poco queda de ese mundo, de esas formas del Estado empresario territorial. La mayoría de las empresas pautantes, que fueron, en su momento, la piedra angular de la descentralización, la fuente principal de las rentas departamentales, sucumbieron a la corrupción, la globalización y la tecnología.

“Una distinguida familia a nivel europeo: Triple-Sec, Crema de Café y Crema de Cacao”, dice un aviso de la industria licorera de Boyacá. “Ron caña, ron centenario, Cherry brandy, aguardiente Tayrona, anís río de oro”, dice otro de la industria licorera del Magdalena. La economía cerrada parecía incentivar cierta diversidad en la oferta, de allí la distinguida familia europea. La calidad seguramente era un asunto más controversial. La publicidad parecía, sea lo que fuere, más una forma de rendición de cuentas que un instrumento para la competencia monopolística. Digamos que era el espíritu de la época.

En la economía cerrada, en los años sesenta, las crisis cambiarias eran la principal fuente de inestabilidad, la preocupación preponderante de gobernantes y empresarios. La generación de divisas era una obsesión, dominaba los titulares económicos y permeaba la publicidad, los anuncios. El decreto 444 sobre el régimen de cambios (ese hito de la historia económica de Colombia) fue expedido en 1967. “Todos los días Coltejer crea y ahorra divisas para el país”, dice un aviso publicado en 1966 que resume las preocupaciones de la época. “Mayor exportación de productos derivados del petróleo para generar divisas hasta por 20 mil millones de dólares al año”, dice otro publicado en 1968 sobre las nuevas inversiones de Ecopetrol en la refinería de Barrancabermeja.

La economía cerrada tenía otra dimensión, otro aspecto: el intervencionismo, sobre todo en los mercados agrícolas. El Instituto Nacional de Abastecimiento (INA) era la entidad encargada de la regulación de la producción agrícola. El INA le daría paso, algunos años más tarde, al Instituto de Mercadeo Agropecuario (IDEMA). En marzo de 1968, publicó un aviso (también en modo rendición de cuentas) que describía, en un largo párrafo sin puntos, sus objetivos de política pública (disculpas de nuevo por el anacronismo). Eran los años iniciales de la tecnocracia, pero el lenguaje conservaba todavía dejos decimonónicos. No creo, en todo caso, que el párrafo haya sido redactado por García Márquez.

No solo las empresas nacionales pautaban. Esso anunciaba reiteradamente su premio de novela que tenía “el propósito de estimular a todos los escritores colombianos en la producción de sus obras». García Márquez lo ganó en 1962 con La mala hora. En 1968, un frecuente colaborador de Letras Nacionales, el escritor y crítico barranquillero Alberto Duque López ganó el premio con una novela experimental, Mateo el flautista, que fue considerada por la crítica ilegible y escatológica. El proteccionismo, en la economía y en la literatura, no siempre es sinónimo de calidad.

Otra empresa petrolera, la empresa Mobil, publicó en el segundo número, publicado en mayo de 1965, un anuncio que más parece una columna de prensa, una pieza de opinión económica sobre la importancia de la inversión extranjera, sobre la importancia “de un adecuado clima político y tributario”, lo que hoy llamamos “confianza inversionista”. La política y la cultura, esos dos mundos ahora escindidos, eran entonces el mismo mundo. Mobil sabía bien que el presidente y sus ministros estaban atentos, otrora, no ahora, de las letras nacionales.

Hay muchos avisos más. Club Colombia ha sobrevivido como marca. “Aquí y en el exterior Club Colombia es superior”, dice uno de los avisos con énfasis nacionalista y rima infantil. El Banco Comercial Antioqueño, ya perdido en las fusiones y adquisiciones del capitalismo de estos tiempos, era también un anunciante asiduo. “La energía humana aplicada a la producción es la base del progreso”, dice un anuncio que muestra una mujer que mueve una tejedora de pedales, una imagen paradójicamente preindustrial. La publicidad era todavía un asunto incipiente.

