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Una candidatura histórica

En
julio de 1944, en Bretton Woods, New Hampshire, un lugar hasta entonces conocido
 por sus hoteles de lujo y sus pistas de esquí,
los representantes de un grupo de más de 40 países definieron la creación del Banco Mundial y el Fondo
Monetario Internacional. En ese momento, en las postrimerías de la Segunda Guerra
Mundial, Europa estaba destruida y Estados Unidos dominaba completamente la
economía mundial. Como resultado de su preeminencia económica, Estados Unidos
logró imponer su visión y asegurar un control duradero sobre las nuevas
instituciones. Por más de sesenta años, el Fondo Monetario y el Banco Mundial
han sido instituciones paradójicas por decirlo de algún modo: multilaterales en teoría, pero dependientes
en la práctica del gobierno de Estados Unidos.

Durante
la segunda mitad del siglo XX, Estados Unidos controló el Fondo Monetario y el
Banco Mundial. Nadie se atrevía a objetar
su control. No había muchas razones para ello. La economía global seguía
dependiendo en buena medida de la economía de Estados Unidos. “Si a Estados Unidos le da gripa –decían– a
medio mundo le da neumonía”. Las grandes crisis económicas y financieras
ocurrían en la periferia, muy lejos de Washington o de Bretton Woods. Por
décadas, Estados Unidos actuó como una especie de padre adusto que pedía
prudencia y daba consejos no solicitados. El Banco Mundial y el Fondo Monetario
transformaban estos consejos en créditos y condicionalidades. En economía, la
postguerra duró más de cincuenta años.

Pero
la realidad económica cambió con la llegada del siglo XXI. En la última década,
las llamadas economías emergentes han crecido, en promedio, a una tasa anual cinco
puntos porcentuales superior a la correspondiente a las economías avanzadas. La
última crisis económica ocurrió en el centro, no en la periferia.  Estados Unidos se enfermó de neumonía y muchas
economías en desarrollo sufrieron si acaso un leve resfriado. El crecimiento
global depende ahora de un puñado de economías emergentes. China es el
principal productor de manufacturas del mundo. Con razón, los líderes de las
economías emergentes han pedido una mayor representación en las entidades
multilaterales.

Estos
mismos líderes ya se atreven a alzar la voz. El primer ministro de la India
señaló recientemente que el exceso de liquidez generado por las políticas de
estabilización puestas en práctica en Estados Unidos y Europa constituye una verdadera
amenaza para la economía mundial. Los
otrora aconsejados han pasado a dar consejos. Esta semana, los jefes de
Estado
de los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sur África)
reclamaron que
el nuevo presidente del Banco Mundial debería ser elegido mediante un
proceso
transparente, basado en los méritos de los candidatos, no en su
nacionalidad.
Ya no hay razones, sugirieron, para que la dirección del Banco Mundial
deba estar necesariamente en cabeza de un estadounidense.

Pero
el gobierno colombiano está en otro cuento. Al no apoyar la candidatura de JoséAntonio Ocampo a la presidencia del Banco Mundial, ha desconocido los justos
reclamos de los países en desarrollo por una participación más justa en las decisiones
económicas globales. De manera despectiva,
el gobierno declaró esta semana que la candidatura de Ocampo era “simbólica”. ¡Claro
que lo es! Tristemente el gobierno no ha entendido el simbolismo y ha despreciado la importancia
histórica de las candidaturas alternativas. Sigué anclado en el Siglo XX, en el mundo ya antiguo de Bretton Woods.   
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Sobre las cifras de empleo

1. El gráfico 1 muestras los promedios móviles de 12 meses de la tasa de desempleo nacional. La mejoría es evidente. La tasa ha disminuido más de un punto porcentual con respecto al pico reciente de agosto de 2010. El deterioro causado por la desaceleración de los años 2008 y 2009 (producto, a su vez, de la crisis internacional) ha sido más que borrado por cuenta de la rápida recuperación de la economía de los últimos 18 meses. 


