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La salvación del ateo

El sábado anterior, en el festival literario Parque 93 en Bogotá, en medio de una conversación con  Piedad Bonnett, la periodista y librera Claudia Morales me hizo una pregunta paradójica, inquietante podría decirse: “¿es el ateísmo una especie de salvación?” 
 
Había unas 300 personas sentadas en la grama, relajadas, pero vigilantes, pendientes de una respuesta concreta a la paradoja en cuestión. Me quedé inicialmente paralizado por unos segundos, confundido, con una mezcla de temor y desconcierto. Pasado el susto, traté de articular una respuesta. Me tocó echar mano de algunas ideas que había escrito o reseñado, en un contexto diferente, en mi libro Hoy es siempre todavía
 
Los ateos, dije, sabemos que no hay salvación ni condena, estamos convencidos de que la muerte es para siempre. Sospechamos, además, que la vida no tiene un sentido intrínseco, que el absurdo es parte de todo esto. Pero no nos resignamos. Tratamos de inventar un sentido, de creernos un cuento, de buscar un propósito…“Podemos imaginarnos a Sísifo feliz”. En suma, esa búsqueda es nuestra salvación, la única posible. 
 
Habría podido también mencionar, como respuesta, una suerte de invitación al optimismo trágico que leí hace algunas semanas en alusión a los poemas de la poeta uruguaya Idea Vilariño: “una sed de absoluto que se sabe perdida, la conciencia de la muerte, de la finitud del amor, la intensidad de algunas rebeldías y la intensidad también del deseo, pero sobre todo, la terca actitud ética de mirar esos límites con valor, de aceptarlos con libertad, de no engañarse”. 
 
Mencioné, de paso, de manera burda, sin ahondar en los detalles, un poema tardío de Borges sobre Baruch Spinoza que resume la única salvación posible para el escéptico: inventar un dios personal, un sentido imaginario. Me habría gustado declamar el poema. No pude. No lo tenía en la memoria. Con los años la memoria se manda sola, caprichosa, registra solo lo que quiere. Vale la pena, en todo caso, traer a cuento el poema de Borges. 

 
Nos lleva el tiempo como a las hojas los ríos, la muerte nos torna en nada, pero imaginamos un sentido, un dios sin odios, que nos enseña, en últimas, la importancia del «amor que no espera ser amado”. Esa es, quizá, la verdadera salvación del descreído.
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Una reflexión

En los años ochenta, en medio de las negociaciones de paz con las guerrillas, un grupo de científicos sociales en Colombia (serían conocidos después como los violentólogos) introdujeron el término (o la hipótesis) de las causas objetivas de la violencia. La exclusión política, la desigualdad y la falta de oportunidades, se decía, eran las causas preponderantes del conflicto y de las muchas formas traslapadas de violencia.

En los años noventa, en medio de la aceleración de conflicto, del aumento exorbitante de los homicidios, otro grupo de científicos sociales, entre ellos, Mauricio Rubio, Carlos Esteban Posada, Malcolm Deas, Fabio Sánchez y Fernando Gaitán cuestionaron (empíricamente) la hipótesis de las causas objetivas. Con datos, con cifras y escrúpulos positivistas, mostraron que la impunidad, la inoperancia de la justicia y los problemas del ejército y la policía eran los principales generadores de violencia, los factores que subyacían el crecimiento de los grupos armados y la violencia. El argumento ponía de presente una suerte de circularidad: la impunidad genera violencia y la violencia desatada desborda al Estado y produce impunidad y más violencia.

Detrás de una discusión en apariencia instrumental, había un debate ético, filosófico, muy complejo, no resuelto, a saber: muchos veían en la hipótesis de las causas objetivas una justificación velada de la violencia, una validación de cierto discurso que seguía insistiendo en la legitimidad de los asesinatos como instrumento de cambio social. El debate nunca ha desparecido del todo. La discusión empírica no es definitiva, deja espacio para la ambigüedad: la conexión entre violencia y desigualdad, por ejemplo, es evidente, pero es también insuficiente para explicar la permanencia de los grupos guerrilleros en Colombia o las altas tasas de homicidios de los años ochenta y noventa.

