En mi opinión, su gran mérito como intelectual público, como batallador permanente en el mercado de las ideas, no es su defensa de una doctrina económica o política, sino su denuncia permanente, indeclinable, de los abusos del poder. A diferencia de muchos escritores latinoamericanos, Vargas Llosa nunca ha practicado la indignación selectiva, el furor unilateral que consiste en denunciar los abusos de unos y callar los de otros. Vargas Llosa ha denunciado los desafueros de todos, de Castro y Pinochet, de Somoza y Ortega, de Chávez y Fujimori. Incluso de Uribe.
Pero su denuncia no se ha quedado en los abusos de presidentes y dictadores; Vargas Llosa ha reprochado también el apoyo cómplice de escritores y artistas a muchos regímenes oprobiosos de izquierda y de derecha. “Los intelectuales han revelado una frivolidad moral y política no menos escandalosa que la de los gobernantes de Occidente”, escribió hace ya varias décadas. Desde entonces ha tenido que soportar una poderosa maquinaria denigratoria, ha sido calumniado una y mil veces, acusado de ser un vendido y (por supuesto) un fascista, un facho. La extrema izquierda latinoamericana, en medio de su quiebra intelectual, de su falta de ideas, de su fracaso casi absoluto, ha perdido no sólo la capacidad de discutir con respeto sino también la habilidad para insultar con imaginación. A cualquiera que cuestione sus dogmas lo llaman facho, como por reflejo.
“La grandeza trágica del destino humano está quizá en…que no le deja al hombre otra escapatoria que la lucha contra la injusticia, no para acabar con ella sino para que ella no acabe con él”, escribió Mario Vargas Llosa en 1978. Esta frase resume, creo yo, el espíritu de su lucha. Probablemente el premio Nobel es un reconocimiento no sólo a los méritos del artista, sino también a la lucha del hombre público, a su ya larga resistencia en contra de tantos insultos, de una pavorosa intimidación intelectual.