La diplomacia meliflua hizo mucha falta durante los últimos ochos años. En varias ocasiones, con una torpeza casi inaudita, el gobierno practicó una forma extraña de antidiplomacia, hecha de desplantes y politiquería. A Brasil, un país estratégico, envió como embajadora a Claudia Rodríguez de Castellanos, una predicadora, quien aprovechó la ocasión para sumarle fieles a su iglesia carismática. Años más tarde, como para multiplicar el error, decidió nombrar a Tony Jozame, un empresario cuestionado, quien seguramente procedió a sumarles clientes a sus negocios. El Gobierno de Brasil habría preferido un comportamiento distinto, más melifluo.
En algunos casos, la antidiplomacia pasó de la descortesía al insulto. A Chile, el Gobierno envió como funcionario consular al ex gobernador de Sucre Salvador Arana, no precisamente un personaje melifluo. Años más tarde, en plena campaña electoral de los Estados Unidos, el Gobierno decidió, en un acto de torpeza inexplicable, cancelarle un contrato de asesoría a Mark Penn, uno de los principales consejeros políticos de la entonces precandidata y hoy Secretaria de Estado, Hillary Clinton. Posiblemente una diplomacia menos altanera habría conseguido la anhelada aprobación del Tratado de Libre Comercio.
También hizo falta un mínimo de respeto por las formas diplomáticas cuando el presidente Uribe decidió ocultarle al presidente de Ecuador, Rafael Correa, la verdad sobre el bombardeo al campamento de Raúl Reyes. Con un poco de cordialidad, sin historias inventadas sobre una persecución en caliente, probablemente la reacción del presidente Correa habría sido distinta y las relaciones diplomáticas con Ecuador se habrían restablecido hace ya mucho tiempo. Paradójicamente, cuando el Gobierno usó la diplomacia meliflua lo hizo de forma absurda. En 2007, decidió liberar al guerrillero de las Farc Rodrigo Granda con el único objetivo de complacer al presidente de Francia, Nicolás Sarkozy. La liberación de Granda fue literalmente una babosada.
Ahora, ya al final de su mandato, el presidente Uribe decidió reincidir en la antidiplomacia. De manera inesperada sacó a relucir unas pruebas ya sin lustre sobre la presencia de guerrilleros de las Farc en Venezuela. En este caso su rabieta iba dirigida no solamente contra el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, sino también contra el presidente electo de Colombia, Juan Manuel Santos. Afortunadamente el nuevo gobierno parecería dispuesto a cambiar de estilo, a apostarle, como toca, a la diplomacia meliflua.