2. El gráfico 2 muestra la disminución de la tasa de desempleo para cada uno de los últimos doce meses (medida como la diferencia entre la tasa del mes en cuestión y la tasa correspondiente para el mismo del año anterior). La mejoría en los meses de octubre y noviembre fue de 1,5 puntos porcentuales. La mejoría en los meses de enero y febrero ha sido de un punto porcentual. La mejoría se ha estancado, ha perdido fuerza incluso. Aparentemente el desempleo no seguirá disminuyendo y podría estabilizarse en una tasa cercana a 11%.

3. El gobierno ha dicho que un millón de empleos fueron creados en el último año. El dato es cierto. Pero debe matizarse: 200 mil han sido empleos sin remuneración y 400 mil, empleos de trabajadores por cuenta propia (informales con bajos ingresos en su mayoría). Del millón anunciado, solo 400 mil pueden considerarse empleos de una calidad aceptable. 

4. En fin, las noticias son buenas, pero en ningún momento extraordinarias. La complacencia del gobierno es preocupante. El problema del empleo está lejos de ser resuelto.
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Un Estado asediado

En uno de sus primeros pronunciamientos públicos, Fernando Carrillo, el nuevo director de la Agencia Jurídica de la Nación, señaló la dimensión (casi inconmensurable) de su tarea. “Las demandas contra el Estado –dijo– ascienden a 1.200 billones de pesos…25 millones por cada colombiano, un monto preocupante”. Carrillo puso de presente la incapacidad del Estado colombiano para defenderse de un enemigo mejor apertrechado, de un verdadero ejército de litigantes. Con el optimismo de los recién llegados, prometió una revolución, un cambio radical en la defensa jurídica del Estado: “estamos en la idea de traer las mejores experiencias, como las que ofrece España que tiene unas tasas de éxito procesal impresionantes”.
Carrillo pretende convertirse en una especie de superhéroe de historieta, en el jefe de un pequeño escuadrón de funcionarios decididos a enfrentar y vencer un enemigo formidable. Ojalá tenga suerte. Otros han intentado sin éxito hazañas similares. Pero sus proezas seguramente serán insuficientes. Mientras tanto debería usar su poder simbólico (quizás el único que tiene) para hacer un poco de pedagogía, para señalar algunas de las causas estructurales del exceso de demandas en contra del Estado colombiano. Una de estas causas tiene que ver, en mi opinión, con una idea generalizada, con la concepción errónea del Estado como una especie de señor todopoderoso, con capacidades y recursos ilimitados y por lo tanto con la obligación de responder por todos sus errores y omisiones con dinero contante y sonante. El Estado, cabe advertir, no es un señor indiferente sentado en una pila de monedas de oro: es a duras penas un proveedor de servicios financiados mayoritariamente con nuestros impuestos. En últimas, buena parte de los 1.200 billones de pesos constituye un intento de despojo de unos pocos al resto de la sociedad.
Carrillo podría también llamar la atención sobre un problema más álgido, a saber: en Colombia las actividades y ocupaciones más rentables están asociadas con la captura de rentas, con la redistribución de la riqueza, no con su creación. Un ingeniero o científico creativo gana menos que un abogado avezado. Muchas demandas en contra del Estado son simples experimentos redistributivos dirigidos por abogados que conocen los vericuetos legales y cobran millonadas por sus servicios. ¿No debería alguien proponer un tope a los honorarios legales, a las millonadas que se pagan por demandar al Estado? ¿No son estos pagos tan irritantes como los bonos pagados a los banqueros que tanta indignación han causado en el mundo desarrollado? ¿No valdría la pena llamar la atención sobre la extrañeza (por decir lo menos) de honorarios de miles de millones de pesos por actividades que no generan un ápice de riqueza, que poco o nada le aportan a la sociedad?
Mientras sigamos concibiendo al Estado como el administrador desalmado de una riqueza ajena (no de nuestros impuestos), mientras la cacería de rentas y la redistribución oportunista continúen siendo actividades provechosas y respetadas y mientras los demandantes sigan ganando honorarios magníficos, de muchos ceros, la defensa jurídica de la Nación será poco menos que imposible y el ejército de tinterillos seguirá haciendo de las suyas a pesar de las buenas intenciones de Fernando Carrillo o de quien sea.
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Aritmética

