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13 diciembre, 2017

Discursos

No vean las noticias

(discurso pronunciado en la ceremonia de grado de la Universidad EIA en diciembre 12 de 2017)
Doy este discurso con algo de nostalgia, con la idea dominante de una vida ya vivida. Crecí no muy lejos de aquí, a cinco minutos a pie. Recuerdo bien mis travesías. Saltaba presuroso la canalización, cruzaba las mangas de Tejicondor, pasaba raudo por el parque de la esquina y llegaba a mi casa de dos plantas, jadeante pero sano y salvo. En este colegio, el colegio San Ignacio, estudió mi padre. Yo no fui admitido por razones misteriosas, perdidas en el tiempo. Me gradué de ingeniero civil en 1987, en la quinta promoción de esta Universidad. Aprendí a integrar por partes, a derivar parcialmente y a invertir matrices, entre otras muchas cosas, que no he olvidado a pesar de una vida dedicada a otros asuntos, a los problemas sociales de nuestro país, siempre acuciantes. 
Casi ninguno de Uds. había nacido cuando yo era ya un estudiante de ingeniería. No he olvidado mis primeros años en la “Escuela”. Mi obsesión con los computadores. Mi fascinación con las calculadoras programables. Mi afición a los métodos numéricos. De todo aquello, de los cientos de semanas dedicadas a la programación, conservo una preferencia por el pragmatismo, por los problemas bien definidos, por las soluciones concretas para problemas concretos. 
Hace treinta años, pronuncié el discurso de grado de mi promoción.  Recuerdo la esencia del alegato: la aspiración humanista, la queja por la instrumentalización de la educación y la irreverencia impostada. En los últimos años he pronunciado muchos discursos de grado. Demasiados tal vez. No es un buen indicio, dirán algunos. Otros, más francos, insinuarán que estoy entrando en la etapa “Paulo Coelho” de mi carrera, en la filosopausia como dicen los académicos gringos, siempre críticos de los generalistas. 
Los discursos de grado son una tradición cuestionable. Los consejos gratuitos tienen en general poca audiencia. Estamos ya sentados en el avión. Todo está listo para el despegue. Nos hemos abrochado el cinturón. La azafata recita, entonces, sus recomendaciones. Pero no prestamos atención. No nos interesan sus advertencias. Ya veremos qué hacer si algo grave pasa. Nadie puede enseñarnos a vivir por adelantado. En fin, así me siento ante Uds., como la azafata locuaz ante su audiencia indiferente. 
No voy a abrumarlos con muchos consejos. Dudo, ya lo dije, de la eficacia de las arengas. Voy a ser económico. Pragmático. Simplista. Voy a hacerles una sola admonición. No va a cambiarles la vida. Ni va a transformar sus carreras. Pero sí puede hacerlos ligeramente más felices. Levemente más optimistas acerca de nuestro mundo, nuestro tiempo y nuestro país. 
Mi único consejo es simple: no vean los noticieros de televisión. Cambien de canal. Apaguen el televisor. Hablen con sus padres. Llamen a la novia. Jueguen video juegos. Lean El Quijote. Pero no les presten atención a las noticias. 
Espectadores sin memoria 
Empecemos con un primer punto. Las noticias son repetitivas, exasperantes. La música apocalíptica de la apertura presagia que algo extraordinario ha ocurrido. Pero la verdad es otra, casi nunca pasa nada. Las noticias son las mismas día tras día. Rutinarias, predecibles, un inventario de la miseria humana: asesinatos, violaciones, robos, actos de corrupción, etc. 
Los noticieros se han convertido en versiones audiovisuales de los tabloides, de El Espacio: sangre en la portada, soft porno en la contraportada y, en el medio, las fechorías de políticos. Los noticieros–dice Mario Vargas Llosa—legitiman “lo que antes se refugiaba en un periodismo marginal y casi clandestino: el escándalo, la infidencia, el chisme, la violación de la privacidad, cuando –en los casos peores—el libelo, la calumnia y el infundio”. Todo parece construido para saciar nuestra curiosidad perversa, nuestro apetito de escándalos. 
Esa carga de negatividad diaria nos va convirtiendo en «espectadores sin memoria». El escándalo de hoy reemplaza al de ayer. Los noticieros venden lo efímero como si fuera duradero. Prometen la novedad, pero entregan la rutina. Uno ve uno y los ha visto todos. 
Pesimismo artificial 
Pasemos a otro punto. Los noticieros entorpecen nuestro entendimiento del mundo. Si quieren entender el mundo, no vean las noticias. Las noticias se ocupan del estruendo, el escándalo y la tragedia individual. Pero el cambio social es gradual, parsimonioso, acumulativo y, por lo tanto, invisible. No suscita titulares. No genera emociones. No vende. 
En nuestro país, por ejemplo, la tasa de pobreza es la menor de la historia. La tasa de homicidio, la menor en cuarenta años. La mortalidad infantil ha disminuido sustancialmente. La desnutrición también ha descendido. Pero la mayoría piensa que estamos viviendo en el peor de los tiempos, en medio de un desastre sin nombre. Los noticieros han creado una suerte de pesimismo artificial. Mentiroso. 