Una página adelante, en el mismo número de marzo de 1966, que anunciaba los cuentistas colombianos, nuevos y consagrados, aparece un anuncio extraño que revela otra dimensión de nuestras instituciones: la desconfianza y la burocratización. El Contralor Departamental el Valle del Cauca decidió, por amistad o convicción, vaya uno a saber, publicar una advertencia fiscal en una revista literaria. Las comas están tan mal puestas, la redacción es tan arrevesada que todo parece una forma de ironía. Tal vez lo fue. Letras Nacionales apuntaba a describir la realidad nacional con base en las palabras propias. Y este anuncio lo hace de manera perfecta.

Hay en los discursos políticos de estos tiempos, de la tercera década problemática del siglo XXI, algunas nostalgias industrialistas o añoranzas de la economía de esos tiempos, de los años sesenta. Los tiempos premacondianos fueron interesantes como todos. Pero yo no quisiera, lo digo con sinceridad, volver atrás, ¿a son de qué?

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Joseph Conrad y la política suramericana

En 1876, Colombia estaba inmersa en una guerra santa. En nombre de la religión católica, unas guerrillas conservadoras combatían al gobierno liberal de entonces con un ímpetu de cruzados. En la batalla inicial, en los Chancos, en lo que era el Estado Soberano del Cauca, participó Jorge Isaacs. “Sus ojos negros chispeantes como fusiles”, revelaban la intensidad de las pasiones políticas, el fragor de las luchas ideológicas que acabaron en vano con la vida de tanta gente. Las luchas políticas no envejecen bien. Con los años lucen inútiles, un trueque macabro en el que se intercambia la vida por casi nada.

Ese mismo año llegó al puerto de Cartagena, un joven polaco de apenas 18 años llamado Józef Teodor Konrad Korzeniowski. Semanas atrás se había embarcado en un velero francés en el puerto de Marsella hacia la isla caribeña de Martinica. Según sus biógrafos más acuciosos, tomó al llegar a Martinica un vapor que lo llevó a Kingston, Colón, Cartagena, Puerto Cabello y otros puertos caribeños. El vapor iba cargado con un contrabando de armas, destinado supuestamente a unos combatientes andrajosos que luchaban en nombre de Dios en una de las tantas revoluciones colombianas del siglo XIX. Años después, ya con otro nombre y convertido en novelista, Joseph Conrad recordaría su llegada a las costas suramericanas y sus “experiencias lícitas e ilícitas que lo asustaron y divirtieron sobremanera”. Instruido, entre otros, por su amigo el político, escritor y periodista escoces Robert Bontine Cunninghame Graham y por el diplomático, político y escritor colombiano Santiago Pérez Triana, compuso una de sus obras maestras, su novela suramericana Nostromo, publicada en 1904.

Mientras escribía Nostromo, Joseph Conrad mantuvo una voluminosa correspondencia con Cunninghame Graham. El político escoces lo puso en contacto con Santiago Pérez Triana, por aquellos días ministro plenipotenciario de Colombia ante España e Inglaterra. Pérez Triana era hijo de Santiago Pérez, quien había antecedido a Aquileo Parra en la presidencia de Colombia y, por esas conexiones de la vida, había terminado su período presidencial en 1876, unos meses antes de que el joven Korzeniowski visitara el puerto de Cartagena (y probablemente los puertos de Sabanilla y Santa Marta).

Pérez Triana fue autor de tratados fiscales y cuentos infantiles, experto cocinero y relator de viajes. Su obra más difundida, De Bogotá al Atlántico por la vía del río Meta, fue prologada por el mismo Cunninghame Graham. Las cartas de Conrad a Graham muestran que Pérez Triana no solo compartió con el novelista polaco su conocimiento sobre política e historia, sino que también le sirvió de modelo para un personaje de Nostromo, el letrado don José Avellanos, tal vez la mejor personificación literaria de los gramáticos y abogados que gobernaron Colombia durante el siglo XIX. La sobrestimación del derecho como forma de cambio social viene desde entonces y es ironizada (con algo de compasión) en la novela.

En diciembre de 1903 Conrad le escribió a Cunninghame Graham para contarle, entre otras cosas, que Pérez Triana se había enterado de su interés por los asuntos suramericanos: “me ha escrito la más amable de las cartas, ofreciéndome información e incluso una introducción”. Meses más tarde, en octubre de 1904, Conrad le confiesa a su amigo que ha construido a uno de los personajes de su novela con base en la personalidad de Pérez Triana: “Estoy avergonzado del uso que he hecho de las impresiones que me ha producido la personalidad del excelentísimo Pérez Triana. ¿Crees tú que he cometido una falta imperdonable? Pero probablemente Pérez Triana nunca sabrá de la existencia de mi novela”. Con seguridad sí lo supo. Cunninghame Graham tuvo que haberle contado a su amigo acerca de la publicación de Nostromo. Con todo, Pérez Triana ha tenido una paradójica inmortalidad como fantasma literario, como protagonista de Nostromo.

