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11 marzo, 2012

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Ciudades

Esta semana el gobierno dio a conocer los primeros datos sobre la nueva distribución regional de las regalías. Aparentemente la mermelada no quedó tan bien repartida como decía el Ministro de Hacienda. Las grandes ciudades parecen haberse quedado por fuera de la repartición. Los municipios adyacentes a las principales capitales recibirán también sumas irrisorias a pesar de sus ingentes problemas sociales. Buena parte de las regalías permanecerá en los municipios productores de petróleo o irá a municipios pequeños que tienen mayores tasas de pobreza estructural.
La distribución anunciada discrimina en contra de los pobres de Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla, etc. Los criterios usados pasan por alto un hecho obvio, casi trivial: la tasa de pobreza es menor en las grandes ciudades que en el resto del país, pero el número absoluto de pobres, por razones meramente demográficas, es mucho mayor en las principales áreas metropolitanas que en los municipios más pequeños. En términos más generales, la distribución de las regalías revela un sesgo conocido, una idea influyente y generalizada; a saber: la supuesta obligación del gobierno nacional de transferirles a los municipios pequeños y a las zonas rurales una mayor cantidad de recursos por habitante con el fin de disminuir las brechas socioeconómicas y evitar la migración hacia las grandes ciudades. Muchos analistas siguen sosteniendo que el futuro de Colombia pasa por el campo. El diagnóstico no ha cambiado en 200 años. Inercia intelectual, digamos.
Pero el diagnóstico es cuestionable. El progreso social depende usualmente del crecimiento de las ciudades. Para reducir la pobreza primero hay que urbanizarla. Así lo muestra, por ejemplo, la experiencia reciente de China y la India, donde la rápida disminución de la pobreza ha estado acompañada del crecimiento acelerado de unas cuantas ciudades conectadas con el mundo. En todas partes, las ciudades ofrecen al menos la esperanza de una vida mejor. En Colombia, la mayoría de los desplazados no quiere regresar a sus lugares de origen. Sea lo que sea, prefieren el dinamismo urbano al sosiego rural. Los paraísos rurales sólo existen en la imaginación de algunos comentaristas románticos (que viven en las ciudades por supuesto).
Tradicionalmente las ciudades han sido no sólo los escenarios del cambio social, sino también los espacios de la innovación. “¿Qué tanto habría perdido el mundo si Thomas Edison o Henry Ford hubieron sido forzados a pasar sus días en el campo?”, preguntó recientemente el economista estadounidense Edward Glaeser. Las ciudades parecen incluso estimular el desarrollo cognitivo. Los resultados de la Encuesta Longitudinal de la Universidad de los Andes (ELCA) muestran que los niños pobres de las zonas urbanas tienen, desde los cinco años, un desarrollo verbal mucho mayor que casi todos niños, pobres y no pobres, de las zonas rurales. Aparentemente el bullicio urbano es más estimulante que la tranquilidad rural. 
Pero el gobierno parece subestimar la importancia de las ciudades. No solo en el tema de las regalías. La ley de restitución de tierras, su proyecto bandera, es una forma de saldar cuentas con el pasado. Pero nuestro futuro depende de otra cosa, de la capacidad de nuestras principales ciudades de lidiar con los crecientes problemas de movilidad, seguridad e informalidad. Las ciudades pueden ser nuestra salvación. O nuestra condena.