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julio 2012

Reflexiones

Café y petróleo

Esta semana, durante la transmisión del partido de fútbol entre las selecciones olímpicas de Colombia y Corea del Norte, un narrador argentino incurrió en un atavismo interesante. “El conjunto cafetero” decía cada vez que una jugadora colombiana recuperaba el balón. La frase sonaba poética. O nostálgica al menos. El café hizo parte de nuestro pasado. Pero no hará ya parte de nuestro futuro. En los últimos meses, cabe recordarlo, hemos tenido que importar café para abastecer el mercado interno.

Las exportaciones de café apenas representaron 3% de nuestras ventas externas entre enero y mayo de 2012. En 2011 representaron menos de 5%. El cultivo de café se ha movido hacia al sur del país, como si estuviera preparando su salida definitiva. En la llamada zona cafetera, otro atavismo, el principal producto de exportación ha sido, desde hace mucho más de una década, la gente, el capital humano para decirlo de otro modo. Los países son lo que exportan. Y  Colombia fue, por muchos años, un país cafetero en un sentido que iba mucho más allá de la realidad económica, que abarcaba también las realidades sociales y políticas. Pero ya no lo es.

Mientras tanto Colombia se ha venido transformando en un país petrolero.  En  los cinco primeros meses de este año, por primera vez en nuestra historia económica, las exportaciones de petróleo superaron la mitad del total de las exportaciones. Uno puede hacer todo tipo de salvedades: las reservas colombianas siguen siendo (comparativamente) irrisorias, la producción todavía no alcanza un millón de barriles diarios, los grandes descubrimientos parecen cosa del pasado, etc. Pero el hecho cierto es que nuestra inserción en la economía global, nuestra participación en los flujos internacionales de bienes y capitales, depende hoy más que nunca del petróleo.   Paradójicamente las jugadoras del equipo cafetero viven en un país petrolero.

Y los países petroleros suelen ser distintos. Buena parte de la plata del café le llegaba a la gente, a campesinos empeñados en la búsqueda de “prosperidad y mejoras” como decían hace un siglo. La plata del petróleo, por el contrario, no le llega a la gente, sino al Estado. Originalmente la palabra “regalías” designaba los recursos entregados al monarca para su beneficio personal, un significado que no ha perdido validez. Con el petróleo crece el tamaño del Estado y el protagonismo de los políticos y  aumenta por lo tanto la importancia de las contiendas electorales, que deciden quién manejará el botín. Ni más ni menos. Con el petróleo, además, el Estado deja de ser visto como el proveedor de unos servicios pagados con nuestros impuestos y pasa a ser percibido como el administrador de un tesoro escondido.

Finalmente la dependencia externa es mayor con el petróleo que con el café. En la elaboración del  presupuesto del año entrante, el gobierno supuso un precio del barril del petróleo de 100 dólares, una apuesta arriesgada de la que depende el equilibrio fiscal o la suerte de muchos programas y proyectos. Si el precio del petróleo resulta menor al presupuestado, el Ministro de Hacienda ya anunció la venta de un paquete de acciones de Ecopetrol: el momento no sería el más propicio pero no habría alternativa. Así es la vida en las repúblicas petroleras. Colombia trató por muchos años de liberase de la dependencia del café. Recientemente parece haberlo logrado. Depende ahora del petróleo. Un progreso dudoso por decir lo menos.

Reflexiones

Pugilato

Siempre se juntan en el mismo rincón. Ninguno espera convencer al otro. Todo lo contrario: ambos aspiran a reforzar sus convicciones, a entrenarse para el diálogo más complicado (y honesto) que suelen tener consigo mismos.“Usted parece no entender la lógica del asunto: si el Estado ha estado ausente por décadas y décadas, la mayoría percibirá al ejército como una fuerza invasora, como un ejército de ocupación. Un Estado manco jamás tendrá legitimidad. La mano derecha necesita de la mano izquierda. Así de simple”.

“Pero la ausencia del Estado muchas veces tiene como origen el rechazo mismo al Estado. No por casualidad las montañas del Cauca son el último reducto indígena en Colombia. Allí a duras penas llegaron los españoles. Allí nunca se asomó la Colonización Antioqueña. Allí la hostilidad ha sido una constante histórica. El Estado no va a estar donde no lo quieren”.

“Pero el rechazo es una reacción obvia y entendible ante una fuerza extraña e ilegítima. En la conquista, en la colonia o en la república”.