Los comentaristas contemporáneos vieron en Nostromo una descripción de los extravíos de la política suramericana, “de las pasiones perversas y los ideales incomprensibles que llevan a hombres razonables a perseguirse como lobos”. Incluso ahora, 120 años después de su publicación, la novela sigue siendo una descripción relevante de los fracasos y promesas políticas de esta parte del mundo. Conrad es un pesimista. En la novela, presenta una mirada cínica de los revolucionarios que terminan traicionando sus ideales, los constitucionalistas que confunden el derecho con la realidad y los capitalistas que creen ingenuamente en la función civilizadora del capitalismo.

Conrad describe con distancia irónica la revolución del general Montero. Nacido en la provincia llanera de Entre-Montes, de origen humilde y apariencia de “vaquero siniestro”. Sus maneras burdas le conferían una ventaja política innegable sobre sus rivales, “los refinados aristócratas”. Sus hazañas en el campo de batalla le habían asegurado un lugar de honor en el ejército, pero no mitigaron su odio ancestral contra los letrados y los aristócratas locales.

La revolución de Montero se hizo en nombre del honor nacional. El general reclutó un ejército de malcontentos, alimentados “con mentiras patrióticas” y “promesas de pillaje”. La prensa monterista repetía diariamente diatribas en contra de “los blancos, los remanentes góticos, las momias siniestras, los paralíticos impotentes, quienes se han aliado con los extranjeros para hurtar las tierras y esclavizar el pueblo”. “La noble causa de la libertad no debe ser manchada por los excesos del egoísmo oligarca”, decían la prensa revolucionaria. Las frases de odio desplazaron cualquier intento de ponderación, pero la revolución, como tantas otras veces, terminó fracasando, no tanto por el embate de las fuerzas reaccionarias, como por la codicia de Montero y sus secuaces.

Conrad describe de una manera similar, con el mismo cinismo, la globalización capitalista, la confianza desmedida en los intereses materiales y lo que podríamos llamar, cabe el anacronismo, la idea del desarrollo. “La búsqueda de utilidades tiene justificación aquí entre el desorden y la anarquía […] porque la seguridad que ella exige terminará siendo compartida por los oprimidos y la justicia vendrá, entonces, por añadidura”, afirma Charles Gould, uno de los protagonistas de Nostromo en un intento demasiado evidente por justificar su codicia, los intereses estadounidenses recién llegados a Costa guana.

Uno podría ver en todo esto una especie de destino trágico, de perversidad, una oscilación entre las revoluciones políticas y las avanzadas capitalistas. Pero Conrad va más allá, su mirada no es solo la de un observador pesimista, sino también la de un poeta que intuye que muchas empresas humanas son vanas. En Nostromo, una mujer, Emma Gould, es quien parece más consciente de los estragos causados por revolucionarios y capitalistas. “Para que la vida sea amplia y llena debe guardar buen cuidado del pasado y del futuro en cada momento del presente”, afirma con una templanza que contradice las pasiones políticas y la codicia de los hombres.

¿Por qué contar esta historia? ¿Por qué reiterar las especulaciones sobre los viajes del joven Korzeniowski y las ideas de una novela publicada hace ya 120 años? Hay una respuesta simple, a saber, nuestra curiosidad sobre las peripecias de los grandes autores, nuestro deseo de explorar (así sea inútilmente) el misterio de su genialidad. Pero hay algo más. Las grandes obras literarias cambian la realidad, crean una idea, una visión transformadora del mundo. Las ideas de Conrad, en este caso su visión de Suramérica, tuvo impacto notable sobre diplomáticos, académicos y políticos americanos y europeos, los cuales tuvieron, a su vez, una gran influencia en esta parte del mundo. La visión de Conrad mostró algunos de los extravíos más probables. Alertó sobre las ilusiones más delirantes. Reveló un mundo de contrastes y posibilidades a pesar de todo.