Les propongo el siguiente ejercicio sociológico. Podríamos llevarlo a cabo hoy mismo, al final de esta ceremonia. Seleccionemos un ciudadano al azar, un típico consumidor de noticias, y hagámosle seguidamente la siguiente pregunta: “¿cree Ud. señor que la desnutrición en Colombia ha empeorado?” Anticipo que responderá indignado, “por supuesto”. Nuestro televidente no intuye, no sospecha siquiera, no conoce que hace 25 años uno de cada cuatro niños en Colombia estaba desnutrido, mientras actualmente uno de cada diez está en la misma condición. Las noticias han generado una suerte de negativismo por reflejo. 
No quisiera agobiarlos con tareas, pero voy a proponerles una muy simple. No tomará más de cinco minutos de su tiempo. Quiero que, uno de estos días, vayan a Youtube y hagan la siguiente búsqueda: «Hans Rosling_noticias». Encontrarán un video en el que Rosling confronta a un periodista en Dinamarca. Rosling, uno de mis héroes intelectuales, falleció recientemente después de una vida dedicada a visibilizar el cambio social, a mostrar, con humor y sapiencia, la mejoría en el bienestar y la salud de la humanidad. En el video de marras, exasperado con su interlocutor, se agacha súbitamente, coge uno de sus pies con la mano, lo levanta en el aire, señala la suela del zapato y le pregunta retóricamente al presentador, “¿considera Ud. que solo mostrar  la suela de mi zapato da una idea verosímil de mi apariencia?” Todas las suelas son iguales. No vale la pena sentarse frente a la pantalla a ver lo mismo todos los días. 
Daniel Kahneman, un pensador imprescindible y premio Nobel de Economía, ha llamado la atención sobre una falencia cognitiva, sobre el llamado sesgo de disponibilidad. Así la tasa de pobreza fuera muy baja, ínfima, de 1%, habría siempre miles de tragedias que mostrar, suficientes para llenar todos los noticieros. Sin contexto, sin análisis y sin investigación, cada tragedia se presenta como el resumen de una esencia, como la regla, no como la excepción. Las noticias, sugiere Kahneman, nos llevan a sobrestimar los riesgos y subestimar los avances. A menudo confundimos la pantalla con la realidad. 
Rolf Dobelli, otro pensador imprescindible, escribió recientemente un libro que compendia cien errores que atrofian el pensamiento. El penúltimo reitera una admonición ya reiterada: no vean los noticieros. Otros innovadores, cabría citar, por ejemplo, a Elon Musk, aconsejan lo mismo. Predican por conveniencia el optimismo. 
Queridos graduandos, les tengo una buena noticia. No sé si ya la conocían. Uds. pertenecen a la generación más afortunada de la historia de la humanidad. En promedio, ninguna generación previa ha vivido tanto como vivirán Uds. Nadie viajará tanto. Ni probará tantos sabores. Ni verá tantas películas. Nadie ha tenido tanta libertad ni tanto acceso al conocimiento. En sus bolsillos todos guardan un aparatico brillante, el Aleph de Borges, una ventana al mundo, a todo el conocimiento humano. Pero paradójicamente muchos piensan que estamos viviendo en el peor de los mundos. Mi invitación respetuosa es al optimismo basado en la evidencia. 
Por supuesto millones sufren todavía por el hambre, la enfermedad, la guerra, el odio y la corrupción. Pero el pesimismo no resolverá ninguno de estos problemas. Por el contario. Puede agravarlos. 
Sobrevaloración de la política 
Pasemos ahora a un último punto. Los noticieros no solo invisibilizan el cambio social; generan también otra idea equivocada: una sobrevaloración de la política, de las leyes y de los pronunciamientos de congresistas, jefes de organismos de control y ministros (me incluyo). Las leyes, por ejemplo, no cambian el mundo. Algunas veces son más una forma de evasión que un instrumento para la solución de los problemas. La política se caracteriza con frecuencia por la máxima grandilocuencia y la mínima eficacia. Los noticieros tristemente amplifican la farsa. 
Buena parte de la vida ocurre por fuera de la política. Muchos de Uds., estoy seguro, harán un gran aporte a la sociedad desde ámbitos más privados, más íntimos, más invisibles, donde nunca llegarán las cámaras ni los micrófonos. Si queremos cambiar el mundo, podríamos comenzar por el principio, por agradecer a nuestros padres como lo hacemos extrañamente los seres humanos, juntado nuestra boca a su mejilla, contrayendo los cachetes y haciendo un ruido instantáneo con los labios. Podríamos también estrecharle la mano a los compañeros más distantes. O abrazar a los profesores, quienes viven en últimas, lo sé por experiencia, del afecto de sus alumnos. 
Por último, no olviden usar el aparatico ese que brilla, el Aleph de Borges, para tomarse fotos con sus padres y hermanos. Deben guardarlas en la nube, en algún lugar seguro. Con el tiempo pocas cosas serán más preciadas. Los testimonios del amor son invaluables. 
Les deseo una vida plena. Plena de amores, lugares, sabores y experiencias. Les recomiendo el optimismo. Afortunadamente hoy no tendremos tiempo para ver el noticiero. Un abrazo a todos de todo corazón.
Academia

