A finales de los años cincuenta, un brillante estudiante de ciencias políticas, iconoclasta y rebelde (en el sentido académico del término), publicó un libro acerca de la diplomacia europea durante la primera parte del siglo XIX. El libro ha sido ya olvidado, sepultado, como tantos otros, entre millones de tesis y artículos académicos sin lectores, huérfanos, condenados a la irrelevancia: muchos profesores ya no tienen tiempo para leer, pues están muy ocupados escribiendo textos que nadie lee. El autor del artículo tiene todavía cierta notoriedad, ganada no en las aulas de la academia, sino en los salones del poder. El autor fue el maquinador político por antonomasia de la guerra fría. Nadie más y nadie menos que Henry A. Kissinger.
Henry A. Kissinger planteó una clasificación binaria de los estilos de la política. De un lado, escribió, está el estadista, siempre cauteloso, dubitativo, atrapado en sus cavilaciones hamletianas. El estadista “es consciente de las muchas esperanzas que han fracasado, de las buenas intenciones que terminaron en nada, y del egoísmo, la ambición y la violencia”. Cree en el gradualismo. Evita los experimentos más ambiciosos, las reformas más radicales y los cambios más arriesgados. Evita también la personalización de la política y las relaciones exteriores. Sabe bien de la “fragilidad de las estructuras que dependen de un solo individuo”.
Del otro lado, señaló el joven Kissinger, está el profeta, ajeno a las dudas y cavilaciones, seguro de sí mismo, inmune a los hechos. El profeta desecha el gradualismo como una concesión injustificable. Tiende a suplantar la realidad por su visión exaltada del mundo. Cree en las soluciones totales y definitivas. Tiene más propósito que metodología. “El profeta representa una era de exaltación, de grandes levamientos, de vastas posibilidades, pero también de enormes desastres”.
Pero ante todo, el profeta es un crítico del sistema y del orden establecido, representa lo que el mismo Kissinger llamó “un poder revolucionario”, esto es, un poder que pone en cuestión la legitimidad del sistema imperante. El profeta no cree en las reglas de juego. No respeta las reglas de juego. Pretende el mismo definir, a su manera, por sí solo, las reglas de juego.
Yo no creo en las analistas clarividentes. Pero resulta imposible, después de leer estas elucubraciones, escritas hace más de 60 años, no señalar su actualidad, su vigencia para entender la realidad del mundo actual. Kissinger estaba escribiendo acerca de la realidad política de la Europa decimonónica, pero parece estar escribiendo sobre la realidad política de los Estados Unidos en el siglo XXI. Obama personifica, casi de manera exacta, al estadista. Trump, por su parte, personifica, aun con mayor precisión, al profeta. Con todo, la clasificación propuesta por Kissinger es ilustrativa y reveladora.
Pero más reveladora e inquietante es su conclusión, su análisis sobre el fracaso de la diplomacia y los poderes tradicionales ante la arremetida del poder revolucionario, ante la llegada estrepitosa de los profetas:
Confundidos por un período de estabilidad que parecía permanente, ellos [los representantes del poder establecido] encuentran casi imposible tomarse en serio las aseveraciones del poder revolucionario en cuanto su intención de destruir el orden vigente. Los defensores del status quo, por lo tanto, tienden a tratar al profeta como si sus protestas fueran meramente tácticas; como si en realidad estuviera simplemente tratando de acrecentar su poder de negociación, como si sus pretensiones abarcaran algunos aspectos específicos dirimibles mediante concesiones limitadas. Aquellos que advierten el peligro son considerados alarmistas, los que aconsejan la adaptación son por el contrario considerados sensatos y equilibrados […] Pero la esencia de los profetas es que están impulsados por el coraje de sus convicciones y dispuestos a llevar las cosas hasta el final.
La advertencia de Kissinger es inquietante, a saber, la sociedad y los poderes tradicionales no están preparados para hacer frente a la embestida de los profetas. Bajan la guardia. Minimizan el peligro. Limitan la oposición. Ignoran los indicios más preocupantes. Van sumando concesiones, perdiendo la libertad y entregando la democracia poco a poco. Paso a paso. Ha ocurrido ya muchas veces. Con frecuencia la pasividad le abre paso al desastre.
En varias partes del mundo, la gente parece haberse cansado de los estadistas y su exceso de realismo, y ha optado, entonces, por los profetas y sus visiones exaltadas. Las consecuencias podrían ser desastrosas. Los profetas con frecuencia no advierten los desastres, los ocasionan.
Alejandro Gaviria
22 febrero, 2018 at 2:03 pmEsta columna fue publicada originalmente en la Revista de la Universidad de Antioquia un año atrás.
