He tratado de mantenerme optimista durante la pandemia, de no enfatizar el peor escenario. Siempre habrá malas noticias en medio de la incertidumbre. Infundir miedo es tentador. Algunos lo asocian incluso con una especie de responsabilidad cívica: las malas noticias, suponen, pueden hacer que la gente cambie su comportamiento y se cuide más.
Hace apenas un mes estaba optimista. La vacunación comenzaba con grandes expectativas. Los niveles de inmunidad observados o inferidos (mediante estudios de seroprevalencia o extrapolaciones hechas con base en estudios de vigilancia activa) eran altos en varias ciudades, mostraban una protección sustancial. Un estudio para Bogotá, realizado por un grupo de profesores de la Universidad de los Andes, mostraba, por ejemplo, que el porcentaje de contagios podría estar cercano a 60% de la población relevante.
Una cosa era el debate sobre las medidas o las respuestas de los gobiernos, otra distinta el debate sobre los niveles de inmunidad colectiva observados. Recuerdo un estudio de Imperial College sobre Manaos publicado en diciembre del año pasado. Señalaba los altos costos (en términos de muertes y sufrimiento humano) de una dinámica descontrolada de la infección, pero sugería que allí podría haberse alcanzado de la inmunidad colectiva. El porcentaje inferido de la población infectada superaba el 70%.
A finales de diciembre, la situación de Manaos empeoró de manera súbita. Nadie lo había anticipado. Hoy veo esa noticia como un presagio ominoso. Otro estudio de Imperial College trató de explicar la aparente contradicción. Citaba tres causas posibles: un error en los estudios iniciales de seroprevalencia, una corta duración de la inmunidad adquirida o un efecto directo de las variantes del virus (que podrían, en principio, evadir la inmunidad adquirida en un porcentaje alto de la población). Con una suerte de prudencia epistemológica, no enfatizaba ninguna de las tres causas, mantenía una posición deliberadamente ecléctica. Señalaba, eso sí, la posibilidad de que cada una de ellas tuviera alguna relevancia. Las causas identificadas no eran excluyentes y no había forma de separarlas.
Han pasado ya varias semanas desde la publicación de ese estudio. La situación en Brasil ha tomado una dimensión trágica, inimaginable si se quiere. En Chile, Uruguay, Paraguay, etc., la situación también ha empeorado ostensiblemente. Resulta imposible no pensar que las variantes han cambiado el panorama epidemiológico, que han ocasionado más contagios, más casos severos y muchas (todavía no sabemos la dimensión real del fenómeno) reinfecciones.
Con todo, la situación en Colombia posiblemente va a empeorar. «Es como si tuviéramos una pandemia dentro de una pandemia», me dijo alguien recientemente. Razón no le falta. La velocidad de contagio supera el avance de la vacunación. Vendrán semanas difíciles. Quiero seguir siendo optimista. Quiero pensar que lo peor ya pasó. Pero resulta, creo, contraevidente.
La evolución de la pandemia (el papel de las variantes, en particular) no fue prevista. Nadie hablaba seriamente de esta posibilidad en diciembre de 2020. Incluso a comienzos de este año, muchos predecían que el virus mutaría en la dirección de una mucho menor letalidad. Hoy el panorama de corto plazo parece distinto. Menos esperanzador. Toca aceptarlo.