Muchos columnistas nacionales sufren de lo que podría llamarse un exceso de suspicacia. Para ellos, los acuerdos suprapartidistas son imposibles. O mejor, sólo son concebibles los acuerdos burocráticos, las transacciones odiosas de puestos y contratos. “Sólo les importan los puestos…, no los principios liberales”, escribió recientemente Ramiro Bejarano. Practican “la penosa gimnasia pragmática de olvidar sus principios y obtener puestos y ventajas”, afirmó Daniel Samper. “Los partidos de la oposición se comprometieron mayoritariamente con este personaje a cambio de cupos en la Procuraduría”, reiteró Cecilia Orozco. En la política colombiana, se supone, sólo hay acuerdos de intereses. Los entendimientos programáticos son imposibles de antemano.
Para la mayoría de los comentaristas, todo acuerdo representa una renuncia, una traición a las convicciones propias por cuenta de apetitos clientelistas o ambiciones personales. Toda negociación es considerada sospechosa, éticamente cuestionable. La buena política es definida (implícitamente) como la lucha infatigable entre ideas o doctrinas mutuamente excluyentes. La confrontación es encomiada, vista como la adhesión honesta a unos principios irrenunciables. Y la lucha política es puesta por encima de la tolerancia y la civilidad. Los críticos de Petro se sienten, por lo tanto, con el derecho de recurrir a los golpes bajos. Mencionan de manera oportunista su pasado violento, pretendiendo insinuar que la violencia y los acuerdos políticos hacen parte del mismo patrón inaceptable.
Pero Gustavo Petro sólo está actuando de manera razonable. Una actitud razonable, argumenta el filósofo John Rawls, debe ser flexible y debe propiciar, al mismo tiempo, la cooperación constructiva. Debe dejar atrás la presunción de que todas las ideologías son excluyentes, el supuesto de que todos los acuerdos son abdicaciones y la creencia de que la confrontación es permanente y definitiva. Petro entiende que la política está hecha de principios, pero también de algo más. Pero, en Colombia, el realismo político es un pecado. Los clérigos de la opinión defienden la inflexibilidad como una virtud suprema, el radicalismo como un atributo superior.
En medio de la polarización y la mezquindad de la política colombiana, las actitudes razonables son cada vez más escasas. Muchos críticos de Petro, a pesar de un manifiesto compromiso con las ideas liberales, predican la intolerancia. La política, parecen creer, no resiste los acuerdos. La única doctrina posible, suponen, es la del odio, el resentimiento y la confrontación.