Conrad inventó, basado en sus viajes, sus experiencias y sus conversaciones, un mundo, un universo que permeó nuestro mundo: tanto lo que somos como lo que otros creen que somos. No es una coincidencia que, cien años después de su muerte, en un mundo más globalizado e incierto, la tentación de la revolución y la ilusión del desarrollo económico sigan dominando la retórica y la acción política de Colombia y sus países vecinos.

 

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Desigualdad, redistribución y democracia en Colombia

Hubo un momento durante la última campaña presidencial que generó una polémica fugaz que vale la pena recordar de nuevo en el contexto de este artículo, en la discusión sobre desigualdad y democracia. Ocurrió durante un debate de los precandidatos de la coalición de izquierda, del Pacto Histórico, que incluía por supuesto el actual presidente de Colombia, Gustavo Petro. El moderador del debate les preguntó a los precandidatos si en Colombia existía o no una democracia. La respuesta fue unánime: “no”.

En este tipo de debate, que corresponde a lo que podríamos llamar genéricamente una elección primaria, los candidatos les hablan a sus bases, en este caso a los votantes de izquierda que, puede uno inferir entonces (es un asunto de mera lógica), mayoritariamente pensaban de esa manera, consideraban que en Colombia no existe una democracia, al menos no una verdadera o tal vez una con tantos defectos y calamidades que no debería llamarse de esa forma.

Quiero proponer una interpretación parcial al respecto, una interpretación acerca del pesimismo con la democracia colombiana de un grupo grande de personas, de un amplio sector de la población. Muchos intuyen o creen, pienso, que la desigualdad y la democracia no son compatibles, que una democracia que no ha sido incapaz de disminuir nuestros altos niveles de desigualdad durante décadas no puede considerarse como tal, que el poder económico ha cooptado el poder político, que la democracia ha sido capturada, que los ricos y poderosos ejercen una influencia desmedida en las decisiones, en fin, que la desigualdad invalida y pervierte la democracia.

¿Tienen razón? Solo en parte. Los primeros estudios de desigualad en Colombia, los primeros que estimaron el coeficiente Gini que mide la desigualdad del ingreso, se hicieron hacen 60 años. Mostraron una desigualdad muy alta, un coeficiente Gini de 0,57. Este coeficiente sigue siendo el mismo. También es cierto que, en algunas regiones al menos, las hegemonías políticas equivalen a una captura democrática y que esa captura se ha acrecentado en muchos casos. La desigualdad y el poder político se refuerzan mutuamente.

Pero esta versión maximalista de la democracia es problemática, es una sobresimplificación. Quiero presentar cuatro puntos sobre la relación entre desigualdad, redistribución y democracia que ponen de presente la complejidad, que tratan de matizar la opinión anterior, que la ponen en cuestión sin negar su importancia. Sin duda una desigualdad alta y persistente representa un desafío democrático, reduce la confianza en la democracia y por esta vía, menoscaba la democracia misma.

 

  1. La desigualdad es un concepto multidimensional, imposible de resumir en una única medida abarcadora. La desigualdad del ingreso no ha cambiado en más de medio siglo, pero la desigualdad ha disminuido sustancialmente en otras dimensiones como resultado precisamente de decisiones democráticas. En la atención en salud, una dimensión en la cual las desigualdades son más inaceptables, el acceso se ha venido democratizando. Decenas de miles de enfermos renales crónicos del Régimen Subsidiado, por ejemplo, tienen acceso gratuito a tratamientos de alto costo. El acceso a la educación superior también ha avanzado sustancialmente: el avance en la gratuidad ha desligado el acceso a la capacidad pago para muchos hogares. Estos avances (y muchos otros) invalidan las opiniones más pesimistas que niegan cualquier avance social y describen la democracia colombiana como un simple simulacro electoral.

Varios análisis comparativos sobre la incidencia conjunta de los impuestos y el gasto, sobre la naturaleza redistributiva del contrato social, han mostrado un hecho inquietante: la distribución del ingreso en Colombia, antes y después de impuestos y transferencias, es similar. A diferencia de otros países, donde el papel redistributivo del Estado es sustancial, en Colombia no es tanto así. Este resultado, que es explicado en buena medida por la regresividad del gasto público en pensiones, no tiene en cuenta (por razones metodológicas) el gasto en especie: el gasto en salud, en educación, en servicios públicos, etc. El resultado en cuestión señala inobjetablemente un problema de la democracia y el Estado colombiano, pero no cuenta la totalidad de la historia, subestima el papel redistributivo del gasto público, deja de lado muchos de los avances sociales de Colombia.