Desatando una pandemia de salud

(prólogo al libro de Alejandro R. Jadad y coautores) 
Conocí a Alex Jadad en 2015. En una de las tantas reuniones sobre el presente y el futuro de nuestro sistema de salud. Trabamos desde entonces una amistad basada en la complicidad de lecturas compartidas y en cierta impaciencia con el presente. Compartimos cierto existencialismo festivo, si cabe el término y vale la contradicción. 
Recuerdo una frase de su presentación de 2015, una cita de la antropóloga Margaret Mead, quien creyó, como Gauguin y tantos otros, haber encontrado el paraíso en la tierra en una isla del Pacífico Sur. Desde la Ilustración el buen salvaje ha sido un refugio romántico e ilusorio para muchos intelectuales. Ilusorio sin duda. Decía Karl Popper que el paraíso le será negado a quien ha probado los frutos del conocimiento. 
Pero no quiero desviarme del tema. Volvamos a la cita de Margaret Mead: “nunca duden de que un grupo de ciudadanos pensantes y comprometidos puede cambiar el mundo. Ciertamente es el único modo de hacerlo”. 
Quiero proponer la siguiente interpretación de este libro, de este esfuerzo de Alex y sus coautores. En el lenguaje de los sistemas dinámicos, se trata de sacudir el sistema, perturbar el equilibrio actual y movernos hacia un equilibrio distinto, hacia una situación más favorable. No es fácil, pues los equilibrios muchas veces persisten como resultado de dinámicas de refuerzo mutuo, de fuerzas que se entrelazan. 
El equilibrio actual podría describirse de la siguiente manera: gastamos más de lo que tenemos (de allí las deudas), hacemos más de lo debido, tenemos una fijación con lo nuevo, estamos obnubilados por la tecnología, sufrimos de un divorcio entre valor y precio, y, lo peor de todo, no estamos contentos. Nadie está satisfecho. Pero seguimos pidiendo (irracionalmente) más de lo mismo. 
Cabe mencionar a Thomas Schelling y su idea reveladora de los micro-motivos y los macro-comportamientos. Todo el mundo se comporta racionalmente en lo micro, en su ámbito particular, pero el comportamiento macro es irracional, casi absurdo. 
Hago un paréntesis sobre la insatisfacción con la salud en general y los sistemas de salud en particular. Alex Jadad me enseñó hace unos años que resulta inconveniente usar indicadores de satisfacción para evaluar los sistemas de salud. Para convencerme del cuento, de los peligros de las métricas basadas en la satisfacción, me recomendó la lectura del pensador brasileño Roberto Unger. Unger resumió acertadamente nuestras cargas existenciales en tres puntos: la muerte (inevitable), la tarea ardua de reconocer el absurdo de la existencia sin renunciar a los desafíos de la libertad y la insatisfacción permanente, la trampa hedonista, el siempre querer más. En suma, somos insaciables como especie: la catástrofe ambiental así lo confirma. 
Pero volvamos a nuestro tema de fondo, a la idea de movernos hacia un mejor equilibrio, más conveniente en términos de bienestar y sostenibilidad. El nuevo equilibrio se caracterizaría por hacer lo justo, gastar solo lo que tenemos, usar lo que funciona, mejorar el bienestar de todos y convertirnos en co-creadores de nuestra salud. 
