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10 noviembre, 2023

Reflexiones

Sagan, poeta cósmico

También he creído que Carl Sagan era un poeta, un poeta involuntario, un poeta cósmico que sabía de nuestra curiosidad esencial, de nuestro amor por las estrellas. Leí alguna vez (no he querido ahondar en el asunto) que la palabra o raíz griega “antropos” significa el animal que mira hacia arriba, que mira al cielo. Sagan celebró esa esencia humana. Insistió en que todos somos cosmólogos por instinto, polvo de estrellas que entreve en las estrellas ese origen remoto, que presiente que el hierro de nuestra sangre viene de arriba, de muy lejos.

Junto con Octavio Paz, hay dos poetas cósmicos americanos que leo con frecuencia, Ernesto Cardenal y Eugenio Montejo.  Ambos tienen, voy a decirlo así, un ímpetu saganiano. Cardenal escribió una especie de tratado científico en forma de largo poema abarcador, repleto de extravíos políticos, pero también de deslumbramientos. “Cántico cósmico”. Los indígenas de Oklahoma, dice Cardenal, también señalan nuestro origen estelar.

Ahora están en una reserva de Oklahoma.

Pero vinieron de las estrellas dicen ellos.

Antes eran puros y bellos porque vinieron del cielo.

Todos eran entonces Tzi-Sho (la tribu del cielo).

Por qué bajaron del cielo no se sabe.

Nunca es mencionado en sus mitos.

Dios es sutil, pero nunca malicioso, recuerda Cardenal. La labor de la ciencia consiste, creo, en escudriñar esas sutilezas, en darle método al asombro. Cardenal fue un hombre religioso, un sacerdote nicaragüense que estudió en el seminario de la Ceja, Antioquia. Sagan, un ateo espiritual, un escéptico. Pero Dios significa lo mismo para ambos, para los dos es una metáfora del misterio, «Aquel que es sus estrellas».

“El centro del mundo está allí donde el mundo es pensado”, escribió Cardenal. “Un universo sin un observador no es tal”. Hay una especie de antropocentrismo benigno en esta frase que (me atrevo a sugerir) sería compartido por Sagan.  Sin esa conciencia, la danza alborotada de las cosas no tendría quien la celebrara, no existiría. La conciencia humana es quizás un espejo donde el universo se mira y se celebra. Sin ese reflejo, el universo sería poco menos que la nada, algo faltaría.

Eugenio Montejo, otro poeta cósmico, inventó una palabra para describir la consciencia cósmica, la mirada humana al universo desde esta esquina de la galaxia: Terredad. “La tierra es el único planeta que prefiere los hombres a los ángeles”, escribió.

Terredad significa, en última instancia, una conciencia plena de nuestro lugar en el universo: “como estar por años en la tierra, con las nubes que llegan y los pájaros, a bordo, casi a la deriva, más cercanos de Saturno, mientras el sol da vueltas y nos arrastra, y la sangre recorre su profundo universo, mas sagrado que el de todos los astros”.

Montejo sabe de la precariedad de la vida. La vida, para él, es un veloz arrebato. “Soy ateo de todo menos de la muerte”, escribió. Quiere creer que la muerte es casi irrelevante en el trasfondo de la continuidad de todo. “En el espacio tiempo fuimos, somos y seremos para siempre”.

“Esta tierra que no atormenta con la muerte, sino con la belleza”, dijo alguna vez. Quizás allí está la clave de la experiencia humana  (de la terredad) en entender o intuir que siempre hay algo triste en la belleza, que la belleza nos transmite siempre el mensaje de su transitoriedad, que la belleza nos anuncia su muerte.

Después de leer a Montejo y Cardenal, volví a leer a Sagan. O interesarme en él. Vi de nuevo los videos de sus últimas entrevistas. Pude entonces, a través de dos poetas latinoamericanos, redescubrirlo, ser más consciente de su poesía. Lamento mucho que no haya podido ver las imágenes del telescopio Webb, que no haya podido apreciar esa otra poesía cósmica, resultado de la inventiva humana. Los seres humanos hoy podemos ver las luces de las primeras galaxias que llevan viajando 13 mil millones de años.Esas imágenes deslumbrantes, que reafirman tanto nuestra insignificancia cósmica, como nuestra centralidad –al fin de cuentas el universo está observándose a sí mismo en ese gran telescopio que da vueltas alrededor de la tierra– nos conectan con el asombro y nos permiten celebrar la experiencia humana.

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Carl Sagan fue un intelectual público apreciado por millones de personas, que cultivó una gran audiencia, que pudo influir en la forma de pensar de mucha gente. Esa influencia me parece actualmente llamativa, casi anticuada. En esta época de indignación facilista, de fanatismos y discursos reivindicatorios, probablemente Sagan sería cancelado. Su escepticismo sería visto tal vez como un poco tibio. Su defensa de la ciencia sería probablemente tachada de positivismo tóxico. Su laicidad llevaría a que sus libros fueran rechazados en algunos lugares.

Me temo, no quisiera ser pesimista, que no solo la conciencia poética de Sagan, sino su conciencia política riñe con estos tiempos, con la crispación actual, con los discursos tradicionalistas o anticapitalistas que parecen copar la mayoría de los espacios de los debates intelectuales en esta tercera década del siglo XXI.