Reflexiones

Los gigantes tecnológicos y el poder político

Jorge Luis Borges escribió alguna vez, en un texto sobre las guerras entre sajones, que la historia es pudorosa, tiende a esconder sus fechas esenciales. Esta frase pone de presente, de manera sutil, una obviedad que vale la pena reiterar en estos tiempos difíciles. Solo en retrospectiva, solo décadas después, seremos capaces de distinguir entre los sucesos que cambiaron la historia, marcaron un nuevo rumbo o determinaron un destino diferente, y los que poco o nada alteraron, los que fueron diluyéndose con los años, los meros fuegos artificiales del presente.

Las noticias diarias tienden a sobredramatizar la realidad, generando la impresión de que muchas cosas importantes pasan cada día. Los titulares anuncian con frecuencia un mundo nuevo, grandes cambios, rupturas y revoluciones. Pero la historia suele ser más inercial: las discontinuidades son escasas y los cambios estructurales suelen ser menos drásticos de lo que parece. Los biólogos hablan de equilibrios punteados: tiempos largos de quietud con algunos eventos infrecuentes (solo identificables en retrospectiva) en los que el mundo cambia, en los que pasamos, después de transiciones relativamente cortas, de un equilibrio a otro.

Quiero, en este artículo pasar por alto la advertencia de Borges y proponer una interpretación histórica de un hecho reciente. En mi opinión, la alianza del presidente Donald Trump —un líder con evidentes inclinaciones autocráticas— y las grandes compañías de tecnologías de la información —muchas de ellas con un poder económico sin precedentes— podría afectar la historia de la democracia, marcar un antes y un después; podría, para decirlo de otra manera, representar un punto de quiebre en la democracia de los Estados Unidos y tal vez del mundo.

La fotografía de los presidentes de las grandes compañías de información en la posesión de Donald Trump —juntos y sonrientes— insinúa el advenimiento de una nueva democracia en América. Ya la campaña electoral había mostrado los peligros de esta alianza. Elon Musk no solo usó su enorme fortuna para incidir en la elección, puso al mismo tiempo la red social X al servicio del candidato Donald Trump, convirtiéndola en una maquinaria de propaganda política. De manera visible, con sus mensajes, y de forma más insidiosa, con la manipulación de los algoritmos, usó esta plataforma para incidir sobre la opinión pública y transmitir información sesgada. Con el perdón de Borges, este pudo haber sido uno de los conflictos de interés más grandes de la historia de la democracia.

Las grandes plataformas, X y Facebook, entre ellas, se benefician de lo que los economistas llaman externalidades de red. En una frase: mientras más gente las usa, mayores son los incentivos para estar allí, para entrar y no salirse. Las plataformas dominantes tienden, por lo tanto, a conservar su dominancia. Son un ejemplo de libro de texto de monopolios naturales: las barreras de entrada son muy grandes y la competencia es, por lo tanto, reducida. La red social Blue Sky, por ejemplo, no ha podido ganar una participación significativa de mercado. El presidente Petro anunció que se iba a salir de la red social X, pero no lo ha hecho. Primero tendría que irse la gente; tendría que ocurrir un movimiento masivo hacia otra plataforma, un problema de coordinación muy difícil, casi imposible en la práctica.

Estas plataformas son cuasi-monopolios con un gran poder sobre nuestras vidas, sobre el uso de nuestro tiempo y la libertad de nuestras mentes. Los algoritmos están diseñados para generar adicción, para que pasemos horas y horas, a veces casi enajenados, al frente de una pantalla portátil. Mientras tanto, las grandes compañías capturan información sobre nuestras vidas —sobre lo que vemos, compramos y opinamos— que luego venden para manipularnos y vendernos todo tipo de cosas. Nunca somos plenamente conscientes de lo que estamos entregando, de los términos de una transacción en la que compartimos diariamente información que nunca compartiríamos con nuestro mejor amigo.

Google y Facebook, entre otras, han usado el acceso a esta información, a los datos personales que compartimos casi inadvertidamente, para quedarse con una gran tajada del negocio de la publicidad. Operan como monopolios; tienen, por ejemplo, un gran poder para discriminar precios. Además, han vuelto obsoleto el modelo de negocios de los medios tradicionales, afectando, por ejemplo, la viabilidad de muchos medios escritos que aspiraban a hacer un buen periodismo, y que tenían al menos una pretensión de objetividad y seriedad. Por esta vía, han contribuido a la desinformación y han erosionado la democracia. La era de la información es, paradójicamente, también la era de la desinformación.