“Pero, entonces,  estamos ante un círculo vicioso: se rechaza al Estado porque no existe y el Estado no existe porque se rechaza. Sea lo que sea, la ausencia del Estado (esa explicación enlatada) no ha sido tan grande como se dice. ¿Sabía usted que el porcentaje de personas con necesidades básicas insatisfechas es mucho mayor en Lorica (Córdoba), San Onofre (Sucre), Plato (Magdalena), Cáceres (Antioquia) y Ataco (Tolima) que en Toribio (Cauca)? Podría citarle otros cien municipios. Más que mayor Estado, muchas regiones de Colombia necesitan más mercado”.

“¿No están muchas comunidades ancestrales siendo insertadas a la fuerza en los mercados internacionales, esto es, siendo amenazadas por compañías mineras y demás? ¿No es precisamente el narcotráfico una forma violenta y destructiva de conectarse con los mercados?”

“El principal problema del Cauca y otras regiones de Colombia no es la falta de Estado, sino la falta de oportunidades económicas para los jóvenes, oportunidades que deben venir del sector privado. Los cultivos ilícitos son el resultado del aislamiento económico. A los jóvenes los reclutan los grupos armados con la promesa de un almuerzo.  El problema en discusión se arregla con carreteras, con empresarios, con iniciativa privada, no con utopías burocráticas”.

“Empresarios que, como ha ocurrido en otras partes, lleguen a comprar tierras y a desplazar las poblaciones,  a convertir a los indígenas en peones de su codicia o proletarios de su ambición.  Si eso es a lo que usted llama desarrollo, ya entiendo por qué las comunidades lo rechazan con tanta vehemencia”.

“Esos son prejuicios suyos. Recuerdo haber leído, hace ya algunos unos años, la historia de un líder indígena chileno quien, ante la promesa del gobierno de promover la educación bilingüe en su comunidad, replicó: ‘sí estamos interesados en el bilingüismo, queremos que nos enseñen inglés’.”.

“En su concepción del desarrollo no hay espacio para la diversidad.  ¿Por qué no propone de una vez por todas que los indígenas emigren y se conviertan en obreros de la construcción?”

“¿Y usted que propone? Cien años más de soledad”.

Los dialogantes se despidieron calmadamente. La experiencia les ha enseñado que la economía no es otra cosa que un diálogo sin principio y sin fin sobre las posibilidades y las dificultades del cambio social.

Reflexiones

Homo politicus

“Nuestro razonamiento moral se parece más al de un político en campaña que al de un científico en busca de la verdad”, escribió recientemente el sicólogo estadounidense Jonathan Haidt.  Moralmente hablando, sugiere Haidt, somos similares a los políticos. O mejor, los políticos son semejantes a nosotros. Sus falencias morales son más visibles. Por obvias razones. Pero no son distintas a las del hombre de la calle. O a las del ciudadano indignado. O a las de un profesor universitario.

Como los políticos, que exigen cientos de pruebas cuando un copartidario es acusado de corrupción pero están siempre dispuestos a condenar a un contradictor con un único indicio, somos oportunistas en nuestras pesquisas, escépticos o creyentes según convenga. Los sicólogos han documentado innumerables veces esta forma de oportunismo mental. Si un examen (de inteligencia, por ejemplo) nos favorece, aceptamos los resultados inmediatamente. Si no, cuestionamos su pertinencia, su veracidad o las intenciones de sus creadores. En términos generales no usamos la información objetivamente. Por el contrario, la manipulamos para acomodarla a nuestras necesidades, para llegar a las conclusiones deseadas.

Como los políticos, que viven rodeados de especialistas en fabricar excusas, tendemos a usar nuestra capacidad de raciocinio no para obrar según algún precepto moral, sino para justificar nuestras actuaciones. Cualesquiera que sean. “El razonamiento consciente –dice Haidt– funciona como un secretario de prensa que justifica automáticamente cualquier posición tomada por el presidente”. Con frecuencia ponemos la razón al servicio de la sinrazón. Y no sólo en la política. También en la vida diaria. Las personas más inteligentes no tienden a actuar más correctamente. Simplemente son más hábiles para justificar sus deslices. La inteligencia no reduce nuestras fallas morales, solo ayuda a esconderlas.

