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10 junio, 2012

Literatura

Meritocracia


Las palabras tienen vida propia. Cambian de significado caprichosamente. Pueden traicionar incluso a quienes las acuñan. En 1958, el escritor y político británico Michael Young publicó una novela futurista, en la tradición de Aldous Huxley y George Orwell, titulada El ascenso de la meritocracia, 1870-2033. Young quiso darle a la palabra “meritocracia” un sentido negativo, sarcástico. La novela describe el surgimiento de una sociedad estratificada, desigual, donde el éxito depende del acceso a ciertas instituciones educativas y de la posesión de ciertas habilidades mentales (estrechamente definidas). En la sociedad imaginada por Young, el sistema educativo selecciona a los ganadores, no los forma. Dicho de otra manera, descarta a los perdedores, no los redime.
Por cuenta de la evolución impredecible del lenguaje, la palabra “meritocracia” asumió con el tiempo una connotación distinta, opuesta a la originaria; se convirtió en un sinónimo de movilidad social e igualdad de oportunidades. Un “sistema meritocrático” denota ya no un sistema excluyente, sino todo lo contrario, un sistema abierto, sin roscas, ni privilegios heredados, ni favoritismos odiosos. Actualmente los políticos que desean posar de justos e independientes, proclaman su compromiso inquebrantable con la meritocracia, esto es, con el merito individual como criterio exclusivo para la selección y escogencia de sus colaboradores.
En 2001, un año antes de su muerte, Michael Young escribió un largo artículo de prensa en el que lamentaba, en tono vehemente, el nuevo significado de la palabra meritocracia. Young invitó a Tony Blair, entonces primer ministro de Inglaterra, a que eliminara de sus discursos la palabra en cuestión o a que, al menos, admitiera el lado oscuro de la meritocracia. Una cosa es la asignaciónde puestos con base en el mérito individual, escribió Young, otra muy distinta la consolidación de una nueva clase social, de una elite inexpugnable y arrogante que considera que merece todos los privilegios. “Al contrario de quienes se lucraban del nepotismo, las nuevas elites creen firmemente que la moralidad está de su lado”.
Los escrúpulos semánticos de Young son exagerados, pero no irrelevantes. Llaman la atención sobre los peligros que acechan a una sociedad donde el mérito es entendido de manera estrecha y asociado a trayectorias académicas y laborales muy específicas. Young criticó duramente al gabinete de Blair, conformado por una elite meritocrática, poseedora de unas credenciales impecables, pero, en últimas, un buen ejemplo de las nuevas formas de exclusión. Lo mismo podría decirse sobre el gabinete de Santos o sobre los cuadros directivos de muchas empresas colombianas. Lo escribo sin resentimiento, todo lo contrario, con algo de pudor. Al fin y al cabo los egresados de la Universidad de los Andes, donde trabajo, figuran de manera prominente en el gabinete del gobierno nacional y en muchos cargos de responsabilidad y privilegio.
En fin, si el mérito se asocia exclusivamente con unas pocas instituciones educativas o con un conjunto estrecho de competencias, la meritocracia es casi indistinguible del nepotismo o del amiguismo. La meritocracia, sugirió Young hace ya más de medio siglo, puede ser un eufemismo conveniente para designar una nueva forma de exclusión. Esta sugerencia, sobra decirlo, no ha perdido vigencia.