Los diagnósticos tampoco han cambiado. Cada año los comentaristas criollos denuncian la degradación de los valores, la indiferencia social y la decadencia moral; las supuestas raíces sociológicas del problema. La corrupción se presenta como una manifestación visible, como un síntoma diciente de una sociedad enferma, inmoral. Muchos proponen cruzadas moralizadoras, campañas pedagógicas o clases de cívica.
Pero la corrupción no es un problema moral. No se resuelve con sermones indignados. O campañas educativas. La corrupción es un problema político. Y por lo tanto se resuelve o se mitiga con el surgimiento del voto independiente, del énfasis programático, de la competencia política genuina, ajena de la contaminación clientelista. Así sucedió en los Estados Unidos a comienzos del siglo anterior. Y así ha sucedido en algunas ciudades colombianas en los últimos años. En Bogotá y Medellín hace algo más de una década. Y en Barranquilla, Cali y Cartagena más recientemente. El fin de la corrupción comienza, en últimas, con el debilitamiento de las maquinarias.
Por desgracia, las maquinarias están cada vez mejor aceitadas. La coalición de gobierno reúne buena parte del clientelismo tradicional. Carlos Gaviria y Rafael Pardo, los principales candidatos opositores, están aliados con las maquinarias de sus partidos. Hoy como siempre la política colombiana es una competencia entre maquinarias políticas movidas por el combustible odioso de la corrupción, por los puestos, los contratos, las notarías, etc. Y hoy como siempre la corrupción sigue, paradójicamente, sorprendiéndonos con su continuidad, con una inercia que desafía los comentarios indignados y los discursos moralistas.