Como los políticos que incurren en actos deshonestos cuando perciben que pueden salirse con la suya, muchos ciudadanos tienden a hacer trampa cuando consideran que sus actos quedarán impunes. En un experimento ya famoso, los participantes podían ganar una suma considerable de dinero si reportaban falsamente que habían resuelto una serie de problemas matemáticos. La mayoría hizo trampa. Reclamó dinero indebidamente. No mucho, solo la cantidad que les permitía seguir justificando ante sí mismos que habían actuado honestamente. Como en la política, en la vida privada (o en algunos experimentos controlados al menos), la corrupción también suele llevarse a sus justas proporciones.

Como los políticos, que usualmente viven obsesionados con las encuestas, todos tenemos una preocupación igualmente obsesiva con las opiniones de los demás. Y como los políticos, tendemos a negarla. En política, dicen algunos, lo que parece, es. En la vida de los hombres ocurre lo mismo. “Uno no es lo que es, sino lo que los otros le permiten creer que es”, escribió alguna vez Fernando Vallejo.

En fin, los políticos reflejan nuestras falencias morales con una fidelidad inquietante, incomoda por decir lo menos. Por ello probablemente los odiamos tanto. Porque son iguales a nosotros. Porque nos recuerdan nuestros defectos más protuberantes. Porque nos representan como somos, no como queremos ser.

Reflexiones

México vs. Brasil

A comienzos de 2011, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) presentó un estudio sobre las perspectivas económicas de los países latinoamericanos. El estudio identificó dos grupos de países. El primero, representado por Brasil, incluía a los países exportadores de materias primas, a los beneficiados por el despegue económico de China y el aumento en los precios del petróleo, el carbón, el cobre, la soya, etc. El segundo grupo, representado por México, incluía a los países maquiladores y exportadores de manufacturas, a los perjudicados, entre otras cosas, por la crisis económica de Estados Unidos y el mundo desarrollado. El grupo brasileño, sugería el estudio, exporta lo que China compra (materias primas); el grupo mexicano, lo que China vende (manufacturas).

La economía de Brasil lucía, entonces, imparable, vivía un momento mágico, caracterizado por unos crecientes flujos de inversión extranjera, una expansión acelerada del crédito y un crecimiento sin precedentes de la clase media. La economía de México, por el contrario, lucía derrotada, vivía un momento miserable. Sufría de una doble maldición: había sido, primero, desplazada por China del mercado de Estados Unidos y, más tarde, golpeada duramente por la crisis global. En fin, Brasil resumía todo lo bueno y México todo lo malo de la realidad económica latinoamericana.

Brasil tenía, además, buena prensa. Los subsidios a las familias de bajos ingresos, que habían sido primero puestos en práctica en México, eran considerados un ingenioso mecanismo redistributivo en Brasil y un ardid populista en los otros países de la región. La expansión del crédito de consumo se presentaba, en el caso de Brasil, como una consecuencia positiva del crecimiento de la clase media y, en los otros casos, como un resultado negativo de políticas irresponsables o imprudentes. “Brasil tiene una ventaja, es el segundo equipo de casi todo el mundo”, escribió alguna vez un economista dado a las analogías  futboleras.

Pero en poco más de un año la situación ha cambiado drásticamente. La economía de Brasil ha dejado de crecer. Los analistas internacionales están anunciado un fin inminente del momento mágico de Brasil. La caída en el precio de las materias primas, dicen, ha empezado a mostrar las debilidades del capitalismo brasileño. Mientras tanto la economía mexicana, a pesar de la violencia y los monopolios, se ha recuperado de manera sorprendente. La revista inglesa The Economist señaló recientemente que las perspectivas económicas de México son mejores que las de Brasil. Un ejemplo lo dice todo: mientras Brasil decidió bajar la tasa de interés con el propósito de incentivar la compra de vehículos por parte de los consumidores nacionales (ya sobre-endeudados) y así favorecer su industria automotriz, México no necesita este tipo de maniobras cuestionables, ya está exportando carros a medio mundo, incluida China.

En Colombia, deberíamos mirar más hacia México que hacia Brasil. México ha sido un innovador en políticas sociales, ha evitado la reprimarización de su economía, ha consolidado varios sectores industriales de clase mundial, ha logrado sostener una tasa de desempleo inferior a 6% y posee una economía abierta, mejor manejada que la de Brasil. Todo esto, para mayor mérito, a pesar de la violencia del narcotráfico. Brasil probablemente tiene más glamour. Pero yo me quedo con México. Viene de atrás y seguirá de largo.