CARLOS EDUARDO PÉREZ MEJÍA
22 febrero, 2018 at 3:21 pmMuy atinado su post, Dr. Gaviria; habría que añadir que el estadista, más que velar por los intereses de la comunidad e impulsar el desarrollo del estado, mantiene sus pugnas pensando en el poder para sí mismo y los que lo secundan. Por su parte el profeta generalmente es un solitario con un nivel superior de percepción del estado de cosas injustas y una visión diferente de la realidad que se sostiene en el sensus comunis, por eso lo marginan, porque aterra y sí, no avizora desastres, los causa pero no a voluntad sino por reacción de las fuerzas ciegas que canalizan la historia, de ahí que se les relacione con lo divino y escatológico. Disiento de su visión de Trump como profeta; los payasos generalmente sirven para darle un aire de normalidad al circo que siempre está gravitand
CARLOS EDUARDO PÉREZ MEJÍA
22 febrero, 2018 at 3:23 pm…gravitando sobre la tragedia de los trapecios, de las fieras, de la ruina.
Alejandro Gaviria
22 febrero, 2018 at 4:20 pmTrump is a prophet
Sebastián
22 febrero, 2018 at 6:51 pmPetro is a prophet.
Anónimo
22 febrero, 2018 at 7:00 pmEsto escribió Alejandro Gaviria sobre Petro cuando el primero era columnista y el segundo alcalde de Bogotá:
El fin, dirá Petro, su objetivo de ponerle freno a una expansión territorial percibida como caótica justifica sus medios arbitrarios, casi extorsivos, esta suerte de matoneo político. “O hacen lo que yo quiero o les cierro la llave”, sugiere. Lo mismo, cabe recordarlo, hizo Putin con la venta de gas a Ucrania y otras países insubordinados. “Petro pretende convertir a Bogotá y sus dominios en Petrogrado”, señaló hace un poco un ex funcionario desencantado. Razón no le falta.
Repitiendo: el alcalde Petro parece no tener límites. Ni los legales que definen de manera precisa el alcance geográfico de su poder. Ni los de la cordura y el sentido común. Ni tampoco, me temo, los del respeto y la decencia.
JDomínguez
22 febrero, 2018 at 10:15 pmBuenisimo y alamante
Anónimo
23 febrero, 2018 at 12:30 amMás preocupante aún, en el caso del profeta Trump, es la posición que los medios de comunicación tradicionales adoptan para cuestionarlo: hacer caras de exasperados, insinuar "¡pero qué bruto!", "¡qué idiota!", "¡qué tarado!", "¡qué hipócrita!" (ocurre 24 horas al día en CNN), sacrificando su deber de hacer un periodismo serio que contribuya a socavar con base en hechos y análisis serios toda la cháchara populista de profeta iluminado absorto en una "genialidad" que solo ÉL y su rebaño de desplazados sociales logran reconocer.
Constantino
23 febrero, 2018 at 11:46 amLo más rescatable del texto de Kissinger es que admite una lectura donde el juicio de valor es exactamente el opuesto que el suyo, Alejandro: uno donde la continuidad del statu quo es de una pasividad pusilánime y el cambio es bienvenido. Todos los momentos donde se "forjó la historia" que nos han enseñado a admirar han llamado a la palestra a más "profetas" que "estadistas", si es que aceptamos esa dicotomía de rango tan pequeño. ¿Dónde ubicaría Kissinger a Washington o a Lincoln?
Que el profeta no respete las reglas de juego puede ser justo lo que le garantice la victoria, especialmente si esas reglas son injustas, si vienen amañadas. La abolición de la esclavitud no iba a conseguirse apelando a las buenas intenciones de los hacendados del sur de los Estados Unidos. Toda guerra constituye una excepción, por mucho que tenga unas reglas internas más o menos respetables.
Me llama mucho la atención lo que dice al final sobre cómo las sociedades no están en guardia contra los profetas y van cediendo la democracia de a poco. En muchos casos la política tradicional ha pretendido preservar órdenes no democráticos y solo con un "profeta", generalmente populista, se logra subvertir el statu quo. Las democracias más participativas y las sociedades igualitarias no son caldo de cultivo para el mesianismo populista, de modo que si este fenómeno acontece es porque algo anda mal; como en Estados Unidos, donde curiosamente un sistema político cooptado por las corporaciones relanzó un cambio, trajo a una figura nueva que irónicamente es un magnate corporativo.
Anónimo
23 febrero, 2018 at 12:19 pmTodos los momentos donde se "forjó la historia" que nos han enseñado a admirar han llamado a la palestra a más "profetas" que "estadistas".
Esto es por lo menos una exageración, producto tal vez del delirio pretista de Constantino. Le recomiendo una lectura de cualquier biografía de Lincoln. De pronto así de le quita la bobada
Alejandro Gaviria
23 febrero, 2018 at 12:41 pmNo es apego pusilánime al pasado. En mi opinión, la rebeldía y el inconformismo con el presente debe coincidir con el respeto por el pasado. El cambio social es complejo. Soslayar la complejidad es equivocado y puede ser desastroso. .
