Nací en Santiago. Crecí oyendo las canciones de Ángel Parra, Quilapayún e Inti-illimani. Mi papá había traído varios discos de Chile. Estudió una maestría en un centro de estadística en Santiago. Iba con frecuencia. Quería a Chile como a ningún otro país. Hizo muchos amigos que después se sumaron a la diaspora.
Recuerdo el llanto de mi papá el día que mataron a Allende. En los años que siguieron repasamos juntos una y mil veces un libro de fotografías sobre el golpe de estado, “Esto pasó en Chile». No he olvidado una imagen de diez hombres barbados, sentados en un camerino del estadio Nacional: «esperando para ser torturados», decía la descripción.» Pinochet fue el diablo de mi niñez, la personificación de la maldad humana.
He visitado a Santiago muchas veces. He hecho varios peregrinajes a la clínica del barrio Providencia donde nací. La última vez caminé por el centro. Encontré un libro amarillento firmado por Nicanor Parra. Visité la Universidad Católica. Hablé con la gente. Noté inmediatamente una brecha (un abismo casi) entre las impresiones del visitante (positivas) y las opiniones de los habitantes (negativas).
Negar el progreso chileno (entendido como una disminución del sufrimiento humano) sería necio. Pero la dictadura (como un suerte de pecado original) enturbió siempre esta historia en mi mente. Aplacó mi entusiasmo. He mantenido por años cierta reserva o ambigüedad con respecto al aparente progreso chileno.
Las causas del estallido reciente son muchas. Ya los científicos sociales se ocuparán de ellas. Muchos mencionan a la desigualdad. Pero esta es también la protesta de los nietos de la dictadura. La democracia chilena no ha podido sanear todas las heridas. Volví a oír a Ángel Parra durante estos días. Me produjo una especie de fiebre nostálgica. Si viviera en Chile, habría salido a protestar sobre todo contra la brutalidad del pasado, contra los crímenes de Pinocho (como le decía mi papá a ese general adusto y asesino).
(ceremonia de grados Uniandes, 10/11 de octubre de 2019)
No todos los días son iguales. Muchos pasan de largo sin dejar rastro. Van acumulándose en esa tumba sin nombre que es el olvido. La mayoría de nuestros días están perdidos para siempre. Es como si hubiéramos estado muertos.
Otros días, sin embargo, unos pocos, los recordamos eternamente. Quedan impresos en ese libro cambiante, caprichoso e impreciso que es la memoria humana. Esos pocos días (frágiles conexiones en el universo insondable que es nuestro cerebro), nos definen. Son parte de nosotros. Estamos, casi sobra decirlo, hechos de recuerdos.
Este día, puedo anticiparlo, lo recordarán por siempre. Los acompañará por el resto de sus vidas. Representa un importante rito de paso. Un principio y un final.
Mucho ha ocurrido, amigos graduandos, durante estos últimos años. Aprendieron varias cosas, unas imprescindibles, otras útiles simplemente. Hicieron algunos amigos para toda la vida. Conocieron algunos profesores que los inspiraron, que les cambiaron su forma de ver el mundo, que les mostraron una vocación que hoy parece un destino.
Durante estos años, tuvieron que lidiar con la presión y la ansiedad del fracaso, con ese mal simulacro de la vida que son los exámenes. Experimentaron, imagino, la epifanía indescriptible que ocurre cuando entendemos por primera vez algún asunto antes misterioso o desconocido. Y experimentaron también, puedo suponer, la perplejidad, las dudas o la simple frustración ante la complejidad del mundo.
Todos Uds., graduandos, superaron las exigencias (a veces razonables, a veces no tanto) de una de las mejores universidades del país, los rigores de la academia y las reglas de sus facultades. Vivieron intensamente. Rieron y lloraron. Cumplieron. Hoy celebramos todo eso. Hoy un día que recordarán por siempre.
*****
Espero que en medio de todo, de las exigencias curriculares y las peripecias de la vida, hayan tenido algún momento para reflexionar sobre las grandes preguntas sin respuesta, sobre el mundo en que vivimos. La universidad, leí hace poco, es un refugio donde los jóvenes reflexionan sobre el mundo antes de que este se los devore. Sea lo que sea, quiero compartir algunas reflexiones sobre el presente, sobre el mundo actual con todo lo que tiene de maravilloso e inquietante.