En los próximos meses el debate sobre el futuro de la educación universitaria en Colombia tendrá un nuevo capítulo. La semana anterior los líderes del movimiento estudiantil se reunieron en Manizales para elegir sus voceros. Los estudiantes reiteraron su objetivo prioritario: “educación superior gratuita y de calidad para todos”. La educación superior, dicen, debe ser un derecho fundamental, una obligación inalienable del Estado.
Esta columna es una invitación a ir más allá de los pronunciamientos retóricos, a pasar de las palabras a los números. La columna presenta una aritmética antipática, pero necesaria creo yo. Empecemos por el principio, por el número de nuevos cupos requeridos para cumplir con la utopía de la universalización planteada por los estudiantes. En Colombia, existen (mal contados) 1,5 millones de estudiantes matriculados en universidades e institutos tecnológicos y técnicos. La cobertura de la educación superior es inferior a 40%. La universalización requeriría, entonces, la creación de más de 2,0 millones de nuevos cupos. Si nos atenemos a los pronunciamientos de los voceros estudiantiles, al menos un millón deberían ser cupos universitarios. Una meta formidable sin duda.
¿Cuánto cuesta crear un millón de nuevos cupos universitarios? El costo semestral por estudiante en una universidad de calidad aceptable, con 50% de profesores de planta, la mitad de ellos con maestría, asciende aproximadamente a cinco millones de pesos. Un millón de cupos nuevos costaría, por lo tanto, cinco billones de pesos semestrales o diez billones anuales: más de cuatro veces el costo de la primera línea del metro de Bogotá, un monto por ahora incompatible con las sostenibilidad fiscal. Pero la plata no es el principal escollo para el cumplimiento de la utopía estudiantil. La construcción de capacidades supone un reto aún más complejo. Dada una relación (no muy exigente) de 30 estudiantes por profesor, la creación de un millón de nuevos cupos universitarios requeriría más de 30 mil nuevos profesores. ¿Quién va a encargarse de su formación? ¿Dónde se capacitarán los nuevos docentes? La respuesta es complicada. El número de profesores requerido es inmenso, casi abrumador. 
Pero allí no terminan los problemas. La mayoría de nuestros bachilleres no tienen las habilidades requeridas para entrar a la universidad. Más de la mitad son incapaces de realizar una operación aritmética básica: “Usted compró una camisa que costaba 20 mil pesos y recibió un descuento de 15%, ¿cuánto pagó finalmente?”. En Colombia, hemos invertido la secuencia lógica del progreso educativo. Aspiramos a tener educación universitaria de calidad, pero no reparamos en la pésima calidad de la educación secundaria. Los líderes estudiantiles poco han dicho al respecto. Están en otro cuento.
Más que una nueva ley o un cambio constitucional, Colombia necesita un plan de educación superior que señale claramente de qué manera se van a construir las capacidades requeridas, que muestre de dónde saldrán los recursos y cómo se formaran los profesores y capacitarán los bachilleres. El movimiento estudiantil debería pasar de las palabras a los números, de la retórica vacía de los derechos a una reflexión más profunda sobre las capacidades y los recursos. Ya pasó el tiempo de la carreta.
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Ciudades