 

No quisiera insistir en un debate que deberíamos superar. La corrupción y la exclusión social son desafíos pendientes de nuestra sociedad. Pero decir que por ello, que como consecuencia de estos desafíos, el terrorismo y el asesinato son inevitables, no solo es empíricamente inexacto, sino éticamente problemático. Las causas objetivas son muchas. Una de ellas ha sido también nuestra incapacidad de rechazar, sin ambages, sin notas de pie de página, sin justificaciones de ningún tipo, a quienes usan la violencia y el asesinato con fines políticos.

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“Para los extremistas, las buenas noticias son problemáticas”

SEMANA: Usted trinó “la corrupción tiene muchos efectos. Uno de ellos es devastador: la erosión en la confianza pública y la legitimidad de las instituciones.” ¿De qué manera evitar que esto suceda si últimamente las grandes noticias en Colombia han sido sobre corrupción, y según las encuestas, es el problema que más le preocupa a los ciudadanos.?
 
Alejandro Gaviria: La corrupción está teniendo un impacto muy grande sobre la legitimidad del Estado y la confianza pública en las instituciones democráticas. Estamos viviendo un momento de exaltación, de indignación permanente con consecuencias imprevistas. Mi llamado es a evitar las generalizaciones, no renunciar al pensamiento y no caer en una politización oportunista de la moral.
 
En muchos países la lucha contra la corrupción ha terminado en gobiernos autocráticos y en reformas absurdas que tienen un efecto muy negativo sobre el funcionamiento del Estado. Debemos evitar ese escenario. 
 
SEMANA: ¿Cuál es la solución a la politización oportunista de la moral? 
 
A.G: Una cosa es la moralización de la política, un asunto necesario, urgente, otra cosa muy distinta es la politización de la moral. Politizar la moral no conduce nada. Promueve un discurso sin contenido. Necesitamos propuestas concretas, iniciativas con sustento empírico. El problema de la corrupción no lo vamos a solucionar con cruzadas morales o metiendo a todo el mundo a la cárcel. 
 
SEMANA: Entonces, ¿qué sería moralizar la política? 
 
A.G: Por ejemplo, que los políticos rechacen el clientelismo, cambien la forma de relacionarse con los ciudadanos, promuevan una agenda programática, rechacen la demagogia, traten de dar ejemplo. La ética es como la dieta, una cuestión de todos los días, de todas las horas y todos los escenarios. Ahí está la clave, no en los discursos grandilocuentes. 
 
SEMANA: En un trino dijo que esta sociedad sufre de “catastrofismo”, ¿estamos viviendo en una sociedad acostumbrada o que le gusta el catastrofismo? 
 
Alejandro Gaviria: Como decía Vargas Llosa, vivimos en la sociedad del espectáculo, tenemos un apetito insaciable por escándalos que los medios, siempre dispuestos a apostarle a la vulgaridad del corazón humano, alimentan día a día. 
 
No hay sentido de las proporciones. No hay contexto. No hay análisis. La demanda por indignación crea su propia oferta, y viceversa. En eso estamos.
 
SEMANA: Por otra parte, usted trinó sobre los extremistas que “distorsionan la realidad, magnifican las dificultades y desean que las cosas vayan mal porque eso los enaltece”. ¿Por qué a los fanáticos/extremistas les beneficia un ambiente de pesimismo?
 
A.G: Porque su discurso ilusorio tiene mucho más eco si la mayoría piensa que no hay nada que conservar, que todo es un desastre, que necesitamos un líder providencial que nos conduzca de la mano por el camino del bien. Para los extremistas las buenas noticias son problemáticas, incómodas, estorbosas.
 
SEMANA: Hablando en términos políticos, ¿el que hace uso de la táctica pesimista es el extremista de la oposición o también existen los extremistas afines al gobierno? es decir, ¿el extremismo tiene tinte político? 
 
A.G: Hay extremistas en ambos lados. Los de derecha niegan la mejoría de la seguridad. Los de izquierda niegan el progreso social. Ambos proponen una solución similar para todos los problemas, un gran líder político, un profeta. Pero como decía Karl Popper, “la creencia de que solo puede salvarnos un genio político –el Gran Estadista, el Gran Líder—es la expresión de la desesperación. No es nada más que la fe en los milagros políticos, un suicidio de la razón humana”. 
 
SEMANA: Si los escándalos de corrupción continúan, ¿cómo evitar que las personas no vean corrupción en todas partes? 
 
A.G: Va a ser difícil. Pero no podemos renunciar al análisis, al estudio de cada caso, al discernimiento, a la disciplina fáctica. Doy un ejemplo: se menciona a menudo que la corrupción anual en Colombia es de 50 billones. Esa cifra puede ser desmentida con un cálculo de servilleta, pero se sigue repitiendo como si fuera una constante universal.
 