De eso se trata este esfuerzo, de un salto cualitativo entre equilibrios. Pero no es fácil. Alex y sus coautores sugieren que se requiere un gran cambio cultural. Debemos dejar atrás un conjunto de falencias cognitivas que casi nos definen como especie: el sesgo de confirmación, el sesgo de statu quo (todo el mundo quiere reformar la salud hasta que alguien se atreve), el efecto dotación (nos enamoramos de lo propio así no nos guste) y la aversión a la pérdida. 
Para cambiar el equilibrio, debemos, a su vez, cambiar las expectativas, las creencias y la forma de tomar decisiones: la heurística propia que nos lleva a hacer mecánicamente lo mismo día tras día sin reparar en las consecuencias. 
Debemos comenzar por el principio, sugiere el libro, por la definición de salud. En lugar de enfatizar las carencias, la ausencia de enfermedad o el bienestar completo, deberíamos enfatizar nuestras habilidades, nuestras capacidades para lidiar con los problemas prácticos de la vida, en particular, nuestra capacidad para crear salud colectivamente. La salud no es algo que la gente pueda recibir pasivamente. No es un subsidio. No es un entregable. 
Movernos de un equilibrio a otro no solo implica un cambio de mentalidad en médicos, ciudadanos y demás, requiere también enfrentar intereses poderosos. Requiere, específicamente, combatir la excesiva medicalización de la vida, el amor, la vejez y la muerte. No es una lucha fácil sobra decirlo. Como bien señala Alex, los mercaderes de la inmortalidad suelen ser poderosos. 
En la búsqueda del objetivo planteado, debemos trabajar en dos ámbitos: el macro, esto es, el ámbito de la política púbica. Y el micro, que es el propuesto por el libro.

En el ámbito macro, vale la pena hacer una enumeración de las políticas más relevantes que hemos puesto en práctica: la mejor definición de los beneficios (con las excusiones, por ejemplo), la regulación de los precios de medicamentos y dispositivos, la adecuada capacidad de discernimiento (con el fortalecimiento de la puerta de entrada de nuevas tecnologías), la consecución de mayores recursos, los mejores incentivos y las rutas de atención. 

En el ámbito micro, el ámbito propuesto por el libro, quisiera destacar tres elementos: la relevancia de construir salud desde el ámbito laboral, la importancia de una organización comprometida (la Federación Nacional de Cafeteros en este caso) y la necesidad de extrapolar estos esfuerzos a otras empresas y entornos. 
El cambio social es casi siempre un esfuerzo de abajo hacia arriba. La Federación de Cafeteros quiere convertirse en el foco infeccioso que desate la pandemia de la salud. Eso hay que celebrarlo.

En la Federación tuve mi primer trabajo como economista. Allí hice mi primera investigación, un artículo sobre la zoca del café y sus determinantes. Allí estudié minuciosamente los efectos del café sobre la economía colombiana. Todo eso fue hace ya 25 años. 

Ahora regreso, la vida tiene sus vericuetos, a celebrar esta iniciativa que apunta a una mejor salud para todos. Ojalá este esfuerzo fructifique. Puede convertirse con el tiempo en un orgullo para Uds. y en un ejemplo para el mundo. 

Volvamos, para terminar, a Margaret Mead: no hay nada imposible para una comunidad pensante y comprometida. 

 Bibliografia 
Schelling, Thomas, Micromotives and Macrobehavior, W.W. Norton & Company, New York City, 1978. 
Unger, Roberto Mangabeira, The Religion of the Future, Harvard University Press, Boston, 2014.