Ayer el mediodía, informé, desde mi cuenta de Twitter, que un paciente de enfermedad renal crónica había muerto como consecuencia de los bloqueos a las vías en el departamento de Boyacá. La ambulancia en la que viajaba fue bloqueada y obligada a devolverse. El paciente tuvo complicaciones y murió a mitad de camino, en el hospital de Ramiriquí.
Las reacciones no se hicieron esperar. Unos cuantos internautas pedían respeto a la Misión Médica. La mayoría, en tono airado, con una indignación casi instintiva, relativizó el incidente. “Es más asesina la reforma a la salud”. “Matan más gente las EPS”. “Mueren más campesinos de hambre todos los días”. Etc. Había, en muchas de las reacciones, una justificación desafiante a la violencia, a los ataques contra la Misión Médica. En conjunto, las opiniones repetían los mismos argumentos que usaron, por décadas, los grupos armados para justificar sus crímenes, sus constantes fechorías: la lucha redentora puede dejar algunas víctimas de ocasión, pero evitará cientos de muertos y mucho sufrimiento, los muertos son mártires involuntarios de una refriega inaplazable, necesaria. En suma, de malas.
Leyendo los trinos, las lacónicas justificaciones de la violencia, compuestas de afán en 140 caracteres, recordé un ensayo que leí hace ya varios años en una revista argentina. El texto, escrito por Oscar del Bravo, suscitó una controversia que no pierde vigencia:
Ningún justificativo nos vuelve inocentes. No hay “causas” ni “ideales” que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata, por lo tanto, de asumir ese acto esencialmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano… Repito, no existe ningún “ideal” que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía. El principio que funda toda comunidad es el no matarás. No matarás al hombre porque todo hombre es sagrado y cada hombre es todos los hombres. La maldad, como dice Levinas, consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos, el decir una cosa y hacer otra, el apoyar la muerte de los hijos de los otros y levantar el no matarás cuando se trata de nuestros propios hijos.
El argumento es simple. Casi trivial. Reitera una ética inveterada, milenaria, pero olvidada por muchos, por todos aquellos que denuncian unos supuestos asesinos abstractos (el sistema, el TLC, etc.) pero ignoran, excusan o justifican los actos violentos reales, con víctimas y victimarios de carne y hueso. Si queremos la paz, deberíamos, comenzar por el principio, por rechazar la violencia, por hacer un alto en la protesta y (digámoslo así) darle paso a la vida.