SEMANA: Usted dice que no hay que hacerse “muchas ilusiones con la política”. ¿Esta afirmación no ahonda la erosión a la confianza pública y la legitimidad de las instituciones que según usted puede ser devastadora? 
 
A.G: No, todo lo contrario. Es un llamado a entender la complejidad del mundo. Basta abrir cualquier manual de ciencia política. Los problemas de la política están por todos lados: el teorema de imposibilidad de Arrow, los problemas de agencia entre elegidos y electores, los problemas de credibilidad, la tragedia de los comunes, etc. La tensión entre lo individual y lo colectivo casi nunca tiene una solución óptima. Por lo tanto, las instituciones muchas veces constituyen equilibrios precarios o inestables. 
 
SEMANA: En este momento se está tramitando la reforma política y la de justicia en el Congreso, las cuales plantean varios puntos que en el pasado se habían quitado de la constitución porque no funcionaban. ¿La situación que está viviendo el país se mejora con normas o qué se necesita para que las prácticas políticas y ciudadanas mejoren? 
 
A.G: Las normas pueden ayudar, pero no cambian la cultura ni tampoco crean capacidades estatales. La corrupción muchas veces es un síntoma de problemas más profundos en el funcionamiento del Estado. Las buenas leyes ayudarían. Pero no creo que las circunstancias políticas y de opinión en Colombia en este momento sean propicias para hacer buenas leyes. 
 
SEMANA: ¿Por qué no es un buen momento para hacer buenas leyes? 
 
A.G: Porque no hay credibilidad en el legislativo, además, en este momento hay un problema serio de gobernabilidad, hay una gran anarquía en el Congreso. Pero insisto en un punto. Estamos en el país de Santander. Sobrevaloramos las leyes como vehículo de cambio. Pero uno ley no va a resolver los problemas esenciales del Estado. A veces toca reiterar lo obvio.
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Coincidencias

Llegué al aeropuerto temprano. Tenía una presentación en la feria del libro de Cali y no quería correr riesgos ni pasar apuros. Esperé tranquilamente casi una hora sin los afanes y agobios de mi vida previa.
Ya en el avión hubo un pequeño retraso. Una conmoción menor. Oí que llamaban insistentemente a un pasajero que nunca llegó: «Roberto… favor presentarse a la cabina». Mi indiferencia, me doy cuenta ahora, omitió el apellido.Aterrizamos en Cali. El conductor que debía recogerme llegó media hora tarde, exasperado, quejumbroso del tráfico y la vida. Tenía dos carteles escritos a mano, uno de ellos con mi nombre. Salimos hacia el carro, una camioneta blanca. El seguía preocupado, ansioso. Se subió y se bajó inmediatamente. Comenzó a caminar de nuevo hacia la salida de vuelos nacionales. «Falta alguien que venía en el mismo vuelo», me dijo. Vi que el otro cartel decía «Roberto…». No alcancé a leer el apellido.

Después de varios minutos regresó resignado. «Vamonos, yo no vi a nadie más esperando», le dije. Salimos. Su teléfono no paraba de sonar.  Alguien preguntaba insistentemente por Roberto. «No llegó», decía el conductor. La llamada y la respuesta se repitieron tres veces. «Averigüe el celular de Roberto», dije en un intento por apaciguar el conflicto en ciernes.

Llegué a mi destino. El conductor seguía preocupado por el pasajero ausente. «Nunca apareció el otro señor, Roberto Burgos», explicó de manera defensiva. Andrés Grillo de Planeta, quien estaba allí, inquieto por la tardanza, consciente ya del problema, aclaró el sentido de la tragicomedia: «Roberto Burgos murió hace unos días». La vida parecía no resignarse a su ausencia, pensé. Uno sigue viviendo por un tiempo en las bases de datos, en la logística del mundo, en carteles y parlantes. En fin, la inercia de las cosas.

Hace un mes largo llegamos juntos a la Feria del libro de Bucaramanga Jorge Orlando Melo, Mario Mendoza, Roberto Burgos y yo. La logística funcionó aquella vez sin tropiezos. Ese día lo vi por última vez. Nunca coincidimos. Me habría gustado conversar con él. Oir sus historias. Empaparme de su sabiduría. No pude. Nuestra cita inesperada nunca fue. Me quedó esta historia de fantasmas y ausencias. Así es la vida. Nos regala algunas coincidencias como consuelo.