Esta semana el gobierno dio a conocer los primeros datos sobre la nueva distribución regional de las regalías. Aparentemente la mermelada no quedó tan bien repartida como decía el Ministro de Hacienda. Las grandes ciudades parecen haberse quedado por fuera de la repartición. Los municipios adyacentes a las principales capitales recibirán también sumas irrisorias a pesar de sus ingentes problemas sociales. Buena parte de las regalías permanecerá en los municipios productores de petróleo o irá a municipios pequeños que tienen mayores tasas de pobreza estructural.
La distribución anunciada discrimina en contra de los pobres de Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla, etc. Los criterios usados pasan por alto un hecho obvio, casi trivial: la tasa de pobreza es menor en las grandes ciudades que en el resto del país, pero el número absoluto de pobres, por razones meramente demográficas, es mucho mayor en las principales áreas metropolitanas que en los municipios más pequeños. En términos más generales, la distribución de las regalías revela un sesgo conocido, una idea influyente y generalizada; a saber: la supuesta obligación del gobierno nacional de transferirles a los municipios pequeños y a las zonas rurales una mayor cantidad de recursos por habitante con el fin de disminuir las brechas socioeconómicas y evitar la migración hacia las grandes ciudades. Muchos analistas siguen sosteniendo que el futuro de Colombia pasa por el campo. El diagnóstico no ha cambiado en 200 años. Inercia intelectual, digamos.
Pero el diagnóstico es cuestionable. El progreso social depende usualmente del crecimiento de las ciudades. Para reducir la pobreza primero hay que urbanizarla. Así lo muestra, por ejemplo, la experiencia reciente de China y la India, donde la rápida disminución de la pobreza ha estado acompañada del crecimiento acelerado de unas cuantas ciudades conectadas con el mundo. En todas partes, las ciudades ofrecen al menos la esperanza de una vida mejor. En Colombia, la mayoría de los desplazados no quiere regresar a sus lugares de origen. Sea lo que sea, prefieren el dinamismo urbano al sosiego rural. Los paraísos rurales sólo existen en la imaginación de algunos comentaristas románticos (que viven en las ciudades por supuesto).
Tradicionalmente las ciudades han sido no sólo los escenarios del cambio social, sino también los espacios de la innovación. “¿Qué tanto habría perdido el mundo si Thomas Edison o Henry Ford hubieron sido forzados a pasar sus días en el campo?”, preguntó recientemente el economista estadounidense Edward Glaeser. Las ciudades parecen incluso estimular el desarrollo cognitivo. Los resultados de la Encuesta Longitudinal de la Universidad de los Andes (ELCA) muestran que los niños pobres de las zonas urbanas tienen, desde los cinco años, un desarrollo verbal mucho mayor que casi todos niños, pobres y no pobres, de las zonas rurales. Aparentemente el bullicio urbano es más estimulante que la tranquilidad rural. 
Pero el gobierno parece subestimar la importancia de las ciudades. No solo en el tema de las regalías. La ley de restitución de tierras, su proyecto bandera, es una forma de saldar cuentas con el pasado. Pero nuestro futuro depende de otra cosa, de la capacidad de nuestras principales ciudades de lidiar con los crecientes problemas de movilidad, seguridad e informalidad. Las ciudades pueden ser nuestra salvación. O nuestra condena.
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Justicia espectáculo

De lunes a viernes, de manera ininterrumpida, las páginas de internet de los principales periódicos de Colombia transmiten alguna audiencia judicial, uno de los tantos procesos penales o disciplinarios de interés general. Los reporteros judiciales ya no deambulan de juzgado en juzgado en busca de historias de amores y de odios. Ahora disertan frente a las cámaras acerca de los procesos en curso con la misma grandilocuencia vana que hiciera famosos a varios comentaristas deportivos: especulan, hacen apuestas y entrevistan a los protagonistas del espectáculo.
Algunos abogados penalistas, Jaime Lombana, Jaime Granados y Abelardo de la Espriella, se han convertido en personajes de farándula. Son entrevistados diariamente por los medios nacionales. Pontifican por la mañana en la radio, por la tarde en los juzgados (con señal en vivo) y por la noche en los noticieros de televisión. Son protagonistas de primera plana de un reality que parece no tener fin. En un momento de entusiasmo, un reportero judicial anunció el viernes anterior “la inminente interinidad en el segundo cargo más importante del país”. Solo en un país donde la justicia se ha convertido en un espectáculo consuetudinario puede alguien pensar que un fiscal tiene semejante importancia. El reality de la justicia ha distorsionado la realidad.
Pero este reality tiene una audiencia creciente, un público cada vez más ansioso. La justicia televisada puede ser cautivante. Satisface algunos de nuestros impulsos más básicos: el placer de la revancha, la satisfacción que produce el escarnio público de aquellos que encarnan todos los males de la sociedad. Recientemente un grupo de científicos ingleses mostró, mediante una serie de experimentos con juegos de cooperación, que muchas personas experimentan placer por el simple hecho de observar que los violadores de las normas cooperativas son castigados públicamente: la contemplación del castigo activa los mismos nervios que titilan con el sexo y los estimulantes. “Los seres humanos –concluyeron– derivan satisfacción de observar que la justicia está siendo administrada, incluso si el instrumento de castigo está por fuera de su control”. En fin, la justicia es un espectáculo seductor. Su disfrute es casi instintivo.
Por lo mismo, el espectáculo puede ser peligroso. Muchos jueces intuyen o conocen los gustos de la audiencia, el deseo mayoritario por el castigo inmediato y terminan fallando para complacer a la galería. Tarde o temprano, la justicia espectáculo acaba por erosionar algo que no hace parte de nuestra naturaleza, que la humanidad tardó mucho tiempo en construir, ese gran legado de la ilustración: las libertades individuales, la presunción de inocencia, la defensa del individuo ante la coerción de las mayorías, ante nuestro deseo instintivo de castigo. En la justicia espectáculo, los derechos humanos terminan subordinados a los deseos revanchistas de la audiencia o de los mismos jueces. 
Esta semana, el exdirector del Incoder Rodolfo Campo Soto fue declarado un peligro para la sociedad y enviado a la cárcel sin haber sido vencido en juicio. El hecho fue reportado por los medios de comunicación como si fuera un partido sin importancia, de segunda categoría. En la justicia espectáculo, paradójicamente, las violaciones de los derechos humanos no son noticia.
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Movilidad social, circa 1920