Vivimos en una época contradictoria. Por un lado, está el avance de la humanidad. “El gran escape” lo llamó hace unos años un economista y premio Nobel. El escape del hambre, la ignorancia, la pobreza y la enfermedad. No nos gusta reconocerlo. Preferimos la queja al deslumbramiento, pero somos, todos quienes estamos aquí, al menos en términos estadísticos, la generación más afortunada en la historia de este planeta. Nadie ha vivido tanto. Ni viajado tanto. Ni probado tantos sabores. Ni visto tantas cosas. Nadie ha tenido tanta libertad ni tanto acceso al conocimiento. En sus bolsillos todos guardan un aparatico brillante, el Aleph de Borges, una ventana a todo el conocimiento humano. Por supuesto millones sufren todavía por el hambre, la enfermedad y la pobreza. Pero el negacionismo no resolverá ninguno de estos problemas. Por el contario. Puede agravarlos.
Somos unos privilegiados de la historia. Pero todo no termina aquí. El gran escape tiene un revés problemático, inquietante decía hace un momento. El gran escape, el progreso incesante de la humanidad, ha traído consigo la gran aceleración. El crecimiento exponencial de los gases efecto invernadero, la pérdida de biodiversidad, la acidificación de los océanos y por lo tanto de los eventos climáticos extremos, la gran catástrofe ambiental en ciernes.
Al mismo tiempo, para usar una frase de Michel de Montaigne, el creador de la modernidad, pareciera que estamos entrando a una de etapa de locura de la humanidad. Crecen los nacionalismos. Se cierran las fronteras. Se alimenta el odio. Se denigra de la razón. Y los mismos aparaticos que ofrecen una ventana al mundo, facilitan la acción de grandes maquinarias de la desinformación y la mentira.
Actualmente compartimos por redes sociales, de manera más o menos inadvertida, todos los detalles de nuestras vidas. Les entregamos a unas cuantas empresas información que dudaríamos en compartir con nuestros mejores amigos, incluso con nuestros hermanos. Esas empresas, a su vez, comparten la información privada con otras tantas interesadas en vendernos chucherías o alimentarnos con pasiones innecesarias y odios artificiales. Somos animales hackeables, escribió un comentarista lúcido en días recientes. Nuestro cerebro está siendo hackeado por charlatanes de todas las marcas y colores. Vivimos, en últimas, en un atolladero ético.
Esa es la época que estamos viviendo. Interesante. Privilegiada, si se quiere. Desafiante. Incluso peligrosa. Digo todo esto, señalo la superposición entre los grandes avances y las grandes amenazas, porque quiero, casi como una última lección, invitarlos a ser conscientes de su entorno, a entender el momento en que estamos viviendo, a valorar lo que tenemos y entender los riesgos, los problemas que definirán su futuro.
No es un llamado al desánimo, menos una invitación al pesimismo. Quiero simplemente reiterar que la reflexión ética es ahora más importante que siempre. Dónde quieran que estén, adónde quieran que vayan, dónde sea que trabajen, en los ámbitos públicos y privados, no olviden este contexto: el gran escape de un pasado terrible (que celebramos) y la gran aceleración (hacia un futuro peligroso) que debemos enfrentar.
*****
No soy el orador principal de esta ceremonia. No quiero tomarme más tiempo del debido. No los voy a atiborrar con cifras. Tampoco voy a darles muchos consejos. No creo o dudo mejor de la eficacia de estas admoniciones. Dije recientemente que no me gusta predicar demasiado. Algo que no siempre cumplo. Todos tenemos nuestras contradicciones.
Comparé alguna vez mi posición en este instante con la de la azafata al inicio de un vuelo. Estamos ya sentados en el avión. Nos hemos abrochado el cinturón. La azafata deja sonar un video con sus recomendaciones. Pero no prestamos atención. No nos interesan las advertencias. Ya veremos qué hacer si algo grave pasa. Nadie puede enseñarnos a vivir por adelantado. En fin, así me siento en estos discursos, como la azafata resignada que conoce y entiende a su audiencia indiferente.