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Solo Islandia

Durante los últimos dos años 25 mil personas han sido asesinadas (jibaros, consumidores ocasionales de drogas, etc.) en Filipinas por la policía o los llamados “vigilantes”. La policía ha compilado una “lista de las drogas” que parece anticipar una sentencia de muerte. Las victimas son usualmente arrojadas en la calle o en los patios de sus viviendas. 

El presidente Rodrigo Duterte cuenta con una impunidad casi absoluta. Destituyó recientemente a la presidenta de la Corte Suprema y decidió hace unos meses retirarse de la Corte Penal Internacional. 

¿Qué dice la Iglesia Católica en Filipinas?
Nada. 

¿Qué ha dicho el Papa?
Nada. 

¿Qué ha dicho el gobierno de China?
Nada. 

¿Qué dicen Japón y Corea de Sur, los principales donantes y promotores del desarrollo en Filipinas?
Nada. 

¿Qué ha dicho los Estados Unidos?
Nada. 

¿Qué dice la Unión Europa?
Casi nada,
un pronunciamiento tímido sobre posibles condicionantes a la ayuda externa. 

Solo Islandia alzó su voz de protesta ante un genocidio sin nombre. Solo Islandia asumió una posición clara, se pronunció de manera vehemente en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas en Ginebra (Naciones Unidas ha comenzado algunas indagaciones).

La indiferencia, el oportunismo y los intereses particulares son la norma. Una isla remota de 300 mil habitantes es la excepción, un último resquicio de solidaridad y humanismo.
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Un recuerdo

Ocurrió hace ya mucho tiempo. Tenía yo catorce o quince años.
La edad de la retentiva, de las impresiones indelebles. Eran los primeros días
del mes de diciembre, un sábado en la noche. Había ido a cine con mi hermano Pascual al
Centro Comercial Oviedo en Medellín. Fuimos caminando, uno al lado del otro, silenciosos,
inmersos en la cavilaciones tristes de los adolescentes. No recuerdo mucho más.
Ni siquiera el nombre de película.

Pero un incidente, una pequeña anécdota me quedó grabada
para siempre. Al final de la proyección, en el momento de los créditos, alguien
hizo estallar una papeleta al interior de la sala. Hubo una pequeña conmoción. Algunos
gritos y risas de celebración. Muchos salieron corriendo. Nosotros no.  Esperamos un rato y salimos tranquilos,
resignados. Era evidente que se trataba de una chanza de mal gusto. Las risas
venían precisamente de allí, de un grupito de aspirantes a vándalos que celebraban
ruidosamente su fechoría.

Mientras salíamos de la sala, en medio de la confusión, escuché
que un señor ya entrado en años, le decía, en un acento extranjero (italiano en
mi memoria, pero la memoria inventa lo que no sabe), a un niño que llevaba de su
mano: “esta sala está llena de idiotas”. Recuerdo la frase con toda su fuerza y
precisión. Implacable. Certera e inolvidable ya puedo decir.

Ayer en la noche, después de pasar un tiempo (perdido) en
las redes sociales, en medio del fanatismo político, del intercambio de
imprecaciones y noticias falsas, de la ferocidad verbal y la ausencia absoluta
de ironía e introspección, recordé, por
cuenta de los atajos impredecibles de la memoria, esa frase, esa protesta
precisa, necesaria y urgente, “esta sala
está llena de idiotas”.
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Aclaraciones

La noticia, con todo lo que tiene de trágico, triste y desconsolador, ha sido reportada con insistencia durante los últimos días: el mayor Edward Alexander Ossa murió de un cáncer en EE. UU. y su familia ha tenido que recurrir a la solidaridad de sus compatriotas, de nosotros los colombianos, para pagar una cuenta pendiente de más de 50 mil dólares en gastos médicos.

Sobre la dimensión humana de la noticia, solo cabe expresar la solidaridad, el aprecio a la familia y, por supuesto, la intención de contribuir, en la medida de nuestras posibilidades, a aligerar las penurias económicas que exacerban el dolor ya insoportable de esta muerte prematura.

Pero existe también una dimensión pública de este caso. Respetuosamente quisiera hacer varias aclaraciones al respecto.

