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12 enero, 2008

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Una taxonomía del antiuribismo

Esta columna propone una clasificación de la oposición política en Colombia, una taxonomía del antiuribismo. La clasificación es subjetiva pero no arbitraria. Debe leerse como una opinión sobre las opiniones. Como una caricatura de las caricaturas. Los argumentos políticos, en últimas, son más reiterados que originales. Son variaciones sobre la misma idea. Así, tiene sentido intentar una clasificación de las distintas especies que pueblan el panorama de la oposición política colombiana.

Cabe comenzar con el antiuribismo delirante que sostiene, como principal argumento, que el Presidente y sus colaboradores más cercanos son la continuación del cartel de Medellín. Los antiuribistas delirantes recurren a la estridencia para ocultar la falta de evidencia. Son pocos pero ruidosos. Llevan un largo tiempo insistiendo en varias hipótesis inverosímiles y proponiendo la responsabilidad familiar de las conductas delictivas o criminales. Los opositores delirantes son aficionados a ciertos remoquetes de mal gusto. Cultivan una estética tan cuestionable que sugiere, creo yo, una ética igualmente dudosa, un apego por la mentira y la exageración.

En segundo lugar cabe mencionar el antiuribismo obtuso, que rechaza la lógica y renuncia a los hechos, que parece haber abandonado cualquier pretensión de objetividad. Los antiuribistas obtusos son pensadores dobles, dados a sostener posiciones contradictorias casi simultáneamente. Decían, cuando las Farc anunciaron la liberación de algunos secuestrados, que el presidente Uribe había perdido el pulso político. Y dijeron, cuando el Gobierno reveló las mentiras de las Farc, que el presidente Uribe era un oportunista que había aprovechado una coyuntura especial para ganar el pulso político. La derrota es mala. Pero el triunfo es peor. Los opositores obtusos aducen, por ejemplo, que la seguridad democrática sólo ha permitido que algunos privilegiados regresen a sus fincas de recreo. La congestión navideña de las terminales de transporte, atiborradas de ciudadanos corrientes en busca de un milagro en la forma de una silla en una flota intermunicipal, no parece afectar sus convicciones, cambiar sus juicios. Los hechos no les interesan. Sus posiciones son inflexibles, inmunes a la realidad.

En tercer lugar habría que mencionar el antiuribismo suspicaz, que señala con preocupación los vínculos de políticos de la coalición uribista y ex funcionarios del Gobierno con los paramilitares. Los antiuribistas suspicaces indican algunas coincidencias comprometedoras, pero no hacen juicios definitivos. Insinúan sin acusar. Muchos de ellos se preguntan, con razón, por qué el presidente Uribe no ha pedido disculpas, como dijo que lo iba a hacer si pasaba lo que pasó, por el nombramiento de Jorge Noguera en el DAS. O por qué el Gobierno no muestra la diligencia y la osadía acostumbradas en la persecución internacional del ex gobernador Salvador Arana.

Por último, debe mencionarse el antiuribismo puntual, que denuncia los errores de las políticas y las decisiones del Gobierno. Los antiuribistas puntuales señalan, entre otras cosas, el crecimiento del asistencialismo, de los subsidios al sector privado (la profusión de zonas francas, por ejemplo), la improvisación de muchas decisiones (la fusión de los ministerios, por ejemplo), el clientelismo en el servicio exterior, la desinstitucionalización, etc. La crítica puntual pone de presente no tanto la perversidad del Gobierno como la inconveniencia y la mediocridad de algunas de sus decisiones.

Paradójicamente, el Gobierno les presta mucha más atención a las formas delirantes e irracionales de la oposición que a las formas más sensatas. A las primeras les contesta con comunicados, con alocuciones radiales, con insultos del mismo calibre. A las segundas, simplemente las confunde o las ignora. El Gobierno, en últimas, ha escogido la oposición que quiere tener, no la que piensa, no la que cuestiona, sino la que insulta y reniega de la razón.