Voy a dar solo dos mensajes para terminar. No pretenden ser originales. Han sido repetidos una y mil veces. Pero vale la pena repetirlos otra vez. Los mensajes son para todos, incluidos los padres de familia y los educadores. Los mensajes tienen algo de autocrítica. O al menos algo de introspección.
Empiezo con una anécdota. En una reunión reciente de profesores, una profesora ya veterana, con la sabiduría de los años vividos, levantó la mano y puso de presente una obviedad: “queremos que los estudiantes, dijo, aprendan varias lenguas, estudien los clásicos, reciten la Constitución, entiendan los grandes dilemas éticos, sepan programación y conozcan a profundidad los asuntos más relevantes de su profesión. No contentos, les pedimos que hagan dobles programas”.
Esperamos demasiado, Uds. lo saben bien. Lo han vivido en carne propia. Quiero llamar la atención sobre las expectativas, sobre esa carga que nosotros les hemos puesto y que Uds. mismos se han autoimpuesto. Hago, en últimas, un llamado a la cordura intergeneracional. Una generación no puede imponerle a la siguiente todas sus ambiciones aplazadas.
Tenemos, creo, una responsabilidad primaria. Debemos darles más espacio. Dejar que se equivoquen. El mayor privilegio, la mayor libertad es no tener miedo a equivocarse. Uds. no tienen que hacerlo todo. No tiene que serlo todo. Todo al mismo tiempo como les han dicho.
Es casi un asunto de salud mental. La generación Z, Uds. graduandos lo saben bien, está estresada, con problemas de ansiedad, llena de pruebas, exámenes y evaluaciones. Creo que vale la pena, repito, que todos demos un paso atrás y reflexionemos sobre esta otra gran aceleración, la de las expectativas.
Decía Michel de Montaigne, a quien ya mencioné, el escéptico, quien decidió al final de su vida abstraerse un poco de las inclemencias del mundo, que las mejores vidas son aquellas vividas sin milagros ni extravagancias, con plena conciencia de nuestros límites.
Los poetas lo saben. Nos enseñan a protestar contra el paso del tiempo, la opresión de las expectativas y los excesos del superyo, de nuestra conciencia. Quiero compartir con todos una de esas protestas escrita por el poeta Elkin Restrepo, a quien cuento entre mis amigos:
No es una tarea nada fácil
ésta de tomarse día a día uno y darse forma
y ordenar un sentido a todo
y parecer natural y también convincente
y alzarse levantar el vuelo
hacia otra región más alta
como si fuera poco como si fuera nada
cargar con quien aquí muy dentro
y con las mismas fuerzas las mismas palabras
argumenta contradice echa a pique
una a una verdades sueños
que uno levanta día a día luchando
aferrándose hasta sangrar
a fin de cumplir con algo en la vida
a fin de alcanzar
lo que nunca en verdad se te ha pedido.
No es una tarea fácil darse forma, ordenarlo todo y cumplir incluso más allá de lo que nos han pedido. Deberíamos, insisto, revisar las extravagantes expectativas.
Ya voy a terminar. He hablado más de la cuenta. Mi último mensaje es simple, casi obvio: sean amables, generosos, “queridos” decían en la Medellín de mi niñez ya perdida en el río del tiempo. Aldous Huxley, uno de los grandes pensadores del siglo XX, que nos ilumina con su clarividencia, lo dijo de la mejor manera: “Es casi penoso, afirmó, haber estado imbuido en las ciencias y en los problemas humanos todo una vida y descubrir que uno tiene un solo consejo para ofrecer: traten de ser un poco más amables”.
Con el tiempo, con los años y las lecturas superpuestas, la necesidad ética de la compasión resulta cada vez más evidente. Graduandos, hoy, este día, traten de ser más amables y amorosos con sus padres y familiares. Tómenlos de la mano. Expresen lo que sienten de esa forma extraña como lo hacemos los humanos. Juntando nuestros cachetes, haciendo un círculo con nuestros labios y deshaciendo la mueca con un ruido seco, elocuente, más elocuente que las palabras. Los besos lo dicen casi todo. No vale la pena ahorrarlos.
Les deseo mucha suerte. Abracen a sus padres y hermanos. Tómense muchas fotos. Celebren este día que recordarán por siempre. Felicitaciones a todos de todo corazón. Muchas gracias.