Inquietud porque, en la civilización del espectáculo, en nuestras democracias mediatizadas, los actos de agradecimiento son vistos con suspicacia. Vivimos en un mundo extraño, un mundo en el cual los que trabajan son vilipendiados y los que critican, exaltados. El dedo acusador tiene más prestigio que la mano laboriosa. Así es la vida.
Inquietud, finalmente, porque los problemas del sistema de salud son muchos. Portentosos. Algunos en vía de solución. Otros crónicos, manejables, pero no curables plenamente.
Déjenme pasar a algunos asuntos más mundanos. El cambio social siempre es un esfuerzo colectivo. Un individuo puede subirse a un ático, encerrarse dos años y bajar después de su encierro obsesivo con el manuscrito de Cien años de soledad en la mano. El arte está lleno de proezas individuales. Pero la transformación de la sociedad necesita esfuerzos mancomunados, unión de voluntades, «cooperación», en una sola palabra.
Hay un aspecto que quisiera resaltar, una transformación reciente de nuestro sector que vale la pena traer a cuento. Históricamente hemos sido adversos a la cooperación, dados al conflicto, a una pugnacidad instintiva, convertida casi en norma de comportamiento. Aprendimos, con los años, con una destreza perversa, digámoslo así, a disfrazar el interés individual de bienestar general. Por mucho tiempo vimos a los otros agentes como adversarios. El sector solo se une, solía decir en mis tardes de desespero (y desamparo), para pedirle plata al gobierno.
Pero todo esto está cambiando. El sector parece estar aprendiendo a cooperar. Ya no todo se concibe como un conflicto. Percibo, por todos lados, alianzas incipientes, sociedades en ciernes, vestigios de cooperación. Hay un nuevo afán de juntarse para mejorar.
Habría sido más fácil buscar culpables. Habría sido mucho más fácil decirse víctimas del sistema, del gobierno o del ministro. Pero ustedes decidieron hacer lo difícil. Ponerse a trabajar, aplicarse a mejorar las cosas. Las dificultades del sistema no fueron una excusa. Todo lo contrario. Fueron un acicate.
Guardo, en un cuaderno de apuntes que me sirve de guía personal, una reflexión imprescindible del poeta ruso Joseph Brodsky: «nunca deberíamos –dice Brodsky– asumir el papel de víctimas. De todas las partes de nuestro cuerpo, hay una que debemos vigilar con especial celo: el dedo índice, pues siempre está buscando culpables. No importa qué tan difícil sea nuestra condición no conviene culpar a algo o alguien. Considerarnos víctimas ensancha el vacío de irresponsabilidad que tanto les gusta llenar a los demagogos».
La cultura de la victimización ha caracterizado a nuestro sistema de salud. Incluso a nuestra sociedad. Esta cultura ofrece un refugio interesante. Seguro. Una especie de oasis moral. Inmune a la decepción. Pero ustedes decidieron, insisto, hacer lo difícil. Ponerse a trabajar.
Quiero ahora hacer algunas reflexiones generales sobre el sistema de salud. O mejor, sobre las posibilidades de reforma. Voy a hacerlo de manera conceptual. Enunciando algunos principios generales, una doctrina que me gusta llamar «reformismo democrático».
Primer principio: una reforma legal no nos va a resolver los problemas del sistema de una buena vez. El cambio social no consiste en una disyuntiva binaria entre un sistema perverso, incorregible, y otro armonioso, inmejorable.
Segundo: el reformismo permanente, basado en el conocimiento práctico, es siempre más eficaz que el reformismo ocasional, basado en la exaltación ideológica.
Tercero: el cambio más duradero es el que se produce de abajo hacia arriba. (Un día de esta semana, al final de la tarde, me distraje escuchando las presentaciones sobre los modelos de gestión de riesgo de algunas EPS. Ahí está la reforma a la salud, pensé. Como está también en las innovaciones de calidad de los prestadores. O en el fortalecimiento de las capacidades de las entidades territoriales).
Y cuarto: debemos resistir la tentación a destruir sin haber construido. La carga de la prueba siempre estará en quien propone transformaciones absolutas.
Estos principios implican, entre otras cosas, que la tarea nunca va a estar concluida, que van a existir batallas ganadas y batallas perdidas, que los atajos son una trampa y que la transformación social requiere persistencia.
Yo ya estoy a punto de dejar la política. La política tiene mucho de farsa, bien lo sabemos. Pero sería injusto subestimar su papel transformador. Como dijo recientemente Michael Ignatieff, uno nunca abandona la política completamente. Es imposible. En los próximos años seré un espectador, prudente, pero no indiferente. Allí estaré aplaudiendo, silbando y dejando escapar –en ocasiones contadas, los epítetos suenan mejor en porciones mínimas– alguno que otro hijueputazo.
Recibo esta distinción con modestia. Como una muestra de afecto. Y tal vez como el reconocimiento a una tarea incompleta, pero esperanzadora. Siento orgullo de haber podido contribuir, en conjunto con ustedes, a la creación de una sociedad un poco más decente, más justa y más digna.
La vida me puso al frente una coincidencia irónica: ser paciente de cáncer y ministro de salud. Yo no creo en el destino. La vida es azarosa y nuestra responsabilidad consiste en aguantar con estoicismo y locuacidad, en cerrar los ojos y contar el cuento.
Más allá de toda esta carreta de autoayuda, quiero decirles que aquí sigo en pie: «sigo en pie, como dice el poeta, por latido, por costumbre, por no abrir (no quiero abrirla todavía) la ventana decisiva y mirar de una vez a la insolente muerte, esa mansa dueña de la espera».
Aquí sigo en pie gracias en buena medida a su afecto, a sus palabras de aliento y bendiciones. Aquí sigo en pie, porfiadamente, balbuceando mi afecto, diciéndoles gracias, muchas gracias. Gracias de todo corazón.