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Comentarios a los comentarios (o los letrados II)

1. Muchas gracias a los corresponsales que han hechos de este debate sobre “Los letrados” un ejemplo de ponderación intelectual y madurez argumentativa. Así da gusto discutir.

2. Quisiera comenzar con una aclaración. Tal vez mi columna no fue suficientemente clara, quizás mis argumentos no fueron adecuadamente explícitos, así que cabe insistir en un punto fundamental: estoy en favor de Eduardo Posada y en contra de Laura Restrepo (y sus colegas). Son los excesos de los segundos, no los argumentos del primero los que quise controvertir. Mal haría en tratar de encontrar un punto intermedio, en ubicarme cómodamente en la mitad del camino, en refugiarme en una posición tibia y falsamente conciliadora. Como dijo alguna vez un político texano, “en la mitad del camino sólo hay líneas amarillas y armadillos estripados”.

3. El argumento de Carlos Cely es interesante porque resume el meollo de la discusión. Para Carlos, no hay verdades absolutas, cada quien es dueño de la suya, y las posiciones de cada cual son igualmente válidas. Este argumento sería defendible si lo que estuviera en discusión fueran asuntos éticos o juicios morales (Pj. La legalización del aborto, la eutanasia, la pena de muerte) pero si lo que está en debate son los hechos, los simples datos del mundo, existen opiniones ciertas y opiniones falsas. La verdad, como dijo alguna vez Milan Kundera, no es democrática. La cobertura educativa es una sola, no existen tantas coberturas educativas como opiniones al respecto.

4. Lo ideal sería que pudiéramos hacer una valoración objetiva de los hechos sociales, que fuéramos capaces de ponernos de acuerdo sobre la empiría del asunto, para poder entonces entablar una discusión, ya sí ideológica, pero al mismo tiempo informada, sobre las políticas. Lo que no conviene es mezclar la discusión factual con el debate político, lo positivo con lo normativo, pues lo que sucede, entonces, es un diálogo de sordos, como el que tenemos (padecemos, diría yo) todos los días.

5. El argumento de mi colega de los Andes es más exótico. En su opinión, las elites colombianas no son sólo egoístas e indiferentes, sino que su misma condición de elites, su encumbramiento en el estrato 6, para decirlo de alguna manera, les impide gobernar. Argumenta el contradictor que las elites experimentan una forma de anti-empatía tecnocrática, de desconocimiento intrínseco acerca de lo que quieren y necesitan los pobres. Este tipo de paranoias infundadas, de antielitismo de cajón, no conduce a ninguna parte. Creo que deberíamos abandonar la dicotomía eterna de “elites” y “no elites” para pasar a la única disyuntiva relevante: “buenos” o “malos gobernantes”.

6. No quiero negar la magnitud de nuestras desigualdades, ni el tamaño de nuestros problemas. He dedicado mi vida profesional a estudiarlos, he publicado decenas de artículos y varios libros sobre el tema. Creo que los juicios absolutos y el discurso personalista (que mi colega e llos Andes equivocadamente cree ver en el informe del Banco Mundial) constituyen una forma adicional de fracaso. Para repetir un mensaje ya reiterado, sólo si somos capaces de valorar el pasado, con todo lo bueno y todo lo malo, seremos capaces de edificar el futuro.

7. Me gustaría terminar con una frase de Joseph Conrad. “Para que la vida sea ancha y llena tiene que mantener el cuidado del pasado y del futuro en cada momento del presente”.

8. Gracias de nuevo a todos por la interesante discusión.

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Los letrados

La semana anterior, en su columna de El Tiempo, el historiador Eduardo Posada Carbó fustigó las opiniones rotundas de la novelista Laura Restrepo sobre la realidad nacional. Pero la crítica de Posada, su denuncia del miserabilismo intelectual y su insistencia en la necesidad de una valoración objetiva de nuestro progreso (o retroceso) institucional y social, podría fácilmente generalizarse, copiarse en el sentido electrónico del término, a muchos de nuestros literatos (letrados los llama Posada, más una alusión a la materia prima de su oficio que una aceptación de su sabiduría). Cuando Laura Restrepo plantea su manida tesis sobre los dueños eternos del poder y el consecuente fracaso del Estado, “la gente que figura es la que pertenece a cierto estrato económico y el resto es una gran masa anónima”, simplemente está sumando su voz al coro miserabilista entonado por sus colegas con rabiosa indignación.

Basta repasar los escritos políticos de William Ospina, expansivos en su prosa pero reduccionistas en su mensaje; o leer las opiniones políticas de Santiago Gamboa, menos elocuentes pero igualmente panfletarias; o examinar los juicios absolutos de Oscar Collazos (“las soluciones de Estado no han sido beneficiosas. Atizaron el fuego de la guerra, estimularon el crecimiento de la pobreza, y precipitaron el éxodo de campesinos hacia las ciudades”); o revisar los diagnósticos rotundos de Daniel Samper Pizano (“todos sabemos que este no es un país sino un club manejado por un puñado de familias y una oligarquía cada vez más rica”); basta, en últimas, con estudiar las opiniones de la mayoría de nuestros letrados para comprobar la pertinencia de la crítica de Posada. Quizás por desconocimiento involuntario, o tal vez por una forma de desidia intelectual, pereza antipositivista podría uno llamarla, los protagonistas de esta columna insisten en negar la posibilidad de cualquier progreso social cuando, al menos desde una perspectiva de largo plazo, los avances son evidentes. Cabría mencionar, por ejemplo, la mejoría sistemática de los índices de desarrollo humano, la expansión de los servicios públicos, el crecimiento de la seguridad social, la generalización de los mecanismos de solidaridad, el aumento del gasto social, etc.