  1. Hay una tensión entre dos fuerzas democráticas. La primera fuerza es una especie de propósito institucional, de acuerdo metapolítico que se deriva de la Constitución, de la concepción de Colombia como un estado social de derecho. Uno podría darle a la constitución política colombiana una interpretación rawlsiana, esto es, uno podría suponer razonablemente que la Constitución contiene una función de bienestar implícita que privilegia el bienestar de los más pobres, lo cual implica, a su vez, que el grueso del gasto público debería dirigirse a aliviar sus necesidades más apremiantes. Pero hay una segunda fuerza democrática, no de naturaleza institucional, pero evidente en Colombia y en el mundo. Esta fuerza tiene que ver con la injerencia más que proporcional de las clases altas y medias urbanas en algunas decisiones redistributivas, esto es, en la forma cómo se recaudan los impuestos y se asignan las transferencias y subsidios.

Para poner un ejemplo reciente, los subsidios a la gasolina van en contravía del ideal rawlsiano de nuestra Constitución, benefician más que proporcionalmente a las clases medias y altas, pero son, por lo ya dicho, difíciles de desmontar. Lo mismo podría decirse de algunos subsidios a las pensiones y a la educación superior. La tensión es clara. Sin el apoyo de las clases medias, la democracia pierde legitimidad. Sin una política redistributiva eficaz, la democracia contraviene son propósitos más urgentes, su capacidad de inclusión. Esta tensión se ha resuelto en Colombia de manera parcial con reglas constitucionales que protegen el gasto progresivo en educación, salud y agua potable. Pero una parte importante del gasto discrecional beneficia sobre todo a las clases medias.

  1. Otra dimensión redistributiva importante, en Colombia en particular y en las democracias en general, tiene que ver con la distribución regional o territorial de los recursos. Desde hace al menos dos décadas, ha existido en Colombia, en las reglas de juego y en el discurso, otra tensión fiscal, en este caso entre eficiencia y equidad: la asignación de los recursos tiene en cuenta tanto los resultados como las brechas existentes (se premia la eficiencia y se compensa la pobreza). El impacto del gasto público, de los dos sistemas, del de participaciones y del de regalías, en la disminución de las desigualdades regionales (en los resultados de desarrollo) ha sido menor a lo esperado, decepcionante.

En la discusión del último plan de desarrollo, el presidente Petro, entre otros, señaló que la sesgada distribución de los recursos en favor de algunos de los departamentos más ricos del país había impedido la construcción de equidad regional. En su visión, hay una economía política perverse, una captura de la democracia, que ha llevado a la concentración territorial de los recursos y ha exacerbado las diferencias entre centro y periferia.

La situación es más compleja. Primero, la distribución de los recursos sí tiene en cuenta criterios de equidad. Y segundo, las causas de las desigualdades regionales tienen que ver más con las asimetrías en las capacidades de recaudo y ejecución que con los sesgos en la distribución de las transferencias y regalías. La descentralización en Colombia ha mostrado los límites de la redistribución sin fortalecimiento del Estado en los territorios. Una redistribución más equitativa es necesaria, pero su impacto será limitado sin un fortalecimiento de las capacidades estatales en buena parte del país.

La pandemia mostró, este es un ejemplo entre cientos, que muchas entidades territoriales carecían incluso de las capacidades para recopilar información y transmitirla de manera oportuna. Con frecuencia el ministerio de hacienda ha tenido que recurrir a la intervención de las secretarias de salud y educación en varios departamentos para asegurar una mínima eficiencia en la ejecución de los recursos.

  1. Más allá de los aspectos técnicos de la redistribución, en Colombia, el poder económico ha tenido una injerencia directa en algunas decisiones relevantes. En Colombia no hay una regulación del lobby y su poder es innegable, visible (literalmente) en muchos de los debates del Congreso. No hay estudios exhaustivos al respecto, pero sí evidencia anecdótica, estudios de caso sobre captura regulatoria y legislativa. Muchas exenciones tributarias, por ejemplo, parecen imposibles de desmontar.

