Discursos

Complicarse a la vida

(discurso en la ceremonia de grado –junio 13 de 2018– en Qualia Alternativa Educativa)

A Valentina le gustan las pinturas de Van Gogh; a Valeria, los idiomas; a Mateo, las palabras; a Juan Camilo, la música; a Juan Andres, los computadores y el ajedrez; a Camila, la escritura, los acertijos verbales; a Antonio, la administración, esto es, el método aplicado a la solución de problemas prácticos; a Manuela, las leyes y el estudio de las organizaciones sociales; a Juan Sebastian, el deporte de alto rendimiento, esa fusión de talento y disciplina; y a Miguel, que no está aquí con nosotros, la academia, el mundo de la duda y el conocimiento.


Uds. son un ejemplo de diversidad de intereses, profusión de talentos y pluralidad de experimentos de vida. Quiero pensar que esta noche estamos, ante todo, celebrando esa diversidad. Pero quiero, además, resaltar otro hecho, otra circunstancia, un elemento que los une o los define a todos Uds. en medio de la diversidad. 


Lo voy a llamar oblicuidad. La vida no se vive en línea recta, hay ires y venires, vueltas y revueltas. A Uds. los une esa suerte de rebeldía geométrica, esa forma indirecta de escalar escaños, esa protesta contra las formas más burdas de predestinación.

Hace ya muchos años, veinte o algo así, en medio de una conversación animada, de esas que recordamos por siempre, mi papá me dijo, muy serio, que la declaración universal de los derechos humanos había quedado incompleta, que le había quedado faltando un artículo, una premisa en favor de la oblicuidad, el ensayo y error y las segundas oportunidades. “Si tuviera que redactar ese articulito –insistió– lo haría de manera escueta: “todo el mundo tiene derecho a cagarla, a volver a empezar”.

Yo, como algunos de Uds., he vuelto a empezar muchas veces, soy también un ejemplo de oblicuidad, de los caminos indirectos de la vida. En el colegio me iba bien en matemáticas, pero me gustaba la literatura. Decidí estudiar ingeniería por descarte, por una suerte de inercia generacional. Casi no iba a clase, pasaba los días programando computadores y leyendo literatura. Pronuncié el discurso de grado de mi promoción, una cantaleta insolente en contra de mis profesores.

Decidí estudiar economía. Inicialmente me dediqué a los temas de siempre, a rastrear los movimientos de las principales variables económicas. Iba en camino de convertirme en un yuppie, pero di otro viraje y me dediqué a la economía social, al estudio de la pobreza y la desigualdad. Seguí en todo caso leyendo literatura, tratando de encontrarle algún sentido a mi desajuste. Escribí libros y columnas. Participé en varios debates públicos. Critiqué a presidentes y ministros. A veces con justicia, otras veces con encono. Y como premio (o castigo), fui nombrado ministro de salud. Llevo seis años en este oficio extraño, una mezcla de realidad y ficción, como dicen por ahí.
 

Me he tenido que reinventar varias veces. Algunos de Uds. saben bien de que se trata ese asunto de llegar hasta el fondo, echar reversa y volver a arrancar. He cometido muchos errores. Pero he podido, con la ayudad de muchos, volver a empezar. La vida en línea recta no me gusta. O mejor, no me sale.
 
En los últimos años he pronunciado varios discursos de grado. Demasiados tal vez. Siempre lo hago con un poco de inquietud. “No se puede aleccionar a los hombres, solo guiarlos para que se busquen a sí mismos”, escribió con lucidez Michel de Montaigne. No sé qué es peor si dar consejos o recibirlos. Lo mejor, tal vez, sea tomarse todo esto con humor. “Los jóvenes no tienen nada que decir y los viejos se repiten”, dijo hace ya algunos años un malpensante italiano.
 
Sea lo que sea, quiero compartir con Uds. algunas reflexiones generales sobre la vida, sobre esa ilusión a la que llamamos libre albedrio. He recibido muchos consejos. Los he olvidado casi todos. Me entran por un oído, apenas acarician mi esencia y me salen por el otro. En otros casos ni siquiera me tocan, pasan raudos como pasan las promesas de los políticos. Materia deleznable. Palabrerías.
 