Primero, este caso no compete directamente al Sistema General de Seguridad Social en Salud (SGSSS), a nuestro sistema de salud, sino al régimen especial de las Fuerzas Armadas.

Segundo, no creo que, sin conocer la historia clínica, sin analizar los detalles del caso, pueda decirse, como han dicho algunos periodistas, que los oncólogos colombianos son incapaces de diagnosticar un cáncer renal. Muchos de nuestros oncólogos tienen el mismo conocimiento y la misma preparación de sus homólogos en Estados Unidos y Europa. La calidad de nuestra medicina oncológica es innegable.

Tercero, el cáncer es una enfermedad compleja (por definición). Los tratamientos son inciertos y las posibilidades terapéuticas no son infinitas. La medicina moderna, a pesar de todos sus avances, tiene límites. La tiranía de la esperanza nos lleva, a todos, a desconocer estos límites. No es fácil (lo sé por experiencia), pero cualquier análisis de este caso (y otros similares) debería diferenciar entre las fallas de los sistemas de salud y los límites de la medicina moderna.

Y cuarto, este caso pone de presente, de manera indirecta, paradójica, una de las ventajas de nuestro sistema de salud: la protección financiera. Salvo contadas excepciones, las familias colombianas no tienen que hacer colectas públicas para pagar por la salud. En términos de protección financiera, nuestro país está en el mismo nivel de los países europeos de la OCDE. El gasto de bolsillo en Colombia es sustancialmente menor que en casi el resto de los países de América Latina. A veces incumbe valorar lo que tenemos.

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Mentalidad paranoide

En 1964, el historiador norteamericano Richard J. Hofstadter publicó un influyente ensayo
sobre la paranoia en la política . El político paranoide —escribió Hofstadter— “no percibe el conflicto social como algo que pueda ser mediado o negociado, como lo hacen los políticos tradicionales. Como lo que está en juego es el conflicto entre el mal absoluto y el bien absoluto, lo que se requiere no es un compromiso sino la voluntad de luchar hasta el final. Como el enemigo es considerado totalmente perverso, tiene que ser completamente aniquilado […] del teatro de operaciones sobre el cual el paranoide dirige su atención”. 
Para el político paranoide, el enemigo es “un ejemplo perfecto de maldad, una especie de supermán amoral: siniestro, ubicuo, poderoso, cruel y lujurioso”. El enemigo “causa depresiones, manufactura desastres […] controla la prensa, tiene fondos ilimitados, posee técnicas especiales de seducción y es capaz de lavar la mente de las personas”. 
El político paranoide parece siempre dispuesto a la confrontación intelectual. En sus repetidos pronunciamientos presenta datos, revela conexiones, muestra hechos, etc., con una obsesión casi académica. Pero la apariencia es en este caso engañosa. El político paranoide no está interesado en la comunicación de doble vía que caracteriza el intercambio intelectual, “no es un receptor, es un transmisor”. La acumulación de información le sirve para convencerse a sí mismo, para alimentar sus odios y sus miedos, no para convencer a los otros. Sea lo que sea, los datos, los hechos diligentemente enunciados, nunca justifican las conclusiones fantasiosas, las historias de conjuras y conspiraciones.
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Yo soy tibio

  1. Intento mantener cierta provisionalidad en mis opiniones, cierta maleabilidad de pensamiento.
  2. Creo que la lucha por la igualdad de condiciones y la dignidad humana debe respetar la inteligencia, el conocimiento y el trabajo de quienes nos antecedieron.
  3. Desconfío de los discursos fundacionales.   
  4. Tengo una guía personal, “ni resignación, ni desmesura”.
  5.  No creo en quienes prometen paraísos en el cielo o en la tierra. 
  6. Opino que la perfección es una idiotez, pero también que todas las instituciones humanas son perfectibles.
  7. Creo que, en la raíz de muchos problemas sociales, hay dilemas colectivos irresolubles, trágicos, que no tienen solución y sobre los que nunca nos pondremos de acuerdo.
  8. Considero que las fallas de mercado deben evaluarse a la luz de las fallas de estado y viceversa.
  9. No me hago muchas ilusiones con la política. Las adhesiones políticas no deberían ser una pasión desbordante. 
  10. Sé que la tibieza es una posición precaria. A todos nos atraen los extremos.
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Estadistas vs. Profetas

