(tomado de «La explosión controlada», libro publicado en agosto 2023).
Dos meses después de su intervención en Naciones Unidas, acompañé al presidente Petro a la región del Catatumbo a una reunión con varias asociaciones de campesinos cocaleros. Volamos en helicóptero desde Cúcuta hasta el municipio de El Tarra. Por tierra habría sido una logística imposible: El Tarra es un paradigma del aislamiento geográfico y, por lo tanto, económico, un municipio por fuera de los grandes flujos comerciales de la economía. A pesar de la presencia del Ejército —había soldados en cada esquina, todos bien apertrechados—, la gente parecía tranquila. Alguno de mis compañeros de viaje notó que las tiendas estaban repletas, lo que revelaba una prosperidad incipiente pero visible.
La reunión tuvo lugar en un coliseo abierto. Había aproximadamente tres mil personas, en su mayoría campesinos. Muchos portaban pancartas, algunas elaboradas, otras hechas de cartulina, con los nombres de las diferentes asociaciones. «Nada es más valioso que la paz. La paz es el punto de partida más básico para el progreso de la humanidad», decía una de ellas. Primero hablaron los voceros de las asociaciones. Señalaron, de manera reiterada, que la coca era su único sustento, la única alternativa económica viable, un cultivo que les había permitido a algunas familias enviar a sus hijos a la universidad y comprar una casa.
La mayoría sabía de la fragilidad de la economía cocalera, de la necesidad de encontrar otras formas de vida, otros medios de sustento, más tranquilos, alejados de la violencia propia de las economías ilegales. Para salir de la coca, dijeron, necesitaban mejores tierras, asistencia técnica, compras estatales, seguro de cosechas, condonación de deudas y una renta básica. La lista era larga, totalizante. El Estado como financiador, asegurador, comprador de última instancia y garante de un sustento mínimo.
Después de todo, los campesinos demandaban una alternativa que reprodujera las condiciones económicas de los cultivos de hoja de coca: precios razonables y riesgo mínimo. Los programas de subsidios que surgieron después de la firma del acuerdo de paz con las FARC habían fracasado; apenas lograron suplementar el ingreso de algunas familias. Las historias alternativas de desarrollo parecían remotas, incluso ilusorias. Ya muchas habían sido puestas en práctica y después desechadas. Infortunadamente, el fracaso es la regla, no la excepción, en el desarrollo alternativo.
El presidente Petro escuchó los discursos en silencio. No tomó notas (casi nunca lo hace). Pidió que le trajeran un café justo antes de tomar la palabra. Sabía que su discurso iba a ser largo y sustantivo. Reiteró, primero, lo que había dicho en Nueva York, en Naciones Unidas: la futilidad de la guerra contra las drogas, la injusticia de las fumigaciones, la destrucción de la selva por cuenta de una cruzada puritana y los apetitos de poder y riqueza de una parte del mundo como causa y condena de la otra.
Por momentos, los campesinos parecían distraídos, tomados por sorpresa por un discurso especulativo y académico: «La guerra contra las drogas concebida como una guerra religiosa». Pero el estado de ánimo de la audiencia cambió de súbito cuando el presidente anunció sin rodeos, de manera directa, que, mientras otros proyectos productivos se ponían en marcha y el Estado lograba una presencia eficaz en el territorio, no habría erradicaciones de cultivos ilícitos. Hubo entonces aplausos y vítores. Todavía no existía una política clara al respecto. Habría que empezar a diferenciar, por ejemplo, entre minifundios y latifundios cocaleros. Habría que diferenciar también entre cultivos viejos y nuevos. Habría que redactar algunos actos administrativos y poner en práctica algunos programas piloto. No había todavía, insisto, una política pública, pero el anuncio era simbólicamente poderoso.
El presidente anunció después su política de desarrollo para la región. Habló de la necesidad de una carretera que conectara el Catatumbo con el centro de Colombia y con Venezuela, una carretera que corrigiera una injusticia histórica: el aislamiento de una de nuestras tantas tierras del olvido. Las élites tradicionales, dijo, vieron en las carreteras solo una ruta eficaz para las importaciones, no para el desarrollo. Habló también de una universidad en El Tarra, un gran centro educativo con decenas de miles de estudiantes que lucharía, en el terreno de la esperanza, contra el reclutamiento forzoso que se nutre de la falta de oportunidades. Habló, por último, de un programa de conservación, de convertir a las familias cocaleras en guardianas de la biodiversidad.
Fue un discurso general, panorámico, que llenó de entusiasmo a un coliseo atiborrado, pero había algo que faltaba de nuevo: los proyectos. La idea de la universidad, por ejemplo, estaba centrada solo en la infraestructura, en un edificio nuevo que tuviera un gran valor simbólico. Parecía, en la concepción enunciada por el presidente Petro, más un monumento que una institución de educación superior. La Escuela Superior de Administración Pública (ESAP) había abierto un programa de educación superior en El Tarra algunos años atrás. La Universidad Francisco de Paula Santander de Ocaña (UFPSO) había venido trabajando también durante mucho tiempo en una estrategia de regionalización en el Catatumbo. En mi opinión, habría que empezar por el principio, por los programas existentes, pero pudo más la tentación romántica, la idea de un gran campus que hiciera evidente la gran voluntad de cambio. Teatro y voluntad, de nuevo.
No dudo de las intenciones del presidente Petro, de su deseo genuino de encontrar salidas racionales a una encrucijada de desarrollo, a la superposición entre aislamiento geográfico y violencia que define al Catatumbo y a otras regiones de Colombia. Ni la criminalización de los campesinos ni las fumigaciones van a resolver el problema. Todo lo contrario. Legitiman a las organizaciones armadas y refuerzan la desconfianza en el Estado. Pero la buena voluntad se puede quedar en eso, en los soliloquios presidenciales. «No es el otoño del patriarca, es apenas su primavera, pero la realidad parece indiferente (otra vez) a los discursos», escribí en mi libreta.
La «paz total» es una idea ambiciosa en dos dimensiones. «Total» significa con todos los grupos armados ilegales y significa también la intención de remediar todas las causas de la violencia. «Paz total» es la universidad, la carretera y la selva intacta. «Paz total» es el desarrollo alternativo y el fin de las fumigaciones. «Paz total» es el Estado abarcador, casi de posibilidades infinitas. Me da temor (no quisiera ser catastrofista, no lo soy por convicción y temperamento) que la paz total sea también una utopía regresiva, una forma perjudicial de evasión, una sobrestimación de la voluntad que termina haciendo daño.
No Comments