“En el siglo pasado, el general Pedro Nel Ospina emprendió unas obras importantísimas que fueron una bonanza en ese momento. Se financiaron con la indemnización de Panamá. Primero el gobierno del General Rojas Pinilla y más adelante los gobiernos de los doctores López Michelsen y Belisario Betancur, gozaron bonanzas cafeteras. Caño Limón, Cusiana, Cupiagua, trajeron bonanzas. Hemos tenido las bonanzas ilegítimas, que finalmente tanto daño han hecho: la de la marihuana y la de la coca…Yo diría que actualmente Colombia goza de confianza…Yo veo que el país tiene hoy bases de una bonanza de confianza”.
Las palabras anteriores fueron pronunciadas, de manera reiterativa, por el Presidente Uribe durante la campaña presidencial. Las mismas resumen con elocuencia la hipótesis oficial sobre la causa preponderante de la reactivación económica; hipótesis que puede resumirse en una sola frase: la bonanza de confianza. En contraste con otras coyunturas similares, argumenta el Presidente, la prosperidad en ciernes no está siendo jalonada por circunstancias externas (efímeras y variables), sino por condiciones internas (duraderas y estables). La recuperación, se sugiere, no depende del albur de la geología o de los vaivenes de los precios de las materias primas o del capricho de la ayuda extranjera, sino de un estado de ánimo expansivo fundado en la gestión del Gobierno. En últimas, la tesis oficial constituye la elaboración de una vieja teoría de John M. Keynes, según la cual “una proporción significativa de la actividad económica depende del optimismo espontáneo”. Salvo que en este caso el optimismo no es espontáneo, sino inducido desde arriba por el liderazgo presidencial.
Pero los acontecimientos económicos de las últimas semanas han puesto de presente que la supuesta bonanza de confianza puede ser tan pasajera como las bonazas anteriores. Si antes dependíamos de las impredecibles heladas del Brasil, ahora dependemos de las inescrutables declaraciones de los banqueros centrales del mundo desarrollado. Como escribió el mismo Keynes, las inversiones de portafolio dependen de “la psicología de masas de un gran número de ignorantes” y suelen cambiar “violentamente como resultado de fluctuaciones repentinas en la opinión pública”. Y cuando las inversiones se frenan de manera súbita, usualmente se invierte el signo de la economía. Así, la bonanza de confianza podría desvanecerse en el aire, tal como se desvanecieron las bonazas anteriores. La psicología colectiva, sobra decirlo, es tan caprichosa como la misma naturaleza.
Detrás de la bonanza de confianza, existe un problema cognitivo ampliamente estudiado: la interpretación causal de los patrones aleatorios. Tanto en la vida diaria como en la política, somos reacios a asignar a la buena o a la mala suerte lo que ocurre en la realidad. Siempre estamos en busca de un talismán. De alguien (o de algo) a quien podamos echarle la culpa o asignarle la gracia. De un depositario de nuestra fe causal y de nuestra confianza determinista. Así, los gobernadores de los estados productores de petróleo en los Estados Unidos tienden a ser reelegidos cuando los precios suben y a ser derrotados cuando los precios bajan. En la India, los gobiernos se caen en los años de sequía y se fortalecen en los años de lluvia. Sistemáticamente, se confunde la suerte con la gestión.
En últimas, la tesis de la bonanza de confianza plantea un contagio mutuamente beneficioso entre economía y política. La confianza en el gobierno nutre la confianza en la economía, y viceversa. Pero un cambio en las condiciones externas (ya previsible) podría invertir el sentido de la retroalimentación, y de la bonanza de confianza podríamos pasar a la destorcida del optimismo. Un escenario inevitable que mostrará, una vez más, la naturaleza efímera de todas nuestras bonazas.