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julio 2010

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Dignidad

El 20 de julio pasado, en su discurso de instalación del Congreso de la República, el presidente Álvaro Uribe Vélez señaló la importancia de poner el honor por encima de los intereses económicos, la dignidad de un pueblo por encima del comercio internacional. “El pueblo colombiano, empresarios y trabajadores, ha dado un gran ejemplo al mundo: mientras en economías desarrolladas por salvar empresas apaciguan a los enemigos de la iniciativa empresarial y se exponen a perder las empresas y a perder la dignidad, esta Nación, aún pobre, ha puesto la dignidad y el derecho a vivir sin terroristas por encima de los intereses del comercio”, dijo con vehemencia. “Colombia no se ha dejado someter por el comercio, porque Colombia sabe que si perdemos el carácter y la lucha por la libertad, perderemos el comercio y también la dignidad. Con dignidad habrá comercio con el mundo entero; sin ella, nadie nos creerá”, concluyó con afán premonitorio.

Dos días después, el jueves 22 de julio, el presidente venezolano Hugo Chávez también mencionó la dignidad de su gobierno o de su país, da lo mismo, para justificar la ruptura de las relaciones diplomáticas con Colombia. “No nos queda, por dignidad, sino romper totalmente las relaciones diplomáticas con la hermana Colombia y eso me produce una lágrima en el corazón”, dijo ante un grupo de periodistas locales, acompañado de la figura (digna) de Maradona. Álvaro Uribe y Hugo Chávez no están solos en la invocación oportunista de la dignidad. Fidel Castro lleva muchas décadas, más de las imaginables, diciendo y haciendo lo mismo. “La dignidad de un pueblo no tiene precio. La ola de solidaridad con Cuba, que abarca a países grandes y pequeños, con recursos y hasta sin recursos, desaparecería el día en que Cuba dejara de ser digna”, afirmó recientemente en una de sus tantas tiradas antiamericanas.

Los tres mandatarios aludidos insinúan lo mismo: la dignidad es más importante que la riqueza de las naciones. Pero sus discursos no deben ser tomados literalmente. Todos dejan entrever cierta perversión del lenguaje, cierta falsedad orwelliana para decirlo de manera pedante. Dignidad quiere decir, en los ejemplos mencionados, indignidad. Humillación. Sometimiento indecoroso a los caprichos de un gobernante. Indignas son las restricciones a la libertad y las privaciones de los cubanos, como indignos son los padecimientos de los habitantes de la frontera entre Colombia y Venezuela por cuenta de los desafueros de los mandatarios de ambos países.

“El lenguaje político —y, con variaciones, esto es verdad para todos los partidos políticos, desde los conservadores hasta los anarquistas— se construye para lograr que las mentiras parezcan verdaderas y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de solidez al mero viento”, escribió Orwell en su célebre ensayo sobre la manipulación oportunista del lenguaje. Cada vez que un presidente o un político cualquiera invoca la dignidad nacional, no puedo dejar de pensar en estas palabras, en las muchas arbitrariedades que se han cometido en nombre de la dignidad, en las muchas veces que esta palabra se ha usado para justificar lo que no tiene justificación.

En últimas, la dignidad de los pueblos está amenazada no tanto por los países o gobiernos extranjeros como por los mandatarios locales que la invocan de manera oportunista para justificar sus frecuentes desafueros.

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Diplomacia meliflua

“Nosostros no podemos, en nombre de una diplomacia meliflua y babosa, dejar desamparados a nuestros compatriotas” dijo esta semana el presidente Uribe. La frase es representativa de un estilo. Resume de manera involuntaria uno de los principales problemas de la política exterior colombiana. La diplomacia debería ser meliflua, esto es, “dulce, suave y delicada en el trato y en la manera de hablar”. La diplomacia debería ser incluso babosa, es decir, aduladora y complaciente. La diplomacia riñe con la altanería, con el desconocimiento deliberado de las formas delicadas que han caracterizado por siempre las relaciones entre los Estados. Lo melifluo, sobra decirlo, no quita lo valiente.

La diplomacia meliflua hizo mucha falta durante los últimos ochos años. En varias ocasiones, con una torpeza casi inaudita, el gobierno practicó una forma extraña de antidiplomacia, hecha de desplantes y politiquería. A Brasil, un país estratégico, envió como embajadora a Claudia Rodríguez de Castellanos, una predicadora, quien aprovechó la ocasión para sumarle fieles a su iglesia carismática. Años más tarde, como para multiplicar el error, decidió nombrar a Tony Jozame, un empresario cuestionado, quien seguramente procedió a sumarles clientes a sus negocios. El Gobierno de Brasil habría preferido un comportamiento distinto, más melifluo.