Popper
Anónimo
23 febrero, 2018 at 3:08 pmHubo un tiempo en que Alejandro Gaviria no sufría de 'exceso de suspicacia':
http://agaviria.blogspot.com.co/2009/01/en-defensa-de-petro.html
orlando mizar
23 febrero, 2018 at 11:26 pmEl dr Gaviria diría más bn que siempre tendrá que llevar la contraria
Constantino
23 febrero, 2018 at 3:17 pmPopper tiene razón en que el mundo no puede reconstruirse conforme a una idea, mucho menos a una utopía. Toda utopía es por fuerza una negación de la multiplicidad y la diferencia, la realidad no cabe en ninguna fórmula. Pero de ahí no se sigue que el camino para transformar a una sociedad deba ser gradual y ponderado, sobre todo cuando una sociedad está en punto máximo de tensión. La misma democracia que hoy tanto apreciamos fue conseguida en muchas partes del mundo por las armas, y las identidades nacionales se forman en las mitologías de mártires y próceres, radicales o "profetas".
Que el cambio social sea complejo no significa que toda circunstancia histórica se resuelva mejor en los dilemas hamletianos del estadista cauto. Las revoluciones también son complejas. Muchas veces más que el propio curso pasivo lleno de dilemas y agentes en pugna. El punto es que si vamos a concederle algún mérito analítico a la caracterización de Kissinger, habría que declararse neutral frente a una superioridad a priori de cualquiera de ambas figuras, la del estadista y la del profeta. Hay un sesgo ideológico muy fuerte en suponer que el estadista es en general y por definición el agente idóneo para estar al frente de las transformaciones sociales.
Anónimo
23 febrero, 2018 at 4:43 pmLo de Constantino es noltagía de 1848 con un desconocimiento de la historia casi ridículo, no le bastan las hambrunas de Mao, Stalin, khem rouger etc.
Alejandro Gaviria
23 febrero, 2018 at 6:15 pmComplejidad – > modestia, reconocimiento de la ilusion del conocimiento – > gradualismo, ensayo y error. Es la gran lección de Hume, Smith, Hayek, Popper, etc.
Anónimo
24 febrero, 2018 at 12:30 amEn mi opinión ser petrista muestra o un problema cognitivo (incapacidad de pensar por sí mismo) o una sociopatía (un odio y resentimiento rabioso)
Constantino
24 febrero, 2018 at 9:10 amEs curioso que diga eso, porque Hume vio como un acierto la Revolución Gloriosa de 1688 y era simpatizante de la causa revolucionaria en Norteamérica, y pensaba que hay revoluciones justificadas contra la tiranía: no propiamente soluciones graduales.
Lo extraño es tratar de sacar lecciones de una lectura tan binaria y simplista de la realidad donde los líderes políticos caben en dos categorías y luego invocar la complejidad. Si algo hay en todo esto contra una lectura compleja de la realidad es, primero, la propuesta de Kissinger, y, segundo, la conclusión de que la figura del estadista es la ideal para liderar una transformación social compleja. Más bien me parece que en cierto modo todo gran líder es un profeta, solo que cuando está alineado con ciertos intereses ideológicos se lo envuelve en un aire de estadista, con todo lo que eso implica para una lectura crítica de la historia.
Cualquiera puede ver que nadie le sirve mejor a un régimen opresor que el estadista envuelto en dilemas hamletianos, incapaz de asumir el peso de una lucha emancipatoria. Y no estoy hablando de comunismo, como sugiere algún anónimo despistado, sino justamente de cómo han sido las conquistas de la democracia en la historia de occidente.
Alejandro Gaviria
24 febrero, 2018 at 2:03 pmConstantino: la revolución Gloriosa (para usar los mismos términos de
la columna) nada tuvo que ver con los profetas. Todo lo contrario, está inspirada en una idea: la inconveniencia del poder omnímodo, la importancia de los pesos y contrapesos, etc. Un profeta Whig es casi una contradicción en los términos. Lo mismo puede decirse de la revolución Americana, también "antiprofetas", desconfiada de las proezas de un solo líder iluminado.
Veo en lo suyo una defensa antiliberal de la improvisación carismática. Me recuerda, para usar un debate nuestro, la defensa de William Ospina de Bolívar y el caudillismo latinoamericano.
Podríamos traer a cuento también a Berlín con sus zorros y erizos: los
segundos solo saben una cosa, se equivocan con estruendo y sí, a veces, aciertan espectacularmente. Pero yo prefiero las dudas y el escepticismo. Hume otra vez.
Saludos.
Anónimo
24 febrero, 2018 at 3:34 pmPetro no es el problema. Es el síntoma. En eso se equivocan muchos. Pero tampoco es el remedio o la solución. Personalmente es un incapaz, un dictadorcito de medio pelo.
Constantino
24 febrero, 2018 at 3:41 pmTraje a cuento las revoluciones porque ya estábamos discutiendo otra cosa: el valor del gradualismo frente a las soluciones más radicales, y porque en ese sentido Hume no sería siempre un partidario de lo que usted quiere reconocer en él.