A finales de los años cincuenta, un brillante estudiante de ciencias políticas, iconoclasta y rebelde (en el sentido académico del término), publicó un libro acerca de la diplomacia europea durante la primera parte del siglo XIX. El libro ha sido ya olvidado, sepultado, como tantos otros, entre millones de tesis y artículos académicos sin lectores, huérfanos, condenados a la irrelevancia: muchos profesores ya no tienen tiempo para leer, pues están muy ocupados escribiendo textos que nadie lee. El autor del artículo tiene todavía cierta notoriedad, ganada no en las aulas de la academia, sino en los salones del poder. El autor fue el maquinador político por antonomasia de la guerra fría. Nadie más y nadie menos que Henry A. Kissinger. 
Henry A. Kissinger planteó una clasificación binaria de los estilos de la política. De un lado, escribió, está el estadista, siempre cauteloso, dubitativo, atrapado en sus cavilaciones hamletianas. El estadista “es consciente de las muchas esperanzas que han fracasado, de las buenas intenciones que terminaron en nada, y del egoísmo, la ambición y la violencia”. Cree en el gradualismo. Evita los experimentos más ambiciosos, las reformas más radicales y los cambios más arriesgados. Evita también la personalización de la política y las relaciones exteriores. Sabe bien de la “fragilidad de las estructuras que dependen de un solo individuo”. 
Del otro lado, señaló el joven Kissinger, está el profeta, ajeno a las dudas y cavilaciones, seguro de sí mismo, inmune a los hechos. El profeta desecha el gradualismo como una concesión injustificable. Tiende a suplantar la realidad por su visión exaltada del mundo. Cree en las soluciones totales y definitivas. Tiene más propósito que metodología. “El profeta representa una era de exaltación, de grandes levamientos, de vastas posibilidades, pero también de enormes desastres”. 
Pero ante todo, el profeta es un crítico del sistema y del orden establecido, representa lo que el mismo Kissinger llamó “un poder revolucionario”, esto es, un poder que pone en cuestión la legitimidad del sistema imperante. El profeta no cree en las reglas de juego. No respeta las reglas de juego. Pretende el mismo definir, a su manera, por sí solo, las reglas de juego. 
Yo no creo en las analistas clarividentes. Pero resulta imposible, después de leer estas elucubraciones, escritas hace más de 60 años, no señalar su actualidad, su vigencia para entender la realidad del mundo actual. Kissinger estaba escribiendo acerca de la realidad política de la Europa decimonónica, pero parece estar escribiendo sobre la realidad política de los Estados Unidos en el siglo XXI. Obama personifica, casi de manera exacta, al estadista. Trump, por su parte, personifica, aun con mayor precisión, al profeta. Con todo, la clasificación propuesta por Kissinger es ilustrativa y reveladora. 
Pero más reveladora e inquietante es su conclusión, su análisis sobre el fracaso de la diplomacia y los poderes tradicionales ante la arremetida del poder revolucionario, ante la llegada estrepitosa de los profetas: 
Confundidos por un período de estabilidad que parecía permanente, ellos [los representantes del poder establecido] encuentran casi imposible tomarse en serio las aseveraciones del poder revolucionario en cuanto su intención de destruir el orden vigente. Los defensores del status quo, por lo tanto, tienden a tratar al profeta como si sus protestas fueran meramente tácticas; como si en realidad estuviera simplemente tratando de acrecentar su poder de negociación, como si sus pretensiones abarcaran algunos aspectos específicos dirimibles mediante concesiones limitadas. Aquellos que advierten el peligro son considerados alarmistas, los que aconsejan la adaptación son por el contrario considerados sensatos y equilibrados […] Pero la esencia de los profetas es que están impulsados por el coraje de sus convicciones y dispuestos a llevar las cosas hasta el final. 
La advertencia de Kissinger es inquietante, a saber, la sociedad y los poderes tradicionales no están preparados para hacer frente a la embestida de los profetas. Bajan la guardia. Minimizan el peligro. Limitan la oposición. Ignoran los indicios más preocupantes. Van sumando concesiones, perdiendo la libertad y entregando la democracia poco a poco. Paso a paso. Ha ocurrido ya muchas veces. Con frecuencia la pasividad le abre paso al desastre. 
En varias partes del mundo, la gente parece haberse cansado de los estadistas y su exceso de realismo, y ha optado, entonces, por los profetas y sus visiones exaltadas. Las consecuencias podrían ser desastrosas. Los profetas con frecuencia no advierten los desastres, los ocasionan.