¿Está la democracia colombiana capturada por los poderes económicos como se afirma de manera reiterada? En mi opinión esta acusación es exagerada y deja de lado muchas actuaciones que sugieren lo contrario. Por ejemplo, las decisiones de la Superintendencia de Industria y Comercio en contra de grandes empresas y grupos económicos por colusión, la existencia de una regulación financiera independiente y legítima que ha impedido los excesos ocurridos en otros países, la aprobación por parte del Congreso de los impuestos a la riqueza y a los dividendos, el aumento sistemático de la carga impositiva a las empresas, la declaración de interés público de algunos de medicamentos oncológicos y antirretrovirales, etc.

Algunos políticos han interpretado las alianzas público-privadas, en salud, vivienda e infraestructura, entre otros sectores, como una captura del Estado. Pero esta interpretación obedece más a una antipatía ideológica que a un señalamiento veraz que ejemplifique una falla democrática protuberante. Pueden tener fallas y algunas criticas son razonables, pero las alianzas público-privadas per se no implican una captura de la democracia y el Estado por intereses económicos.

Paso ya a la conclusión. No cabe duda de que las desigualdades regionales e individuales son altas y persistentes y de que, en conjunto, afectan el funcionamiento de la democracia. Pero no podemos negar tres hechos evidentes: 1. Las decisiones democráticas posteriores a la Constitución de 1991 han contribuido a la construcción de una sociedad más justa; 2. Las visiones más pesimistas que hablan de una democracia capturada por los poderes oligárquicos son exageradas, olvidan las actuaciones independientes del Estado y los esfuerzos redistributivos de décadas. Y 3. La búsqueda de un equilibrio entre las demandas crecientes de las clases medias urbanas y las necesidades de los más pobres es compleja y constituye uno de los mayores desafíos para la democracia colombiana.

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El populismo: ¿una amenaza contra la democracia?

El populismo se ha convertido en un fenómeno global, en una especie de enfermedad o dolencia democrática que afecta a muchos países sin distingo de su nivel de desarrollo y su historia política. Su amplitud geográfica y su crecimiento reciente sugieren que este fenómeno revela y agrava la crisis contemporánea de la democracia liberal. El populismo es síntoma y dolencia al mismo tiempo.

Sea lo que sea, su estudio amerita un análisis detallado, un entendimiento de sus causas y consecuencias, así como de las posibles soluciones, de la forma cómo las sociedades democráticas deben lidiar con un problema complejo que ataca a las democracias desde adentro. El estudio del populismo debe empezar por el comienzo, por la definición misma de un fenómeno elusivo: el término “populismo” ha sido usado con frecuencia sin mucho rigor para denotar fenómenos diversos, para meter en un mismo costal teórico todos los males de las democracias modernas. En el siglo pasado, por ejemplo, el término fue usado para referirse a gobiernos progresistas que proponían políticas redistributivas, no necesariamente antiliberales, como el gobierno de Andrew Jackson en Estados Unidos.

Durante los años ochenta y noventa, sobre todo en el contexto latinoamericano, el estudio del populismo parecía circunscrito a su dimensión económica, enfatizaba las distorsiones macroeconómicas, que llevaban con frecuencia a la hiperinflación, las crisis financieras y el desplome de la producción. En otras palabras, enfatizaba las consecuencias de decisiones económicas cortoplacistas que pasaban por alto las restricciones fiscales y las realidades de los mercados de crédito.

En la definición de Rudiger Dornbusch y Sebastian Edwards, dos macroeconomistas, uno suizo y otro chileno, que tendrían gran influencia años más tarde en la formulación del consenso de Washington, “el populismo es un enfoque económico que enfatiza el crecimiento y la redistribución del ingreso e ignora los riesgos inflacionarios, las finanzas públicas deficitarias, las restricciones externas, y la reacción de los agentes económicos a las políticas contrarias al mercado”. Esta definición no cuestiona los objetivos de los gobiernos populistas, advierte simplemente que los medios utilizados suelen ser no solo ineficaces, sino también contraproducentes.