Estas compañías no tienen en cuenta sus efectos adversos sobre la sociedad. No tienen ninguna pretensión de entender siquiera las consecuencias de su expansión y su creciente poder. Así como las compañías mineras viven de explotar el entorno físico, las grandes compañías de información viven de explotar el entorno social. Las primeras están sujetas, al menos, a una regulación ambiental que los Estados han venido construyendo durante décadas. Las segundas operan sin regulación. Las externalidades, para usar el lenguaje de los economistas, no han sido internalizadas. El daño a la sociedad no se ha compensado en lo más mínimo.

La regulación es necesaria. Las razones son evidentes; fueron apenas esbozadas arriba, pero han sido expuestas minuciosamente una y otra vez por científicos sociales en todas partes del mundo. La urgencia de la regulación contrasta, sin embargo, con la inacción, con los esfuerzos débiles o inexistentes para avanzar en la dirección indicada, lo que apunta, a su vez, a una economía política muy difícil, a una influencia determinante de estas compañías sobre legisladores y reguladores. Ni las compañías petroleras, ni las farmacéuticas, y mucho menos las compañías tradicionales de comunicación, tuvieron tanto poder e influencia política.

Volviendo a la foto, a la primera parte de este artículo, la alianza entre las grandes compañías de Internet y tecnología y el presidente Trump tiene un objetivo evidente: evadir la regulación en Estados Unidos y (por efecto demostrativo) en el mundo. Todos ganan con la alianza. Las compañías evitan la regulación —no es una casualidad que, después de la elección de Trump, Facebook anunciara la suspensión del fact-checking— y el presidente recibe apoyo, la amplificación algorítmica de ciertas voces y la atenuación de otras, por ejemplo. El regulador se abstiene y los potenciales regulados parecen ponerse a su disposición.

Es casi un lugar común de esta época proponer interpretaciones distópicas a los acontecimientos diarios, a la transición en la que parecemos estar encaminados hacia un mundo que apenas intuimos, pero que parece tener dimensiones de pesadilla; es casi un lugar común, decía, hablar de distopías, pero en este caso el lugar común parece justificado. No resulta difícil imaginar una alianza malévola entre un autócrata con aspiraciones totalitarias y unos empresarios megalómanos que aspiran, entre otras cosas, a conquistar el universo. La alianza resultaría en un control estricto de la vida de las personas, en una pesadilla orwelliana en la que el Gran Hermano descentraliza la vigilancia en grandes compañías privadas.

Este escenario suena exagerado, por supuesto; de eso se tratan las distopías, de imaginar los peores escenarios, de extrapolar el presente casi al límite de lo absurdo. Sin embargo, no podemos desconocer que China y Estados Unidos están convergiendo, por diferentes caminos, hacia la ya descrita alianza entre el poder político y el poder económico de grandes compañías de información. No se trata de un equilibrio de poderes. Todo lo contrario, es una alianza para aumentar el poder conjunto. En juego está no solo la democracia, sino también la libertad.

En este escenario, hay una realidad geopolítica evidente. Europa surge como el lugar del planeta donde todavía se puede intentar algo distinto, donde la regulación pudiera tener una oportunidad. Europa ha avanzado ya en sus esfuerzos regulatorios, pero tiene todavía un largo trecho por recorrer, muchas tareas pendientes. Elon Musk parece ahora empeñado en influir sobre la política europea. No es solo un capricho ideológico. Sabe bien que Europa es clave, que es el escenario emergente de su gran batalla para evitar la regulación.

El progreso tecnológico no tiene que derivar en futuros de pesadilla; los escenarios distópicos no son un destino inevitable. Pero las instituciones, las reglas de juego de la sociedad, ciertas normas sociales, formales e informales, son necesarias para hacer compatibles el progreso tecnológico y la democracia liberal, la tecnología con el florecimiento humano. Mucho puede hacerse. Debemos evitar, en todo caso, la resignación, nuestra tendencia psicológica a ignorar las amenazas más evidentes cuando intuimos que no hay nada por hacer.

Hace unos años, en 2019, el profesor emérito del MIT y experto en robótica, Rodney Brooks, quien había tenido una posición optimista sobre el progreso de las ciencias de la computación, pareció cambiar de opinión ante el poder creciente de algunas de las grandes compañías de Internet. “Salir de la encrucijada actual será un proyecto de largo aliento. Necesitará ingeniería legislativa y, más importante aún, liderazgo moral. El liderazgo moral sigue siendo el principal desafío”, escribió. Seis años después, sus palabras suenan proféticas. Ominosas. El liderazgo moral es precisamente lo que no se tiene en la actualidad.

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