Yo no estoy en una defensa antiliberal de la improvisación carismática, eso es una caricatura. Yo mismo dije que las democracias maduras, participativas, no son terreno fértil para el mesianismo populista. Lo que quiero mostrarle es que el cacareado estadista puede ser (según los mismos términos que usted exalta) el mejor defensor de un estado de cosas opresivo. Y el "profeta" puede defender una causa que usted valore, o que sea tan remota en el tiempo que ya nos sea indiferente como para hacer esa censura a priori, escandalizada (¿qué serían Pericles y Julio César?)
La lectura de Kissinger se presta para caricaturas y en eso terminamos con la comparación con William Ospina; desde hace rato la complejidad quedó reducida a dos prototipos donde cada quien mete figuras políticas a su amaño.
Saludos.
Andres
24 febrero, 2018 at 5:50 pmSaludos Alejandro, unos breves comentarios:
Considero que la clasificación de Kissinger es demasiado simplista. Esto porque, para empezar, clasifica a todo posible gobernante de acuerdo con un criterio único, que es su visión de cómo deben hacerse las reformas y los cambios sociales. Seguramente hay muchos casos en los cuales, por la circunstancia histórica, la labor de ciertos gobernantes tuvo énfasis en otros aspectos diferentes a la velocidad o el método de la reforma social (además porque no siempre ha sido ese el tema central o más apremiante en la agenda de los gobernantes o de las sociedades). No sabría cómo ubicar en esta clasificación a Pericles o a Julio César: ellos tal vez habrían tenido una opinión sobre el método y el ritmo de las reformas sociales, pero sus prioridades de gobierno estaban en otros asuntos.
Además, esta clasificación corta en dos lo que realmente es un amplio espectro. No es cierto que las dos únicas dos alternativas sean la moderación extrema y la locura imprudente. Entre estos dos extremos hay numerosas posibilidades.
Considero además que la caracterización del “profeta” es caricaturesca, y tal vez corresponda históricamente sólo a unos pocos casos. Pero no es verdad que todo anhelo de reforma social implique imprudencia o delirio. Es perfectamente posible (y en muchos casos ha ocurrido) que haya circunstancias históricas en las cuales existan razones éticas y humanitarias para preferir reformas rápidas, o reformas concebidas y diseñadas por los gobernantes (a diferencia de aquellas de generación gradual o espontánea). Y tampoco es cierto que, como se sugiere al caracterizar al “estadista”, todo intento de reforma social haya conducido a la decepción o al fracaso. Hay numerosas experiencias históricas de esperanzas que no han fracasado y de buenas intenciones que sí condujeron a cambios duraderos y valiosos. Y esto es cierto, incluso en casos donde ha habido consecuencias dignas de lamentar. Yo por ejemplo prefiero los cambios incruentos, pero prefiero también la Francia posterior a la Revolución que la anterior (y los cambios introducidos por ella que perduran hasta hoy).
Estas distinciones suelen basarse demasiado en una interpretación selectiva (cherry-picking) de la historia. En círculos conservadores suele citarse la Revolución Gloriosa de 1688 como ejemplo de cambio social a través del compromise y sin la sangre de la Revolución Francesa. Ello sin contar, claro está, que la Revolución Gloriosa fue precedida de cuarenta años de guerra civil sangrienta, de la decapitación de un rey, y del liderazgo de Cromwell. De modo que la historia es un poco más compleja, y bastante más cruenta.
La clasificación de Kissinger tiene un tono normativo, que termina por prescribir una necesaria preferencia por la conservación del statu quo. La carga moral de la distinción estadista/profeta claramente favorece al primero, a quien se caracteriza con atributos de prudencia y sabiduría, mientras que al segundo se le perfila con atributos de ignorancia e irresponsabilidad. Así, lo único admisible en un buen estadista termina siendo la prudencia extrema, en virtud de la cual hay que abstenerse de propiciar cambios, y preferir en todo caso la llegada gradual de las mejorías.
Esto es susceptible de una objeción, a la que también es susceptible la teoría hayekiana del orden social: en principio, es perfectamente concebible que los procesos espontáneos de la sociedad no conduzcan a transformaciones ética y humanamente valiosas: bien podría suceder que simplemente se perpetúe un statu quo injusto, o que el ordenamiento espontáneo de las cosas conduzca a resultados iliberales o despóticos.
Y aunque esto es otro tema, no estoy seguro de que el Hume que en los comentarios se invoca sea fiel con las ideas del pensador escocés. Es más bien la lectura hayekiana de Hume, que de su epistemología y de su teoría sobre los procesos sociales deduce consecuencias políticas que al menos yo no he encontrado en la obra de Hume. Lo que hace Hayek con Hume es volverlo arbitrariamente su precursor.
Oswaldo
25 febrero, 2018 at 2:50 pmGracias por su comentario un poco refrescante, en medio de una discusión que solo ha pretendido encasillar a Petro cómo profeta y por ende peligroso según llenos.
Si de etiquetar se tratara, en esta clasificación no tendríamos estadistas criollos y de allí la crisis de los partidos políticos en general.
Los matices son muchos más y lo ideal sería aceptarlos, entenderlos y complementarlos, para el beneficio de la mayoría.