En un sentido similar, el economista inglés James Robinson, que ha enfatizado la importancia de las instituciones en el desarrollo económico, define el populismo económico en contraposición al clientelismo. El populismo, argumenta, tiene que ver con distorsiones en la macroeconomía que terminan siendo insostenibles; el clientelismo, por el contrario, tiene que ver más con distorsiones en la provisión de servicios sociales y en el funcionamiento del Estado en el territorio. Ambos fenómenos, señala Robinson, reducen el bienestar social y son causados por equilibrios políticos difíciles de romper.

Robinson va incluso más allá. Argumenta que, al menos en América Latina durante el siglo anterior, existió una especie de disyuntiva o tensión entre ambos fenómenos. Colombia, por ejemplo, tuvo un equilibrio político que la protegió del populismo, pero a un costo alto: una competencia política cerrada con arreglos clientelistas que afectaron gravemente la eficacia del Estado. Perú tuvo un equilibrio político más propenso al populismo económico. Argentina, por su parte, fluctuó, de manera casi pendular, entre gobiernos populistas y anti populistas.

El populismo más allá de la economía

El populismo no se circunscribe a un manejo económico incoherente y cortoplacista, lo que James Robinson llama las macro-distorsiones, las desequilibrios fiscales y monetarios que, más temprano que tarde, tienen un efecto negativo sobre el bienestar social. El fenómeno del populismo va más allá de sus consecuencias económicas o de las políticas fiscales y monetarias. El populismo es en última instancia una ideología, una forma de concebir la democracia, la sociedad y el cambio social.

La definición más adecuada es, en mi opinión, la del politólogo de los países bajos Cas Mudde, quien define el populismo como una ideología difusa, no plenamente centrada, que plantea una división de la sociedad en dos partes homogéneas y antagónicas: un pueblo autentico y virtuoso y una élite maquinadora y corrupta. En esta ideología, la política tiene, por encima de cualquier otra preocupación o responsabilidad, un objetivo preponderante: hacer cumplir la voluntad general del pueblo, voluntad que es representada por un único líder. El populismo es en general personalista.

Para Cas Mudde, el populismo no es una ideología fuerte como lo son, por ejemplo, el liberalismo y el socialismo. En sus palabras, “representa más que una tradición ideológica coherente, un conjunto de ideas que, en el mundo real, aparece en combinación con ideologías diferentes, algunas veces contradictorias”. En Europa, el populismo ha recurrido recientemente a un discurso de derecha que rechaza la migración y denigra de las instituciones europeas. En América Latina, por el contrario, el populismo ha recurrido con frecuencia a un discurso de izquierda que denuncia la corrupción e indiferencia de los sectores adinerados, su poder sobre los medios y su confabulación con ciertas instituciones y gobiernos extranjeros.

En ambos discursos, la concepción maniquea de la sociedad está presente: el pueblo, representando por una nacionalidad, una etnia o una clase, de un lado; la élite, globalizada o socioeconómica, del otro. Cada grupo es concebido de manera homogénea, sin matices, ni diferencias. Cada uno es visto como opuesto al otro. El bienestar del pueblo, en la visión populista, requiere la denuncia y el desmonte de los poderes asociados con las élites indiferentes y corruptas.

Esta visión maniquea no está basada en una concepción teórica o empírica de la sociedad. Es una visión moral que antepone la corrupción de las elites, imaginadas con grandes poderes de maquinación y comunicación (dominan la prensa y han infiltrado de manera insidiosa todas las dependencias estatales); antepone, decía, el poder corrupto de las elites al pueblo auténtico, a la sabiduría de la gente común, sus valores puros y su fervor democrático.

En esta división no cabe la negociación y el compromiso. Por razones de principios, pues negociar sería claudicar ante la corrupción, darles a las élites una legitimidad moral que no se merecen. Y por razones prácticas, pues las elites no son confiables y terminarán traicionando a todo aquel que intente construir acuerdos. La ideología populista tiene muchas afinidades con la mentalidad paranoide de la política que describió, hace ya 60 años, el politólogo progresista estadounidense Richard Hofstadter.

En el mismo sentido, el politólogo mexicano Jesús Silva Herzog-Márquez plantea que el populismo es un intento por reinstalar una afectividad, por construir un “nosotros vivo y potente” que trasciende las instituciones y sus rituales desgastados, y es también una teoría y una práctica de la polarización. Teoría, pues la visión populista niega la realidad plural de las democracias. Práctica, pues la profundización de las divisiones se convierte en un objetivo fundamental del liderazgo político e incluso la acción del gobierno.