Pero recuerdo un consejo esencial. No vino de un discurso de grado. Fue más bien una admonición espontanea. Estábamos en clase de filosofía del colegio, en décimo grado, en medio del estudio de los presocráticos, esos filósofos que trataron, por primera vez, de usar la razón humana para explicar la extrañeza del mundo. De pronto, así no más, un compañero alzó la voz y preguntó insolente: “para qué complicarse la vida, para qué tanta especulación”.
 
El profesor de filosofía se levantó de su escritorio, alzó la mano para concitar la atención de la clase y dijo pausadamente: “lo bueno de la vida es complicarla”. El consejo me quedó grabado desde entonces. Parecía una paradoja, una invitación irónica, una reiteración de esa doctrina cristiana (detestable, en mi opinión) que recomienda el sufrimiento. Pero el consejo en cuestión no era una contradicción improvisada o una negación de la vida. Era más bien una invitación a vivir con los ojos abiertos, conscientemente, sin traicionarnos a nosotros mismos.
 
¿Cómo complicarse la vida? ¿Cómo responder a ese imperativo extraño? No tengo la clave, pero quisiera mencionarles, de paso, modestamente, con reticencia, tres ideas que pueden ser de alguna utilidad. Son el resultado de mis andanzas oblicuas, de mis errores y de la forma en que he tratado de vivir la vida. No son mandamientos. No me gustan los imperativos categóricos. Son sugerencias que bien pueden rechazar.
 
Primero, traten de llevar la contraria. O al menos, resistan la presión de grupo, la idea dominante según la cual tenemos que coincidir con las mayorías o con los dictados caprichosos de la opinión pública.
 
La tecnología ha aumentado los costos de la discrepancia. El que se atreve, en las redes sociales, por ejemplo, a expresar una opinión contraria, distinta o polémica, es abrumado de manera inmediata por los soldados de la medianía y los mercenarios de lo políticamente correcto. Muchas veces, preferimos, entonces, falsificar nuestras preferencias, traicionarnos a nosotros mismos, sumarnos al consenso, repetir lo que todos están repitiendo.
 
Por lo tanto, deberíamos, de vez en cuando, por fidelidad a nuestras convicciones, resistir la presión de las mayorías y decir lo que pensamos pase lo que pase. En Facebook, en una reunión familiar, en la clase, donde sea. Mientras más impopular sea la opinión más difícil será, pero también más satisfactorio.
 
Tenía yo quince años. Mi abuela me había regalado una camisa azul con el proverbial lagarto de Lacoste en el pecho. Era mi favorita por razones difusas, irrelevantes. Pero no me la ponía casi nunca con el fin de evitar las burlas de mis compañeros, quienes decían que era falsificada o chivida o alguna cosa por el estilo. El típico arribismo colegial que todos conocemos. Pero un día decidí hacer lo que quería. Comencé a usar la camisa cada semana, desafiante. Con el tiempo las burlas cesaron y me quedó a satisfacción de la lealtad a mis gustos.
 
No es fácil. En la vida pública mucho menos. La tentación del aplauso es con frecuencia irresistible. La tendencia a decir lo que otros quieren oír es casi un instinto. Somos sumisos, gregarios y temerosos. Pero nuestra individualidad depende de resistir los impulsos de uniformidad, de levantarnos un buen día y ponernos la camisa de la discordia o vociferar sin ambages nuestras opiniones en las redes sociales.
 
Los que nunca llevan la contraria no se complican la vida, pero pierden buena parte de su libertad por comodidad o indiferencia.
 
Voy a pasar ahora a mi segunda idea, mi segunda invitación a complicar la vida. Es sencilla, recoge el ideal socrático de la vida examinada, rechaza el utilitarismo facilista, inconsciente.
 
¿Estarían Uds. dispuestos a tomar una píldora, una pastillita (Soma en la novela Un Mundo Feliz de Aldous Huxley) que les garantice una felicidad plena sin efectos secundarios? ¿Creen que no hay ninguna diferencia entre hacer un viaje a un sitio remoto y meterse en una máquina que no solo reproduzca la experiencia, sino que también nos haga olvidar que fue creada en nuestra mente de manera artificial?
 
Creo que no. Todos o casi todos rechazaríamos la felicidad en forma de pastilla y los viajes artificiales.
 
