Uno de los grandes problemas de la polarización, de las discusiones entre partes enfrentadas que no se respetan éticamente, es la confusión de los términos del debate: “Ud. defiende el negocio, yo los pacientes”, se dice de un lado. “Ud. quiere entregarles el sistema de salud a los políticos con fines electorales”, se responde del otro. Uno y otro de los participantes dudan de las intenciones de sus contrapartes, convertidos ya en enemigos.
Este debate no es, incumbe aclararlo, un debate entre un grupo altruista y otro cooptado o mal intencionado. Incluso uno podría partir de la idea de que todos los participantes quieren promover el bienestar general. El debate es sobre de qué manera hacerlo, sobre el papel del sector privado en la provisión de un servicio social, sobre los incentivos y las formas más adecuadas de regulación. En suma, sobre el “cómo”.
Tachar a los otros, a quienes piensan distinto, de defensores del negocio o de corruptos de nada sirve. No construye. Paraliza. Con el propósito de construir, esto es, de avanzar el debate, quisiera plantear cinco preocupaciones puntuales sobre la reforma a la salud propuesta.
- La reforma propone un sistema abierto: sin plan de beneficios, sin UPC (Unidad de Pago por Capitación), sin contratos con los prestadores, sin auditorias concurrentes, etc. Un sistema concebido de esta manera llevaría a una crisis financiera, con efectos inmediatos sobre la prestación. El Ministerio de Hacienda y Crédito Público debería tomar nota al respecto.
- La reforma plantea un sistema completamente fragmentado; fragmentado entre el primer nivel de atención y la atención de mayor complejidad, entre las RISS generales y las de laboratorio, apoyo diagnóstico, farmacéuticas, de trasplantes, etc. Esta fragmentación hará mucho más traumática la atención del paciente.
- La reforma acaba con las EPS y por lo tanto con las capacidades acumuladas por treinta años, en auditorias, compra de servicios, gestión de riesgo, manejo de enfermedades crónicas, etc. Si no van a realizar labores de contratación, gestión de riesgo y auditorias, el papel de las gestoras no tiene sentido, es cosmético. Muchas EPS saldrán del sistema, creando una crisis de atención.
- La reforma plantea que el Estado va a asumir los servicios sociales complementarios que hoy hacen las EPS. ¿Pagará la ADRES centralizadamente el transporte de los pacientes? ¿De dónde van a salir los recursos? ¿Puede gestionarse desde Bogotá este tipo de atenciones? ¿Quién va a hacer la auditoria y el control? En general, en la reforma planteada, la ADRES acumula funciones sin tener las capacidades.
- ¿Qué va a pasar con los 100 mil trabajadores de las EPS? ¿Puede la ADRES con una fracción de los trabajadores actuales asumir las responsabilidades de coordinación y administración de todo el sistema de salud? ¿En cuánto tiempo? ¿Hay un plan claro de transición? La verdad no lo hay. Ni hay respuestas a las preguntas planteadas.
Uno podría evadir este debate diciendo simplemente que la administración de la salud debe ser pública. Pero el debate es más complejo y no se resuelve con acusaciones generales o pronunciamientos retóricos.