Liberar los grandes conflictos humanos de la ingenua interpretación de la lucha entre el bien y el mal, entenderlos bajo la luz de la tragedia, fue una inmensa hazaña del espíritu; puso en evidencia la fatal relatividad de las verdades humanas; hizo sentir la necesidad de hacer justicia al enemigo. Pero el maniqueísmo moral es invencible […] Las guerras, las guerras civiles, las revoluciones, las contrarrevoluciones, las luchas nacionales, las rebeliones y su represión fueron barridas del territorio de lo trágico y expedidas a la autoridad de jueces ávidos de castigo.
Milan Kundera
Cada vez que en Colombia ocurre una avalancha, un alud de tierra o una inundación, el “fin de la tragedia”, esa predicción de Milan Kundera, se confirma al pie de la letra. En medio de la angustia colectiva y del melodrama de los medios, nuestros analistas dan rienda suelta a su compulsión moralizante: niegan la tragedia, buscan culpables, encuentran villanos y encomian unos cuantos héroes que, en su opinión, predicaron en vano en medio del diluvio. Algunos se asemejan a los curas de la Colonia, quienes, ante un terremoto o epidemia, señalaban las consecuencias de los extravíos pecaminosos.
El debate necesario sobre políticas ambientales se plantea, entonces, como una lucha entre el bien y el mal. Nadie menciona los costos de reubicar decenas de miles de personas, ni el complejo balance entre desarrollo y medio ambiente; menos aún, las dificultades de un país con una geografía endemoniada y una larga historia de exclusión y desplazamiento. Todo se convierte en una fábula: el narcisismo moral florece con la negación de la tragedia.
Fiscales y procuradores se transforman en jueces ávidos de castigo: anuncian investigaciones, amenazan con medidas draconianas, levantan el dedo acusador… Alguien debe ir a la cárcel. Hace poco una corte italiana envió a prisión a varios sismógrafos de una agencia estatal (el servicio público es una profesión de alto riesgo) por no predecir oportunamente un terremoto. Un fiscal colombiano quería meter a la cárcel a la gobernadora de Putumayo después de la avalancha de Mocoa. El fin de la tragedia es determinista: no deja espacio para la incertidumbre ni para los errores; es un mundo de carceleros oportunistas, aficionados a señalar culpables ante las cámaras de televisión.
El fin de la tragedia también se revela en los debates políticos y las demandas ciudadanas. Creemos que todos los problemas fiscales del Estado se explican por la existencia de la corrupción; no aceptamos la trágica idea de la escasez; reducimos todos los dilemas distributivos a una lucha entre buenos y malos; negamos los conflictos de valores; tendemos, por lo tanto, al reduccionismo y a las fábulas moralizantes. Basta mirar los noticieros, leer las columnas de opinión o revisar las sentencias de los jueces para comprobar la extensión del fin de la tragedia.
A finales del 2018 hubo una inundación en el aeropuerto El Dorado de Bogotá. Los expertos explicaron que se trataba de una falla de mantenimiento lamentable que por fortuna había sido resuelta de inmediato. Algunos internautas acuciosos señalaron que en varios aeropuertos de Estados Unidos y Europa se habían presentado problemas similares. Esas cosas pasan. Pero en el mundo del fin de la tragedia, donde pocos piensan y todos juzgan, no hay lugar para el azar ni los errores. La mayoría de periodistas del país encontró rápidamente una explicación enlatada para el problema ingenieril: la corrupción.
Olvidan algunos que, en muchos casos, la corrupción no es una causa sino una consecuencia de problemas más complejos del Estado: la falta de capacidades, la ausencia de proyectos, la reticencia de personas honestas y conocedoras a hacer parte del sector público… Los que critican a los políticos y sostienen que “todo es corrupción” exacerban el problema. Al fin y al cabo, muchos deciden no enfrentar a esos jueces inmediatistas que pululan en el periodismo y los organismos de control.
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El liberalismo está pasado de moda, se ha dicho. Pero vale la pena insistir en la necesidad de un liberalismo trágico. Muchos de nuestros valores más preciados están en conflicto: la justicia y la paz, la libertad y la igualdad… La vida, al igual que la política, implica sacrificio, una elección entre valores distintos. Ya lo dijo Isaiah Berlin: “los valores de la vida no son solamente múltiples; suelen ser incompatibles. Por ello el conflicto y la tragedia no pueden ser nunca eliminados de la vida humana”.
El populismo de estos tiempos no coincide con esa visión. La resignación inteligente y razonada no sintoniza con el espíritu de los tiempos. Pero eso no la hace menos válida. Recuperar el sentido de la tragedia en la política es imprescindible, un antídoto urgente contra la demagogia y la falsa indignación.
Recuerdo la respuesta de Borges a una pregunta impertinente sobre la participación de su compatriota Ernesto Sábato en una comisión de acusaciones en Argentina: “Alguien tiene que hacerlo, pero prefiero que lo hagan otros”. El gesto de Borges —esto es, su aversión a convertirse en juez— es aleccionador. En un mundo de acusadores, la reflexión sosegada y la aceptación de la tragedia representan casi un milagro. “Lo trágico nos ha abandonado y este es tal vez nuestro verdadero castigo”, escribió Kundera.