En los años veinte del siglo anterior, Eduardo Santos, tío abuelo del actual presidente, en un polémica con el intelectual venezolano Laureano Vallenilla Lanz, hizo una vehemente defensa de la movilidad social en Colombia:


En todos los campos se hallarán hombres que han triunfado por su solo esfuerzo, por sus méritos propios, que no son ‘señoritos de buenas familias’, sino hijos de sus obras y sus merecimientos. No sería delicado citar nombres, que acuden a los labios de todos, pero el hecho evidente es que si existe algún país donde estén todos los caminos abiertos al mérito y a la capacidad, es Colombia. Los pomposos nombres de viejos linajes suelen ir cayendo en el olvido, y vemos subir a las alturas, a todas las alturas, en la política, en el gobierno, en la sociedad, en las letras y las artes, en las finanzas y en la milicia, a hombres que son primeros de su dinastía, y que casi siempre son los últimos, porque desgraciadamente no son hereditarios ni el talento ni la virtud.

Nadie puede ser acusado de falta de clarividencia. Pero la historia de su familia, la preeminencia duradera de la dinastía Santos, contradice casi trágicamente el optimismo de Eduardo Santos sobre la movilidad social en Colombia.



Fuente: Santos, E. (1920). “Sobre las teorías del señor Vallenilla Lanz”. El Tiempo. Bogotá, 28 de diciembre.