La felicidad es una búsqueda que implica riesgos, que requiere oblicuidad. La felicidad en línea recta termina aburriéndonos, se convierte en una negación de la vida. Las personas felices sin conciencia son meros autómatas. Cuando yo tenía la edad de Uds., mi papá me decía con frecuencia, “feliz es un bobo chupando caña”.
 
Era una invitación a rechazar las formas inconscientes de felicidad y de llamar la atención sobre una idea poderosa, a saber: las vidas que valen la pena son más que la acumulación de momentos felices. La felicidad requiere, en últimas, complicaciones.
 
Quiero pasar ahora a mi tercera idea. Así como rechazaríamos la felicidad enlatada, así también deberíamos rechazar la verdad contenida en un solo libro, en un solo líder, en un solo credo. Las preguntas más importantes de la vida, “cómo vivir”, “qué define a una buena sociedad”, etc., tienen varias respuestas. Nadie puede responderlas por nosotros.
 
Sería fácil encontrar un sucedáneo, afiliarnos a un grupo político, sumarnos a una causa absoluta, confiar en las opiniones de un político, un profeta o un guía espiritual, pero al hacerlo, como en el caso de la pastillita, estaríamos renunciando a la vida, traicionándonos a nosotros mismos.
 
Complicarse la vida implica rechazar los atajos de las ideologías más delirantes, la sobre-simplificación de la política y los altares, las promesas de los demagogos que aspiran a gobernarnos; implica, en suma, cultivar un escepticismo sano, una cierta desconfianza hacía las ideas y los credos más convincentes.
 
Complicarse la vida implica, en últimas, aceptar su sentido trágico y reconocer, como bien lo dice Milan Kundera, la relatividad de las verdades humanas y la necesidad de hacer justicia al enemigo.
 
No quiero abrumarlos con más consejos. Mi mensaje es simple, casi trivial. Recordemos que la vida no transcurre en línea recta. Celebremos la oblicuidad y compliquemos este asunto de tres maneras obvias: rechazando las opiniones mayoritarias, la felicitad empaquetada y los dogmas más convenientes.
 
Los felicito. Les deseo la felicidad consciente. Y les recomiendo las fotos. Tómense muchas. Son un testimonio de las vueltas de la vida, de la oblicuidad y el azar que nos moldean y nos definen.
 
Un abrazo a todos de todo corazón.

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  • santiago puerta
    14 junio, 2018 at 7:31 pm

    Muy bueno, tres consejos interesantes para poner a pensar a un grupo de estudiantes que inician su próximo viaje. Un reto ministro, que tal un discurso en una ceremonia de graduación de los niños del programa canguro en Cartagena.

  • DI4N4
    14 junio, 2018 at 9:35 pm

    Gracias por compartir este texto, muy atinado para reflexionar y ser más asertivos. La idea de ser auténticos y de llevar a veces la contraria, me acuerda una frase que,alguna vez, leí de Nietzsche "El individuo ha luchado siempre para no ser absorbido por la tribu. Si lo intentas, a menudo estarás solo, y a veces asustado. Pero ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo"

  • maluber
    14 junio, 2018 at 9:49 pm

    Ministro, lo admiro profundamente, me llama la atención su forma de escribir y me identifico demasiado con usted. Mis momentos felices tienen mucho que ver con el frío golpeando mi cara. Un abrazo desde Tunja Gracias por tantas enseñanzas

  • Pablo Martinez
    14 junio, 2018 at 9:55 pm

    rezo por usted.

  • María
    14 junio, 2018 at 10:11 pm

    Profe, acabo de terminar su libro, y no sé dónde más escribirle para decirle que me movió el corazón. En estos momentos de tanta incertidumbre política, donde pareciera que lo más importante es quién dijo qué y cómo y por qué, su libro me llevó a las cosas más importantes todavía, que también (paradójicamente) son las más pequeñas. Un poema, una librería discreta, un profesor de filosofía del colegio. Después de la clase en la que fui su alumna, crecí y ya se supone que soy alguien en el mundo (tengo un cartón que lo prueba). Ojalá que, en lo que me depare, tampoco se me olviden esas cosas pequeñas, y ojalá también pueda describir su belleza en un libro como el suyo, pero mío. Gracias, y espero que tenga muchísima felicidad, seguridad, salud y tranquilidad.