Alejandro Gaviria
24 febrero, 2018 at 6:27 pmCualquier intento de análisis es una caricatura. Trata de enfatizar una esencia. Prescinde de muchos detalles. Por supuesto que en la clasificación propuesta no cabe toda la historia de la humanidad. Pero eso no significa que sea irrelevante. En mi opinión, la clasificación contiene una crítica relevante a cierta exaltación actual, a la idea iliberal según la cual necesitamos un genio político para transformar la sociedad, a las mentiras del discurso populista, a las utopías regresivas que prometen todo y entregan nada, etc.
El cambio social no siempre es gradual. Hay momentos de intensidad y momentos de quietud. Pero yo prefiero ser escéptico acerca de las bondades de los demagogos rabiosos. Y también me gusta a exaltar a los líderes dubitativos, trágicos, agobiados por la complejidad del mundo y la precariedad de los instrumentos a su alcance.
Santiago Osorio
24 febrero, 2018 at 10:00 pmSeñor Gaviria: veo que usted ultimamente tambien opta por una especie de sermon, de sacerdote con su dogma pontificando los versiculos de los teoricos liberales, como cualquier fanatico al que usted critica en alguna fase de proyección psicologia que le aplica a sus contradictores. Ahora, esta oda al ex secretario Kissinger resulta increible para cualquiera que haya estudiado la historia del siglo XX: un personaje que con su racionalidad y gradualismo con solemnidad "hamletiana" tambien produjo desastres, con sus decisiones colaterales aniquiló el medio ambiente y vidas humanas en todo el planeta para erigir ese statu quo y esa institucionalidad liberal a la que usted argumenta. Esto, (junto con el tweet de Sandra Borda reafirmando el ser fan enamorada del expresidente Obama) me hacen dudar mucho de a quien le está trabajando la academia y los servidores publicos que egresan de allí. (como los politicos disfrazados de "tecnicos" que hoy estan en el gobierno peñalosa) Su caracterizacion subliminal del candidato Petro o de los programas "populistas" es alarmista, catastrofista y fracasomaniaca -porque no decirlo-: el no es un multimillonario con carisma, es un economista con la formacion para polemizar cara a cara con usted y su cuadrilla de academicos uniandinos.
(se lo hablo con la propiedad de pertenecer a la campaña, hablar desde adentro de la "secta del profeta" segun su ficcion. Ah! y de reconocerlo a pesar de mis diferencias ideologicas, porque me he mantenido pendiente de su producción intelectual y reconociendole algunas de sus acciones durante servicio publico. Lo advierto en el caso que llegase a pensar que hablo como una oveja sin criterio) Saludos
Anónimo
24 febrero, 2018 at 10:18 pmEn la bodega de Petro no habrá alguien que le enseñe a poner tildes a Santiago.
Simón Villegas Restrepo
25 febrero, 2018 at 12:37 amMinistro, su texto me suscitó algunas reflexiones que quisiera compartirle. Las pondré en varios comentarios porque no me da espacio para todo de un tirón. (1)
La excesiva simplicidad de la tesis de Kissinger viene muy bien para hacer lo que el ministro nos propone con mucha razón: pensar y no perder de vista la complejidad de la realidad social y política. No obstante, no viene bien para comprender dicha realidad. Son dos cosas diferentes: una es pensar qué significa que la política sea compleja, otra muy distinta es pensar las características de un mundo ya complejo. El binarismo de Kissinger nos oculta estas características, pero en su ocultar nos deja buenas lecciones para ver cómo un trabajo teórico puede pasar por alto los matices y pliegues propios de la realidad. En resumen, nos deja ver cómo una de las características de la complejidad es su gran potencial para pasarse por alto.