Probablemente las críticas de los letrados, su denuncia de nuestras muchas lacras sociales, serían mucho más eficaces si estuviesen acompañadas de un interés positivista por los hechos y de una curiosidad académica por el trabajo de politólogos, sociólogos y economistas de todas las tendencias. Especialmente si los novelistas, como lo afirma sin ambages Santiago Gamboa, aspiran a convertirse en los relatores de nuestra historia secreta, en los reporteros de la verdad escondida. Pero no es repitiendo lugares comunes como se revela la verdad social. Al menos sociológicamente hablando, nuestros émulos de Balzac todavía están muy lejos de, digamos, Tom Wolfe.

Hace ya casi 50 años, en 1959, C. P. Snow publicó un libro con el sugestivo título de las Dos culturas, la literaria y la científica, en el cual censuraba el monopolio de los intelectuales literarios sobre los grandes temas de la sociedad y denunciaba la ignorancia de muchos letrados, quienes, en su opinión, podían opinar con irresponsabilidad factual gracias al proteccionismo intelectual que les brindaba el mundo literario. Proféticamente, las opiniones de Snow describen con precisión los excesos de nuestros literatos. O mejor, sus extravíos factuales cuando asumen el papel de opinadores.

Uno esperaría que los letrados trataran los problemas de la sociedad con la misma veneración con la que estudian las complejidades del alma humana. Pero ese no es el caso. Simplemente muchos escritores de primera son opinadores de segunda: repetidores de ideas preconcebidas, editorialistas con piloto automático que confunden los hechos con la ideología.

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Las trampas de la pobreza rural

El Gobierno dio a conocer esta semana las estimaciones preliminares de las tasas de pobreza para el año 2005. Según las cifras divulgadas, la pobreza diminuyó de manera sustancial en las zonas urbanas, un resultado que contradice las opiniones más pesimitas sobre la distribución del crecimiento: los pobres urbanos parecen haberse beneficiado de la recuperación económica. Pero, al mismo tiempo, la pobreza aumentó en las zonas rurales, un resultado que valida las opiniones más alarmistas sobre la existencia de amplios sectores sociales encerrados en trampas de pobreza: muchos pobres rurales no parecen haberse lucrado del mayor dinamismo económico. Actualmente, la tasa de pobreza rural es superior a la observada en el año 1991 y la brecha entre la tasa rural y la urbana es una de las mayores de los últimos quince años. Si se tiene en cuenta que la mayoría de los desplazados son pobres rurales que se contabilizan como urbanos, puede afirmarse sin vacilaciones que el rezago relativo del campo es actualmente el peor de la última generación.

Este resultado pone de presente el fracaso del modelo de desarrollo rural prevaleciente, así como la ineficacia de las formas de intervención estatal predominantes desde hace ya varios años. En términos generales, las políticas rurales han estado excesivamente concentradas en el otorgamiento de subsidios (y favores) a los agricultores, lo que ha llevado no sólo a una distorsión de las ventajas comparativas, sino también a la expansión artificial de cultivos poco intensivos en mano de obra: precisamente el recurso abundante en el campo. Así, los subsidios regresivos desplazan la inversión necesaria en vivienda, tecnología e infraestructura básica, y el crecimiento de la agricultura no necesariamente conduce a una mejoría en el bienestar del grueso de los pobladores rurales. Por lo tanto, la coyuntura actual (la agricultura va bien pero el campo va mal) no debería concebirse como un hecho extraño sino como un resultado previsible. Como la consecuencia adversa de una política perversa.

Tristemente, esta forma fallida de intervención se ha exacerbado durante el actual gobierno. Sin ánimo de ser exhaustivo, cabría recordar que la administración Uribe ha instituido, entre otras medidas, exenciones tributarias para los cultivos de rendimiento tardío, protecciones ad-hoc para la leche y el maíz, subsidios cambiarios para el banano y las flores, y coberturas de precios para el algodón y el café. Hace algunas semanas, el Presidente prometió una nueva ronda de subsidios, dirigidos esta vez a los supuestos perdedores del TLC, lo que no impidió que los cafeteros (quienes nada tienen que perder en el asunto en cuestión) reclamaran su tajada en la nueva repartija. El gobierno ha argumentado que los subsidios agrícolas terminan, tarde o temprano, filtrándose hacia los más pobres. Pero la evidencia muestra, inequívocamente, la falsedad de este argumento.

Así mismo, el Gobierno ha argumentando que los subsidios son fundamentales para la consolidación de la seguridad democrática, como si, en la elusiva ecuación de la paz, las ganancias de los agricultores fuesen más importantes que el bienestar de los pobladores rurales. Pero esta argumentación, no exenta de cierta demagogia, ha ganado muchos adeptos y ha movilizado varios grupos de interés, hasta el punto de que la demanda por mayores subsidios ha crecido rápidamente: la oferta del ejecutivo ha creado su propia demanda en el legislativo. Actualmente la economía política del sector rural apunta hacia más de lo mismo, hacia la reiteración de un modelo ineficaz: la tasa actual de pobreza rural, cabe recordarlo, es mayor que la tasa observada quince años atrás.

En últimas, la política rural está inmersa en un círculo vicioso, en una trampa de economía política, en la cual los subsidios agrícolas aumentan la pobreza y la pobreza (equivocada pero hábilmente) sirve para justificar mayores subsidios. La dinámica es tan sencilla como inquietante: más subsidios y más pobreza, más pobreza y más subsidios, y así ad infinitum.