En 1995, escribí un artículo académico sobre el aumento de la tasa de homicidios en Colombia. En pocos años, en menos de una década, Colombia se había convertido en el país más violento del mundo. Los homicidios pasaron a ser la principal causa de muerte. La violencia homicida se esparció por todo el territorio como una epidemia. En Medellín, la tasa de homicidios superó, a comienzos de los años noventa, las 300 muertes anuales por 100.000 habitantes.
El artículo mostraba de qué manera, durante los años ochenta, el narcotráfico puso en marcha una dinámica de retroalimentación o refuerzo mutuo entre fuerzas económicas y sociales que desató, a su vez, una epidemía de violencia. El narcotráfico no solo aumentó los homicidios transitoriamente, creó simultáneamente las condiciones propicias para la reproducción de la violencia homicida: congestionó la justicia, generó una idea generalizada de impunidad, facilitó el surgimiento de otras industrias criminales, redujo el estigma asociado al asesinato, trastocó la cultura, corrompió la política, etc.
El artículo terminaba con una conclusión ominosa. Una vez la inercia de la violencia toma su rumbo resulta difícil de frenar. Las políticas públicas pierden eficacia. Las ventanas de oportunidad se tornan muy estrechas. En otras palabras, Colombia parecía condenada a muchos años de violencia. Y así ocurrió.
Ya han pasado veinte años desde entonces. La violencia homicida no ha desaparecido. Pero lo peor ya pasó (ojalá para siempre). A comienzos de este año, sin grandes titulares, la prensa colombiana reportó que en 2015 la tasa de homicidios había sido la menor en una generación, inferior a la observada a comienzos de los años ochenta. Poco más se dijo al respecto. Los periodistas estaban ocupados en otros asuntos más llamativos y los opinadores, pendientes del escándalo de la coyuntura.
En medio de las dificultades de la economía global, los estragos del cambio climático y la polarización política del país, el fin de esta epidemia no es solo una gran noticia (la noticia del año sin lugar a dudas) sino también un gran logro de la sociedad colombiana. De varios líderes. De nuestras instituciones democráticas. Y de las nuevas generaciones de colombianos.
jaime lozano
12 enero, 2016 at 11:40 pmQuiero pensar que esto sea cierto sin embargo en dptos Como Nariño y Putumayo las fosas comunes, los ríos y la selva esta por fuera de estas estadísticas
Jairo Libreros
12 enero, 2016 at 11:51 pmDoctor Gaviria, estoy de acuerdo sobre la importancia estadística y social de la tasa de homicidio que actualmente registra el país. Son muchas vidas ganadas. Además, estamos 10 homicidios por cada 100 mil habitantes por debajo del promedio regional (36) en América Latina. Y sin duda esto refleja que otras modalidades delictivas han sido igualmente impactadas en términos criminológicos.
Sin embargo, técnicamente seguimos en epidemia de violencia o crisis de seguridad pública, si nos atenemos al estándar internacional (ONU tomo el estándar de la Organización Panamericana de Salud): entidad territorial que registre 10 o más homicidios por cada 100 mil habitantes.
Estoy fuera de Bogotá, por ello no tengo a la mano un texto sobre el tema, pero sería interesante ver ese asunto desde esa perspectiva. Pero por google se puede conseguir, o ver un informe anual sobre el tema que presenta UNODC. Ahí también se explica lo del estándar.
Saludos….
Alejandro Gaviria
12 enero, 2016 at 11:56 pmJairo: tiene razón. Los homicidios siguen siendo un problema grave, una crisis de salud pública. La tasa sigue siendo muy alta. Pero el cambio ha sido muy positivo, espectacular en algunas partes y ha pasado, en mi opinión, bastante desapercibido. Saludos.
Luis E
16 enero, 2016 at 1:52 amEl país está entrando en una dinámica de cambios en la mentalidad de sus habitantes, ojala se mantenga y entre todos sigamos construyendo un pais mejor, pero hay que reconocer que existe todavia una enorme desigualdad social que se debe ir superando como se ha hecho con la violencia.