Lo que dice Kissinger es autoevidente. Hay unos líderes que llama estadistas, que son realistas, dubitativos, de esperanzas moderadas, hamletianos. Hay otros que llama profetas, que son inmunes a los hechos, que no dudan, que quieren cambiarlo todo de una buena vez y de raíz. Cualquier persona con dos dedos de frente sabe que los estadistas son más deseables que los profetas. ¿Quién no es suficientemente consciente de la humana facultad de errar, y entiende que es mejor que gobierne alguien cauteloso que alguien imprudente? Hágase una encuesta con la pregunta: “¿Considera usted que nos debería gobernar alguien cuidadoso, racional, con los pies sobre la tierra?”, y la respuesta mayoritaria, si no total, será que sí, siempre y cuando la otra opción no sea que un Dios nos gobierne. Pero también todo el mundo en una democracia sabe que Dios no se presenta a las elecciones. Claro, viene el alegato de siempre: la gente –y no discutamos quién es la gente– olvida eso, se vuelve pasional, no actúa por la razón, se esperanza con los populismos, le cree a los profetas, and so on, and so on…
Pero ese alegato se salta un paso fundamental: el que va de la aparición de un profeta a que haya un pueblo para el que profeta sea profeta. ¿Por qué es tan fácil prescindir de lo que enseña el sentido común? La tesis de Kissinger no ofrece una respuesta consistente a esta pregunta y no puede hacerlo, pues la gran ausencia de sus dos conceptos sobre quienes gobiernan es nada más ni nada menos que los gobernados. Su supuesto no dicho es que estos gobernados conforman una masa más o menos uniforme, con diferencias franqueables a la larga. Allá el Estado, allá el poder, allá los profetas o estadistas: aquí nosotros los electores, que nos puede ir bien con unos y mal con otros, pero que, en cualquier caso, somos responsables de a quién elegimos. El supuesto conceptual de Kissinger es el de la democracia liberal, esa misma que defienden los estadistas sin ánimos reformistas radicales y esa misma que ponen en peligro las utopías de los profetas. Y la democracia liberal de Kissinger supone, como sus conceptos, que la masa de los gobernados es más o menos igual. Su díada conceptual se construye, entonces, sobre dos fundamentos: la supuesta –y no uso esta palabra de manera peyorativa– bondad de la democracia liberal, el que sea deseable que se mantenga en el tiempo; y la homogeneidad de los gobernados, que tiene su fundamento en el imperativo de la igualdad ante la ley, la cual, a su vez, propugna la universalidad de una cierta racionalidad (este es el supuesto contractualista fundamental). Y lo que no explican ambos conceptos es ese puente que hay entre la aparición de un gobernante y aquellos que son gobernados, pues los deja en la homogeneidad, a pesar de que a los otros los presenta en su heterogeneidad. A pesar de las diferencias específicas de cada individuo (raza, clase, género, ideas), se mantiene la idea de una identidad esencial entre todos: la idea de que, a la larga, con la paciencia del estadista, con gradualismo, podrá realizarse la igualdad prometida por la identidad.
Simón Villegas Restrepo
25 febrero, 2018 at 12:43 am(2)…
(…) (2)
¿De dónde vienen esos supuestos, los de la bondad de la democracia liberal y de la identidad esencial de los gobernados? El primero puede venir de dos fuentes: de las evidentes bondades de dicha democracia, con los correspondientes perjuicios de su ausencia; pero también del proceso histórico que subyace a la formación de las ideas a las que la democracia liberal responde, esto es, el proceso que hizo valioso lo que dicha democracia defiende. Nuestra vida está más influida por las ideas de lo que Popper y Berlin querrían. Lo evidente tiene una razón por la cual es evidente, por la cual se muestra. ¿A quién no le parece bien que un régimen le permita a los individuos el libre desarrollo de su personalidad? ¿A quién no le parece terrorífico que en Venezuela el presidente Chávez expropie a miles de personas? Son evidentes las bondades de la democracia liberal: lo democrática y lo libre. Pero lo no evidente, lo oculto, es por qué se muestra esa libertad como algo valioso, y sobre todo de quién se muestra. Y es entonces cuando debemos buscar cómo ha llegado constituirse un poder tal que dice de sí mismo que defiende la libertad. Esa respuesta nos la da la historia, pero también se hace día a día, con cada ejercicio de poder, que actualiza el pasado. ¿Quiénes son los representantes en la democracia liberal? ¿Quiénes van a donde se muestra la libertad, esto es, la esfera de lo visible? La respuesta es casi tautológica: quienes no están en lo invisible.
Los que están aquí, los no visibles, son los pobres, las mujeres, las minorías sexuales, los indígenas, las negritudes, los niños, entre muchos otros. Ellos están excluidos de la representación política –que es el campo de la libertad liberal– y, por consiguiente, aunque cuenten con autonomía para hacer lo que quieran, carecen del poder político que la democracia liberal supone que tienen homogéneamente los gobernados. Ellos son gobernados, pero no tienen potencia real de gobernar: entre su presencia en la sociedad, su presentación, y su presencia en el poder, su representación, hay una exclusión radical. Nos encontramos con la típica desigualdad real que no realiza la igualdad prometida formalmente. Sólo que es más que eso. Se dirá que es un asunto de ir intentando las reformas graduales para que todos estén en el campo de lo visible, para que todos estén representados. Es cosa de ir incluyendo a las mujeres en los mismos lugares de los hombres, o de dar a las minorías sexuales los mismos derechos que a los heterosexuales. Eso lo haría un estadista, a diferencia de un profeta que pediría cambiarlo todo. Y eso nos lleva al segundo supuesto: el de la identidad. El estadista olvida que la supuesta solución no es otra cosa que ir eliminando las diferencias para que los no representados se parezcan más al modelo del que sí es representado, del que siempre ha sido representado: el hombre blanco heterosexual con poder económico. A la igualdad entre estos hombres subyace la desigualdad de los demás: los Amos son los homogéneos, los que no pueden ser señores entre sí, y los demás son los Esclavos, los que han sido dominados. Y ser un Esclavo o un Siervo es, siguiendo la explicación sesuda que de este asunto diera Hegel, haber negado la propia esencia para hacer propio lo que el Amo (o el Señor) quiere para sí mismo.