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El fin del matrimonio

En 1962, hace ya 50 años, la firma encuestadora Gallup le hizo la siguiente pregunta a una muestra de mujeres estadounidenses: ¿en general, quién cree usted que es más feliz, una mujer casada encargada de su familia o una mujer soltera que trabaja? El comentarista conservador Charles Murray llamó la atención recientemente sobre la uniformidad de las respuestas, más de 90% de las entrevistadas respondieron que las mujeres casadas eran más felices. La pregunta era casi una provocación, sugiere Murray. El matrimonio era considerado entonces un destino ineluctable. La gente nacía, se casaba, se reproducía y moría. Eso era todo. Medio siglo después, las cosas han cambiado de manera radical. La gente pospone cada vez más el matrimonio. O nunca se casa. O si lo hace, se separa después de unos cuantos años. El entorno familiar se ha transformado consecuentemente. En Estados Unidos, por ejemplo, el porcentaje de niños nacidos por fuera del matrimonio pasó de 3% en 1960 a más de 30% en 2010. El porcentaje de niños criados por un solo padre ha seguido una trayectoria similar. Además, las parejas casadas son menos felices. En 1962, 63% de las mujeres decía sentirse muy feliz en el matrimonio; en 2010, este porcentaje ya era inferior a 40%. El matrimonio no atrae, ni amarra, ni entretiene. No sólo en Estados Unidos. En Colombia, el divorcio es cada vez más común y la unión libre se ha generalizado, sobre todo en las familias de menor nivel socioeconómico. Estas tendencias tienen efectos probados sobre la socialización de las generaciones futuras. En promedio, los hijos de padres casados muestran mejores resultados escolares, menores problemas psicosociales y una mejor salud, tanto física como emocional. La evidencia al respecto es inmensa. Apabullante, podría decirse. Para el caso de Colombia, por ejemplo, los investigadores Diego Amador y Raquel Bernal mostraron recientemente que, todo lo demás constante, los hijos de padres casados tienen un mejor desempeño escolar que los hijos de padres en unión libre. El matrimonio, sugieren los autores, acrecienta la responsabilidad y el compromiso de los padres. ¿Puede hacerse algo al respecto? No mucho. El retorno a un supuesto pasado idílico que proponen Murray y otros comentaristas conservadores es imposible. La estatización casi completa del cuidado infantil que proponen algunos liberales es también utópica, sobrestima las capacidades estatales y subestima las restricciones financieras. El Estado no puede sustituir a la familia. No completamente al menos. El novelista Michel Houellebecq plantea el problema con precisión: “es deplorable que la unidad familiar esté desapareciendo. Uno puede argumentar que aumenta el dolor humano. Pero deplorable o no, no hay mucho que podamos hacer. Esa es la diferencia entre mi visión y la de un reaccionario: yo no tengo interés en devolver el tiempo. No creo que pueda hacerse”. Más allá de las políticas públicas, de la reingeniería de valores que propone la derecha o la ingeniería social que promueve la izquierda, el declive del matrimonio y por ende de la familia es un fenómeno trascendental, con consecuencias inquietantes en el mejor de los casos. “Por esta y otras razones, la sociedad ha venido perdiendo la capacidad de producir adultos equilibrados, razonables”, me dijo un colega hace unos meses. Razón no le falta.

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Movilidad social

A comienzos de los años cincuenta tuvo lugar un interesante debate en este país. El sociólogo estadunidense T. Lynn Smith señaló, en una serie de artículos ya olvidados, que la movilidad social en Colombia era casi inexistente. En su opinión, las clases altas eran una casta inexpugnable y las clases medias, un refugio de ricos decadentes. El antropólogo austríaco Gerardo Reichel-Dolmatoff criticó duramente el pesimismo de Smith: “Colombia –escribió– no es un país dominado por un sistema feudal manejado por unas cuantas familias de sangre azul que dominan una mayoría de mestizos analfabetos. Esto pudo haber sido cierto hace doscientos años. Pero, en el presente, Colombia es un país cuya estabilidad política y social descansa sobre una firme fundación de miembros de la clase media”. En los años setenta, el debate volvió a repetirse en los mismos términos. En un influyente artículo, el sociólogo Rodrigo Parra Sandoval cuestionó de nuevo las posibilidades de ascenso social. “Cuando se mira con detenimiento a la sociedad colombiana –señaló–, se observa que las posibilidades de movilidad ascendente son mínimas… sólo existen para grupos específicos, estratos medios y altos urbanos, para quienes representa no un ascenso sino un mantenimiento de su posición”. Casi simultáneamente, los economistas Albert Berry y Miguel Urrutia presentaron una visión mucho más optimista. En un libro publicado en 1974, argumentaron que las personas talentosas y educadas tenían las puertas abiertas en Colombia. Los debates descritos tocaban un asunto crucial. Pero, la verdad sea dicha, los debatientes tenían muy pocos datos para sustentar sus conclusiones. Una encuesta reciente, realizada de manera conjunta por el Departamento Nacional de Estadística (DANE) y el Departamento Nacional de Planeación (DNP), permite retomar el debate con mayor objetividad. La encuesta incluye, como es usual, un conjunto de preguntas sobre las condiciones de vida de las personas en el momento actual. Y contiene, al mismo tiempo, una interesante innovación: una serie de preguntas retrospectivas sobre las condiciones de vida (las características de las viviendas, la educación de los padres, etc.) de las mismas personas cuando tenían 10 años de edad. La encuesta permite, por lo tanto, comparar las condiciones de vida presentes y pasadas, y cuantificar las posibilidades de movilidad social. Los resultados muestran un pequeño grado de movilidad social. Aproximadamente 5% de los colombianos pasó, en una generación, de la parte inferior de la distribución (el 40% más pobre) a la parte superior (el 20% más rico) y un poco más de 15% pasó de la parte intermedia a la superior. La movilidad social es menor a la observada en otros países, como Chile y México, donde se realizaron encuestas similares. Más allá de las comparaciones, la movilidad es insuficiente por decir lo menos. Casi una tercera parte de la población nace pobre y muere pobre. Los otros apenas se mueven. Muy pocos logran ascender decididamente. Y si lo hacen, deben enfrentarse al clasismo, a un catálogo conocido de improperios: lobos, mañés, igualados, provincianos, carangas resucitadas, etc. Paradójicamente la crítica social en Colombia se ha dedicado más a denigrar de las costumbres de quienes logran ascender socialmente que a denunciar la falta de movilidad social. Al subido, hay que caerle. Los caídos, caídos están.

