Las estadísticas de empleo, publicadas esta semana por el DANE, revelaron una vez más la gravedad de nuestros problemas laborales. En Pereira, la tasa de desempleo se ubicó, nuevamente, por encima de veinte por ciento, un nivel alarmante, casi aterrador. La caída de las remesas, el declive de las maquiladoras y el derrumbe de la producción cafetera han agravado una situación ya de por sí complicada. Pereira ha sufrido más porque está más expuesta a los problemas de la economía mundial. Las mayores conexiones con la economía global (y con España en particular) han sido en esta coyuntura una maldición.
En Pereira, en la zona cafetera y en todo el país, la falta de oportunidades laborales no ha afectado a todo el mundo por igual. Unos han sufridos muchos más que otros. En Colombia, como en casi todo el mundo, los grandes perdedores han sido los hombres jóvenes, entre 15 y 24 años. En México, son llamados los nini (ni estudian, ni trabajan). En Inglaterra, los neets (no en educación, entrenamiento o trabajo). En Colombia, todavía no tienen nombre. Habrá que darles alguno. En este país, los impuestos al trabajo, las grandes distorsiones de nuestro mercado laboral, perjudican más a quienes apenas llegan, esto es, a los jóvenes sin empleo y a los bachilleres en particular. Durante los últimos años, un número creciente de jóvenes ha podido terminar su educación secundaria. Pero de nada ha valido. Los retornos de uno o dos años adicionales de educación son exiguos. Una generación atrás, muchas madres colgaban en la sala de sus casas los diplomas de bachillerato de sus hijos, enmarcados entre dos vidrios rectangulares, asidos por cuatro botones de metal. Hoy en día ya nadie lo hace. Los diplomas significan muy poco. Después del grado, muchos bachilleres no trabajan. Tampoco estudian.
La transformación de la economía también ha conspirado en contra de los hombres jóvenes. En los años sesenta y setenta, cuando la industria desplazó a la agricultura, cuando la construcción vivió su época dorada, las oportunidades laborales para los hombres jóvenes se multiplicaron. En las cambiantes ciudades colombianas, los empleos estaban literalmente a la vuelta de la esquina. Pero desde los años noventa, todo cambió. Los servicios y el comercio cobraron importancia. La industria se contrajo. Y los empleos masculinos se esfumaron. Las mujeres han sido las grandes ganadoras de la transformación económica de los últimos años. Y lo seguirán siendo. Según un estudio reciente, 13 de las 15 categorías laborales que crecerán con mayor rapidez en el futuro, en este caso en los Estados Unidos, son dominadas por mujeres.
Hace unas semanas, en Dosquebradas, Risaralda, en el epicentro del desempleo en Colombia, hablé por unos cuantos minutos con un joven de 17 años. Llevaba varios años sin estudiar y no tenía planes de volver a hacerlo. Cuando le pregunté si había trabajado alguna vez, me miró con impaciencia, como diciéndome: “aquí el trabajo no existe”. A su falta de oportunidades reales, se le sumaba una incapacidad para percibir, para visualizar siquiera, las escasas oportunidades existentes. Tristemente ni estudia, ni trabaja, ni parece tener ninguna esperanza.