Simón Villegas Restrepo
25 febrero, 2018 at 12:43 am(3)…
La emancipación por la vía de la igualdad prometida por la democracia liberal no es tal: matiza la opresión, pero mantiene su modelo fundamental, que es el de que unos –las inmensas minorías excluidas– son lo que son en función de otros. La igualdad afirma la identidad, no las diferencias, y siempre habrá de borrarlas. La mujer no podrá afirmarse nunca por ser mujer, sino por ser tan capaz como un hombre, tan igual que él. Lo mismo con todos los demás. En últimas el deseo que sigue moviendo la sociedad es el que ha definido el modelo del representado, que simplemente se va ampliando a todos. Cuando los excluidos entran en la esfera de lo que creemos que es inclusión, en realidad estamos sofisticando la exclusión, no incluyendo. Ejemplo claro de esto son las luchas de las minorías sexuales: buscamos la extensión de derechos, en vez de la superación de lo que causó la exclusión inicial: la familia. Y por eso este liberalismo en cualquier momento puede volverse fascismo: porque no es más que un gran poder condescendiente.
Llegamos así al papel de los estadistas y los profetas, según las definiciones de Kissinger (que hay muchos matices más no lo dudo, pero quiero quedarme en lo que él específicamente propone). El estadista mantiene la realidad, no ve que sea indeseable de raíz y por eso no intenta nada radical. El profeta aspira a lo posible, a sembrar una nueva raíz de la que crezca la nueva sociedad. Y esto último, por supuesto, es más arriesgado y con más opciones de fracaso. Es más: su única opción es el fracaso, porque lo que anuncia y denuncia el profeta es la realidad misma, y a su entrega a pensar lo posible nunca podrá caerle bien lo real. Lo que un gran proyecto político realiza no es sino una ínfima parte de lo prometido. Pero el papel del profeta es exactamente eso: hacer visible la posible nueva sociedad, porque esa es la única manera que tienen de mostrarse los que no se ven. Que un profeta sea inmune a los hechos es apenas natural: lo suyo es la reforma de la realidad, no su perpetuación. No se le puede exigir que tenga como modelo lo que ya hay. El profeta existe porque hay un conflicto esencial en la sociedad que la hace intolerable para los que llevan la peor parte. El anuncia ese conflicto, que no se da en los hechos, sino en lo que subyace a ellos. Solo los estadistas, o los reformistas, puede afirmar que quizá no sea tan injusto lo que es injusto, que quizá deba aceptarse un cierto grado de injusticia en vez de arriesgarse a una peligrosa justicia. Pero, ¿cómo se le dice al que sufre la injusticia que la acepte? A este nunca se le debe condenar el intento a cambiarlo todo para que sea justo. Ese intento es ya valioso por sí mismo, y que acabe mal no tiene por qué impedirlo. Las revoluciones están destinadas al fracaso, pero nunca por eso hay que dejarlas de intentar. Esta es la tragedia de las transformaciones políticas, pero es necesario hacer lo que ya dijera Nietzsche: amar el propio destino, la propia tragedia, pues sólo con este amor se mantienen siempre abiertas las posibilidades de cambio. El día en que estas posibilidades se anulen tendremos entonces la consolidación de los totalitarismos, cuya esencia no es hacer infiernos tras haber prometido paraísos, para usar la famosa expresión de Popper. Por el contrario, el totalitarismo es la sumisión a la realidad, el esfuerzo por su permanencia, la anulación de sus posibilidades.
Simón Villegas Restrepo
25 febrero, 2018 at 12:44 am(4)..
Por último, quisiera hacer dos comentarios. Usa usted, ministro, la expresión “atrapado en sus cavilaciones hamletianas” para referirse al carácter del estadista. No deja de ser curiosa la elección, porque las cavilaciones de Hamlet están movidas por la locura, no por el sentido de la realidad. Y es también Hamlet un profeta: el que anuncia lo que un espectro –algo irreal, algo invisible– le ha revelado. El profeta político es igual: se ha demarcado de la realidad para ponerse en el lugar de los espectros, de los fantasmas que nunca dejan de rondar el castillo de los poderes establecidos por la fuerza y la sangre. También en la discusión del post cita a Hume. Me parece una mala elección, pues Hume no sólo es un crítico acérrimo del dogma del egoísmo, motivo por el que Kissinger desalienta cualquier intento de revolución radical, sino que señala con acierto cómo los asuntos políticos y morales no son cuestiones de hechos juzgadas por la razón, sino de sentimientos. Bien leído, esto es más que la famosa falacia naturalista. Se trata de entender que lo primordial en la política son los afectos. La justicia no es otra cosa que la realización de los afectos de bondad. La ley se mantiene en función de su utilidad para ese fin que juzga el sentimiento. ¿Por qué habríamos, entonces, de mantener un sistema legal que se mantiene a pesar de la opresión y el sufrimiento de miles, que puede sobrevivir en la ignorancia casi plena de lo que la humana solidaridad no puede sino condenar? Lo que hace el profeta es también reavivar esa condena y esa solidaridad; a eso muchas veces lo llaman populismo. Neutralizar la solidaridad, la compasión, pasarla por alto, pensar que quizá no es tan importante, que quizá un sufrimiento sea pasable, resignarse sin más a la realidad, no es otra cosa que la injusticia absoluta. Incluso si se trata de un sistema con bondades: con bondades como la libertad.
