Sé lo que sobra, no lo que falta, decía mi padre, un intelectual de provincia que consiguió plata con sus negocios, con base en astucias menores y contactos mayores. Pero el dinero no era lo suyo. Sus actividades comerciales, me di cuenta con el tiempo, con el pasar de los años, fueron simplemente un medio propicio para hacer otra cosa. Su verdadera pasión era el mundo de la cultura. Entre escritores, parecía un niño chiquito: ingenuo, tiernamente feliz, orgulloso y vano. Usó su dinero para eso, para organizar reuniones con escritores y periodistas, la mayoría de ellos siempre al acecho de trago gratis y tertulias con bar abierto.
Yo tampoco sé bien lo que soy. He sido una mujer atractiva, consciente de su poder. Heredé de mi madre unos rasgos llamativos y un cabello rubio maleable, listo para cualquier ocasión. Desde muy joven me acostumbré a llamar la atención de manera natural, a atraer las miradas de los otros, hombres y mujeres, miradas temerosas unas, desvergonzadas otras. En fin.
La belleza, lo que digo es un lugar común, pero eso no lo hace menos cierto: la belleza, decía, es un don maldito. No solo por ser perecedero, por su naturaleza transitoria que lleva a muchas mujeres a caer en una trampa, a embelesarse con un poder con fecha de vencimiento, a tratar de posponer lo inevitable con artificios traicioneros. Las cirugías plásticas, por ejemplo, atrasan el envejecimiento unos pocos años a costa de la desfiguración posterior.
Mi fecha de vencimiento está cerca, pero no he tratado de alargarla. No sufro del síndrome de Shakira, ese trueque trágico que consiste en cambiar unos pocos años adicionales de belleza por décadas de monstruosidad. Uno puede pagar muy caro esa obsesión, la obsesión de no convertirse en señora. Yo ya lo soy.
La belleza nos acostumbra al juego de la seducción. Llevo muchos años en lo mismo. Aprendí desde muy temprano a jugar el juego. Algunos eran presa fácil; otros jugaban de la misma manera. Les gustaba estar ahí, en una posición incierta. Pasé muchos años en ese tira y afloje de manipulación, en ese juego de inicios emocionantes y finales lánguidos.
En las reuniones de mi padre, llegaban a veces políticos o personas con algún poder con las que iniciaba el juego. Podría escribir un libro de aventuras y desventuras, pero no vale la pena. Me alejaría de la esencia de esta historia, de lo que quiero contar, del poder que tengo ahora, de la situación en la que me encuentro. En las reuniones fui aprendiendo también algunas cosas, me fui interesando por el mundo de la diplomacia. Escuchaba y aprendía. Mi paso por la universidad, como para tantos otros, había sido un desperdicio. Pero en las reuniones en la casa de mi padre aprendí bastante: lo necesario para complementar mis ambiciones y para interesarme por la literatura.
Aproveché las oportunidades. Nunca estuve dispuesta a todo. Pero tampoco iba a dejar pasar las opciones más atractivas. No las busqué obsesivamente. Tampoco las desprecié. Las cosas fluían. Lo digo sin cinismo. Fui embajadora por unos años en un país caribeño. En el mundo diplomático también practiqué mi juego, mi entretención: la creación deliberada de un espacio de ambigüedad que me daba algún poder sobre los otros.
Un año después de haber sido embajadora, lo conocí. Me llamó la atención inmediatamente. Era también un seductor. Cuando tomaba la palabra, se transformaba. Tenía un atractivo difícil de resistir, un magnetismo inevitable. Algunos políticos lo tienen. Otros no. Los segundos suelen ser menos peligrosos. Los seres humanos no creo que tengamos muchas defensas contra eso, contra la seducción potenciada de los políticos o los grandes artistas.
Cuando uno aprende algo quiere usarlo, ponerlo en práctica. Quise conquistarlo porque sabía y podía. Tuvimos varios encuentros. Fui conociéndolo poco a poco: su personalidad, sus temores y sus defectos (todos los tenemos). Era un hombre limitado; de allí derivaba parte de su poder, de sus límites, de su forma limitada de ver el mundo, de sus certezas. Hoy es ya un hombre poderoso. Casi por encima de cualquier escrutinio, intocable. Sabe que puede hacer lo que quiere. Solo tiene un temor, un motivo de desvelo: un secreto que me confió por escrito en un momento de debilidad y franqueza. Me lo ha dicho varias veces. Me llama “la inquisidora”.
Tengo ahora un nuevo poder, diferente al de la belleza: el poder de quien sabe que tiene a su haber un mecanismo de destrucción. La vida es extraña. Pasé de reina a espía o a Rasputina, no sé de qué manera llamar el poder que tengo ahora. Nunca me ha gustado envejecer. Para una persona como yo, la vejez significa salir del juego. Pero tampoco quiero desfigurarme. Eso ya lo resolví hace muchos años.
Mi vida necesita emoción y azar. La vida de una mujer que pierde su belleza puede convertirse en un transcurrir rutinario. Desaparece la competencia, la improbabilidad, el capricho. Uno necesita compañía, es cierto. Pero yo necesitaba algo más. Sé lo que sobra, no lo que falta, ya lo dije.
Decidí convertir mi poder, mi secreto, en un juego azaroso, en una especie de ruleta. Escribí lo que sabía con todos los detalles, de manera minuciosa, como lo haría un reportero. Me ha gustado escribir desde la universidad y algo aprendí en las tertulias de mi padre. Sé usar las palabras con soltura y precisión. Imprimí diez copias de la historia y al final de cada una escribí a mano (como si firmara) una dirección de correo electrónico: [email protected]. Decidí (y así lo he cumplido) que solo abriría el correo dos veces al año, el último día de enero y de agosto, sin falta hasta la revelación final.
Fui a diez de las librerías más grandes de la capital. Busqué el mismo libro en todas: La vida mentirosa de los adultos, de Elena Ferrante. Rompí delicadamente la parte de abajo del celofán con el que envuelven los libros nuevos en este país de prohibiciones. Introduje en cada libro (en la mitad más o menos) la página con mi historia doblada por la mitad y puse de nuevo el libro premiado en el estante. Allí quedó la historia, esperando un lector elocuente y curioso.
Solo he recibido un mensaje. No me interesó responderlo. No me convenció el remitente. Me chocó su estilo dudoso. Creyó que se trataba de un simple juego literario. Espero otro remitente. Quizás un periodista que fue alertado por otro lector. O un político que tiene amigas lectoras. Una vez aparezca, responderé, usaré mi poder y me iré a vivir después a una villa, a envejecer tranquila, lejos de la mirada de todos.
Mientras tanto disfruto la espera, este juego que inventé para pasar los primeros años de mi languidez, para convertir el único poder que me queda en emoción, para seguir por ahora en lo mismo, jugando con los otros y con mi vida.
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