  • Virginia Luz Muegues Baleta
    15 junio, 2018 at 12:30 am

    Sabías palabras, ahora se porque es bueno muchas veces complicarse la vida. Continúe escribiendo, este país lo necesita.

  • Martha Sandoval
    15 junio, 2018 at 1:19 am

    Reinventarse…el secreto para disfrutar el trasegar de la vida

  • Esteban Muñoz
    15 junio, 2018 at 8:08 am

    Gracias. Siempre

  • Gonzalo Rojas Gerena
    15 junio, 2018 at 8:40 pm

    Señor Ministro Gaviria, advierto un cumulo enorme de sensibilidad y de filosofía en su escrito. pero no de aquella sensiblería banal, ni de aquella filosofía intrincada e inasible para la vida. Su escrito, tal vez sin proponérselo -y ahí está el mérito- pone al alcance de la reflexión profunda, los temas esenciales de la filosofía y por ende de la vida. Como debe ser.Muchas gracias por traernos de nuevo a estos los avatares, que tal vez, inconscientemente queremos desconocer, pero que necesariamente esencializan la existencia humana.

  • Octavio Henao Orrego
    16 junio, 2018 at 12:03 pm

    Alejandro gracias por ayudarnos a complicarnos la vida.

  • ANA CAROLINA SANCHEZ SANCHEZ
    16 junio, 2018 at 2:37 pm

    Ha complicarse la vida y mucho. Vivir en un solo molde genera que nos perdamos de vivir en diferentes colores.

  • cesarmiento
    16 junio, 2018 at 10:41 pm

    Lo leo a menudo, me agrada lo que escribe aunque no siempre este de acuerdo. Gracias.

  • César Andrés Chamorro Guerrero
    18 junio, 2018 at 4:51 pm

    Gracias por compartir el escrito, precisamente acabo de tomar quizá la primera decisión de mi vida (tengo 20 años) que me lleva a complicarla; si bien, no ha sido fácil, este texto me ayuda para salir del remolino temporal resultado de añadirle algo de oblicuidad a mi existencia y aprovechar esa oportunidad de errar, de embarrarla para lograr de ser un humano mas que un ser y sobre todo de aprender y disfrutarlo.

  • Anónimo
    19 junio, 2018 at 7:06 pm

    No nos complique la vida. señor ministro.. pague las deudas del gobierno en la #CrisisdelaSalud.. ya bastante tienen los pacientes con estar enfermos.. como para tener que mendigar #TuSaludNoEsperaAutorizacion

  • Alvaro Arcos
    28 agosto, 2018 at 8:17 pm

    Sencillamente perfecto. Muchas Gracias Alejandro Gaviria por compartir y transmitir su idea de vida en un blog.

  • Ángela I. Toro López
    1 octubre, 2018 at 5:21 am

    Cordial saludo, Alejandro.

    Inútil sería manifestarle mi admiración, sé que no cae en la trampa de los aplausos. Tengo, sin embargo, la necesidad de contarle que aprecio profundamente su coherencia y de reconocer, además, que me atrapa su claridad intelectual.

    Yo, como usted, soy profesora y aspiro a dejar en mis estudiantes, al menos, alguna duda y el amor por la lectura.

    En compañía de algunos amigos, desarrollamos una iniciativa de acceso a diversas manifestaciones culturales a la comunidad del corregimiento Farallones del municipio de Ciudad Bolívar, suroeste antioqueño. En este momento ofrecemos un programa de cine al parque y queremos consolidar una biblioteca comunal.

    Después de todo este preámbulo, que considero necesario, me disculpo por el siguiente atrevimiento, que de paso sea dicho, soporto en el conocimiento que tengo sobre su inclinación a comprar libros, que tal vez nunca lea o que ya leyó y jamás volverá a leer: ¿Podría donarnos algunos libros de aquellos que invaden su casa y están quietos esperando a un ávido lector?

    Es probable que coincidamos en que la lectura es uno de los medios que pueden reducir las brechas sociales. Ojalá que algún día en Colombia se reduzcan esas brechas, entre ellas la que se da entre la educación urbana y la educación rural.

    Espero su respuesta en alguno de los siguientes correos: [email protected] o [email protected]

    Muchas gracias
    Ángela I. Toro López