El populismo y sus consecuencias

No todos piensan que el populismo afecta adversamente la democracia. Todo lo contrario. Para algunos es una manifestación de la democracia misma. Para el politólogo argentino Ernesto Laclau, por ejemplo, el populismo representa la esencia misma de la política y puede incluso revitalizar la democracia, pues moviliza los sectores tradicionalmente excluidos con el propósito de cambia el status quo. Laclau concibe el populismo como una fuerza emancipadora. Más allá de esta opinión, el populismo se ha alimentado de la incapacidad de las democracias liberales, en el ámbito de la globalización y la primacía de las fuerzas económicas. de enfrentar la desigualdad y el deterioro de las condiciones materiales de ciertos sectores sociales, ente ellos clases obreras y medias.

Pero más allá de su capacidad de inclusión, de la democratización de la democracia que menciona Laclau, el populismo afecta la democracia liberal de varias maneras. La primera, usualmente erosiona las instituciones independientes que protegen los derechos de las minorías. Los lideres populistas atacan con frecuencia a las cortes y a los jueces que limitan su poder. Contraponen la soberanía popular a los imperativos de la Constitución y la ley. Predisponen incluso la población en contra de quienes defienden los derechos de los migrantes (como ocurre en algunos países de Europa) o de la población privada de la libertad (como ha ocurrido recientemente en El Salvador).

La segunda razón es más práctica. A menudo, la retórica populista, que parte de un juicio moral absolutista sobre los contradictores –las élites son vistas como inmorales y todopoderosas– impide la generación de consensos, hace casi imposible las reformas basadas en acuerdos amplios que son usualmente las más duraderas. Además, el populismo descree del reformismo democrático, del gradualismo y las reformas puntuales. Su visión moralista implica casi siempre una idea del cambio tremendista, revolucionaria. Para el populista, el cambio social sueles ser cuestión de todo o nada, no de más o menos. De esta manera, el populismo reduce la eficacia de la democracia, su capacidad de hacer reformas eficaces, de responder con soluciones reales a los desafíos cambiantes de las sociedades modernas. Ofrece, si acaso, consuelos retóricos.

Por último, el populismo puede entorpecer las transiciones democráticas como ocurrió recientemente en Estados Unidos y Brasil, donde dos presidentes populistas cuestionaron públicamente los resultados electorales y movilizaron sus bases en contra de las instituciones democráticas. La democracia necesita cierta “disponibilidad a perder”, a entregar el poder pacíficamente y respetar los resultados electorales. Pero en medio de la división y las confrontaciones, los líderes populistas, por cuenta, entre otras cosas, de su mentalidad paranoide, suponen que las elites tienen la capacidad no solo de alterar los resultados electorales, sino también de privarlos a ellos de la libertad una vez dejen el poder. Cada elección es vista como una lucha no solo por el poder, sino también por la libertad.

En fin, el populismo puede llevar a la violación de los derechos de las minorías, a la ineficacia reformista y a transiciones democráticas tumultuosas. El populista y el autócrata no son siempre los mismos. Pero tienen rasgos comunes. Para responder de manera directa a la pregunta retórica planteada en el título, el populismo sí es una amenaza para la democracia. En palabra de Silva Herzog-Márquez, “la democracia de plazas llenas, puños duros y caudillos efusivos es una democracia sin ciudadanos, sin diversidad pluralista y sin resguardo frente arbitrariedades”.

 

Principales referencias

Dornbusch, Rudiger y Sebastián Edwards, The Macroeconomics of Populism in Latin America, Chicago University Press, 1991.

Hofstadter, Richard, “The Paranoid Style in American Politics”, Harper’s Magazine, Noviembre, 1964.

Mudde, Cass y Cristóbal Rovira Kaltwasser, Populism. A very Short Introduction, Oxford University Press, 2017.

Robinson. James. A., “La miseria en Colombia”, Revista Planeación y Desarrollo, No. 76 (2016-01-01), CEDE, Universidad de los Andes.

Silva Herzog- Márquez, Jesús, La casa de la contradicción, Taurus, 2021.