Cada seis meses, debe leer una nueva página del libro del destino. La página está escrita en un lenguaje cifrado, casi incomprensible. Tiene que recurrir, entonces, a traductores entrenados en descifrar las claves del asunto. Vive en medio de la incertidumbre, el miedo y la resignación (como viven tal vez todos los hombres).
Esta vez abrió el libro más tranquilo que de costumbre. Ha aprendido a mentirse a sí mismo, a practicar una suerte de ecuanimidad superficial. Los primeros mensajes parecían positivos. Siguió leyendo. Los segundos eran ominosos. Continuó la lectura. Los terceros eran ya terroríficos. Señalaban una agonía breve de dolores inevitables y esperanzas vacías.
Recurrió a los traductores, quienes confirmaron sus conclusiones fatalistas. Pasaron varias horas. Habló con quién pudo. Contó su historia. Fue franco. Directo. Descarnado. Desde muy niño ha rechazado las falsas promesas. Jamás se permitiría ilusionarse con los eventos improbables que por consuelo o ignorancia algunos llaman milagros.
Pero esta vez ocurrió un hecho inesperado. Sin darse cuenta, como resultado quizá de su impaciencia, había abierto el libro en la página equivocada, había leído unos mensajes previos. “Está leyendo una página del pasado”, dijo uno de los traductores. Consultó el libro nuevamente. En efecto, había cometido un error. Leyó como pudo la nueva página. El mensaje era esperanzador. La página anunciaba esta vez una nueva oportunidad.
En seis meses abrirá de nuevo el libro. Tembloroso leerá la página. Vendrán las interpretaciones. Se revelará su destino nuevamente. Así es su vida. Parece un continuo renacer hasta que la página anuncie lo contrario. Estos días todo ha sido más intenso. Han vivido como mandan los poetas. Nunca se habían abrazado tanto.