En algunos casos, la antidiplomacia pasó de la descortesía al insulto. A Chile, el Gobierno envió como funcionario consular al ex gobernador de Sucre Salvador Arana, no precisamente un personaje melifluo. Años más tarde, en plena campaña electoral de los Estados Unidos, el Gobierno decidió, en un acto de torpeza inexplicable, cancelarle un contrato de asesoría a Mark Penn, uno de los principales consejeros políticos de la entonces precandidata y hoy Secretaria de Estado, Hillary Clinton. Posiblemente una diplomacia menos altanera habría conseguido la anhelada aprobación del Tratado de Libre Comercio.

También hizo falta un mínimo de respeto por las formas diplomáticas cuando el presidente Uribe decidió ocultarle al presidente de Ecuador, Rafael Correa, la verdad sobre el bombardeo al campamento de Raúl Reyes. Con un poco de cordialidad, sin historias inventadas sobre una persecución en caliente, probablemente la reacción del presidente Correa habría sido distinta y las relaciones diplomáticas con Ecuador se habrían restablecido hace ya mucho tiempo. Paradójicamente, cuando el Gobierno usó la diplomacia meliflua lo hizo de forma absurda. En 2007, decidió liberar al guerrillero de las Farc Rodrigo Granda con el único objetivo de complacer al presidente de Francia, Nicolás Sarkozy. La liberación de Granda fue literalmente una babosada.

Ahora, ya al final de su mandato, el presidente Uribe decidió reincidir en la antidiplomacia. De manera inesperada sacó a relucir unas pruebas ya sin lustre sobre la presencia de guerrilleros de las Farc en Venezuela. En este caso su rabieta iba dirigida no solamente contra el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, sino también contra el presidente electo de Colombia, Juan Manuel Santos. Afortunadamente el nuevo gobierno parecería dispuesto a cambiar de estilo, a apostarle, como toca, a la diplomacia meliflua.

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Ni estudia, ni trabaja

Las estadísticas de empleo, publicadas esta semana por el DANE, revelaron una vez más la gravedad de nuestros problemas laborales. En Pereira, la tasa de desempleo se ubicó, nuevamente, por encima de veinte por ciento, un nivel alarmante, casi aterrador. La caída de las remesas, el declive de las maquiladoras y el derrumbe de la producción cafetera han agravado una situación ya de por sí complicada. Pereira ha sufrido más porque está más expuesta a los problemas de la economía mundial. Las mayores conexiones con la economía global (y con España en particular) han sido en esta coyuntura una maldición.

En Pereira, en la zona cafetera y en todo el país, la falta de oportunidades laborales no ha afectado a todo el mundo por igual. Unos han sufridos muchos más que otros. En Colombia, como en casi todo el mundo, los grandes perdedores han sido los hombres jóvenes, entre 15 y 24 años. En México, son llamados los nini (ni estudian, ni trabajan). En Inglaterra, los neets (no en educación, entrenamiento o trabajo). En Colombia, todavía no tienen nombre. Habrá que darles alguno. En este país, los impuestos al trabajo, las grandes distorsiones de nuestro mercado laboral, perjudican más a quienes apenas llegan, esto es, a los jóvenes sin empleo y a los bachilleres en particular. Durante los últimos años, un número creciente de jóvenes ha podido terminar su educación secundaria. Pero de nada ha valido. Los retornos de uno o dos años adicionales de educación son exiguos. Una generación atrás, muchas madres colgaban en la sala de sus casas los diplomas de bachillerato de sus hijos, enmarcados entre dos vidrios rectangulares, asidos por cuatro botones de metal. Hoy en día ya nadie lo hace. Los diplomas significan muy poco. Después del grado, muchos bachilleres no trabajan. Tampoco estudian.

La transformación de la economía también ha conspirado en contra de los hombres jóvenes. En los años sesenta y setenta, cuando la industria desplazó a la agricultura, cuando la construcción vivió su época dorada, las oportunidades laborales para los hombres jóvenes se multiplicaron. En las cambiantes ciudades colombianas, los empleos estaban literalmente a la vuelta de la esquina. Pero desde los años noventa, todo cambió. Los servicios y el comercio cobraron importancia. La industria se contrajo. Y los empleos masculinos se esfumaron. Las mujeres han sido las grandes ganadoras de la transformación económica de los últimos años. Y lo seguirán siendo. Según un estudio reciente, 13 de las 15 categorías laborales que crecerán con mayor rapidez en el futuro, en este caso en los Estados Unidos, son dominadas por mujeres.

Hace unas semanas, en Dosquebradas, Risaralda, en el epicentro del desempleo en Colombia, hablé por unos cuantos minutos con un joven de 17 años. Llevaba varios años sin estudiar y no tenía planes de volver a hacerlo. Cuando le pregunté si había trabajado alguna vez, me miró con impaciencia, como diciéndome: “aquí el trabajo no existe”. A su falta de oportunidades reales, se le sumaba una incapacidad para percibir, para visualizar siquiera, las escasas oportunidades existentes. Tristemente ni estudia, ni trabaja, ni parece tener ninguna esperanza.