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La clase C

Mucho antes de que nuestros políticos encasillaran a las viviendas en estratos y a las personas en grupos del Sisben, los expertos en mercadeo habían clasificado a la población en seis clases sociales, denotadas, casi solapadamente, con letras mayúsculas: A, B, C (1 y 2), D y E. Las clases en cuestión, creadas originalmente por una compañía editorial inglesa, tenían un significado preciso, aséptico en apariencia: la clase A incluía a los ejecutivos, empresarios y profesionales de primer nivel, la B, a los administradores y empleados de niveles intermedios, las D y E, a quienes apenas podían satisfacer sus necesidades básicas o no ponían hacerlo en absoluto, y la C, la clase intermedia, al resto de la población: microempresarios, oficinistas, técnicos y tecnólogos, etc.
Por mucho tiempo, el capitalismo de esta parte del mundo se ocupó preferentemente de los gustos y caprichos de las clases A y B. Con frecuencia alguien hacía notar la preeminencia demográfica de las clases D y E o el potencial invisible de la misteriosa clase C, pero el poder de compra seguía estando concentrado en la parte de arriba, en las exclusivas clases A y B. En América Latina, los mercados se ocupaban más de los gustos de los de arriba que de las necesidades de los de abajo. “Los ricos tienen mercados, los pobres, burócratas”, dijo alguna vez un economista gringo con intención sarcástica. Razón no le faltaba. Pero las cosas están cambiando rápidamente. En Brasil, en Colombia y en buena parte de América Latina, el crecimiento de la otrora desdeñada clase C está transformando el capitalismo. O democratizándolo al menos. En Colombia, más de cinco millones de personas se sumaron en la última década a la clase media, conformada por hogares con ingresos mensuales entre dos y ocho millones de pesos. En Brasil, 30 millones de consumidores han pasado de las clases D y E a la clase C: “la pirámide cambió de forma y se convirtió en un rombo”, dicen los publicistas moviendo las manos. Los nuevos consumidores están viajando en avión por primera vez, comprando vehículos nunca soñados, pensando en enviar sus hijos a la universidad, en fin, contemplando una vida distinta, más allá de la satisfacción imperiosa de las necesidades básicas. Los datos hablan por si solos. En Colombia, el año pasado se vendieron más vehículos Chevrolet que vehículos Renault 4 en dos décadas. No todo el mundo está contento, sin embargo. Algunas minorías ilustradas critican la proliferación de consumidores sin alma, la congestión permanente de calles y centros comerciales y la medianía inevitable del capitalismo masivo. Otros llaman la atención sobre el endeudamiento de los hogares y la precariedad de las bonanzas latinoamericanas (una región maniaco-depresiva, en su opinión). Otros más señalan la pasividad de las nuevas clases medias, su indiferencia ideológica, su complacencia en medio de la corrupción y el desgobierno. Paradójicamente el progresismo latinoamericano mira con malos ojos la democratización del consumo. Contradicciones del sistema tal vez. Gústenos o no, la clase C llegó para quedarse. En el futuro tendremos vías más congestionadas, aeropuertos más llenos, universidades más asediadas e insuficientes y políticos más pragmáticos, más pendientes (o dependientes) de los vaivenes de la economía, del bolsillo de la ahora arrolladora clase C.