Alejandro Gaviria
25 febrero, 2018 at 1:59 amSimón: gracias por sus comentarios. Escribo unos breves comentarios a los suyos.
1. La democracia liberal tiene matices. La representación proporcional, por ejemplo, ha permitido que las minorías tengan voz (esa era la gran obsesión de Mill). El Estado de bienestar ha institucionalizado la solidaridad. Las constituciones liberales han protegido eficazmente el derecho de los excluidos. Ud. plantea una oposición entre libertad e igualdad demasiado rotunda, que desconoce el avance de las libertades civiles y la misma expansión del Estado social.
2. Vivimos, por supuesto, en un orden injusto y la tolerancia con la injusticia es cuestionable por decir lo menos. Los profetas ofrecen al menos consuelos retóricos. Gritan lo que muchos callan. Pero decir, como Ud. dice, así no más, que el totalitarismo verdadero equivale a la sumisión a la realidad, es una gran falsedad. Muchos totalitarismos nacieron de lo contrario, del rechazo a la realidad, de la búsqueda de la igualdad y la armonía. Produjeron muchos muertos y sufrimiento humano, genocidios aterradores que Ud. ignora de manera inquietante.
3. Veo una contradicción en sus argumentos. De un lado, está su queja, que comparto, sobre la ausencia de la gente en la dicotomía que nos ocupa y, de otro lado, está su defensa de un proyecto político que subestima o desprecia la libertad humana. Los profetas, más que nadie, suelen ignorar a la gente.
4. Hans Magnus Enzenberguer lo dijo claramente después de sus varios años en Cuba en contacto con las obras de un célebre profeta de la igualdad:
“¡Si no estuviera la gente! / Siempre y en todas partes estorba la gente. / Todo lo embrolla. / Cuando se trata de liberar a la humanidad / va a la peluquería. / En vez de seguir entusiasmada a la vanguardia / dice: ahora estaría bien una cerveza”.
Alejandro Gaviria
25 febrero, 2018 at 2:25 amUn último punto: no creo en la hipótesis del egoismo, ni en la supremacía absoluta del mercado, ni en las utopías libertarias, etc. Creo, como Ud., en la necesidad de luchar por la libertad, la dignidad humana y la igualdad de oportunidades. Pero no creo que el cambio social deba concebirse como un salto de un orden injusto y corrupto que no puede mejorarse a otro justo y armonioso que ya no habría que mejorar.
Simón Villegas Restrepo
25 febrero, 2018 at 4:54 amSi saltáramos a un orden que ya no hubiera que mejorar, estaríamos en el totalitarismo que mencioné: el de la contención de la realidad, el del cierre de sus posibilidades inesperadas, en el cierre del futuro por venir y por tanto en el fin de la libertad y su sentido.
Anónimo
25 febrero, 2018 at 6:28 pmEl pobre Constantino leyó un libro de Zizek y se indigestó. Ahora está con una diarrea tenaz. Pasa con los cerebros inmaduros. No resisten un sancocho. No aguantan un librito.
Anónimo
26 febrero, 2018 at 6:06 amMuy interesante discusión. Valiosas las apreciaciones de Constantino y Andrés Mejía. Especialmente en el sentido de que la carga moral de la distinción estadista/profeta favorece al primero, y en la observación de la historia para acuñar contraejemplos (a la manera de Popper).
Tal vez valga el texto de Gaviria como advertencia de los peligros del populismo, pero poco más. Entre las dificultades de A. Gaviria para valorar el momento actual está el hecho de participar desde un escenario privilegiado pero claramente partidario. Un matiz interesante sería considerar las virtudes del profeta, su visión de un futuro posible aún no contemplado, al decir de Hirschman. A propósito de Hirschman, tal vez estamos en un nuevo momento, tal vez el ministro tan sólo esté abrumado y tal vez su queja sirva como ejemplo de cierta retórica que se opone al cambio. No con el ánimo de ofender, sólo para pensarlo un poco más.
carlos arturo gonzalez restrepo
26 febrero, 2018 at 10:02 pmSeñor ministro: Lejos de los profetas y de los estadistas, me atrevo a adivinar que lo que se vaya a develar con este proceso de Ley 1850, será nefasto para el buen nombre del Minsalud.
El que en Colombia la atención al Adulto Mayor no esté a cargo del ministerio acorde con la OMS, sino de secretarias de Bienestar y afines, viene causando una superexplotacion económica que ha hecho crisis y producirá resultados catastróficos para las necesidades ciudadanas en salud hoy.
Anónimo
1 marzo, 2018 at 4:22 pmLa williamospinización de Constantino se completó. Lo perdimos en la franja amarilla. Siempre fue un sofista sin convicciones. Sin fondo. Un tonto.