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diciembre 2011

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Chicas plásticas


Las cirugías estéticas parecen haber desbordado el límite de la cordura. Katiuska Mendoza, una cantante vallenata de 19 años, murió recientemente tras una cirugía cosmética de nariz. Jessica Cediel, una presentadora de televisión ya casi treintañera, tuvo que enfrentar serias dificultades médicas (y algo más) después de un tratamiento estético en sus glúteos. Más de 300 mil mujeres están en riesgo de una rotura súbita de unos implantes mamarios defectuosamente fabricados por la compañía francesa PIP (Poly Implants Prothèses). Pero todas estas noticias son apenas la punta del iceberg, la parte más visible de una industria médica que ha crecido rápida y desordenadamente, impulsada por una demanda insaciable por cirugías y tratamientos cosméticos. “Por eso es que ahora dicen que no hay mujer fea, siempre que haya cuchilla la plata sale de donde sea”.
El fenómeno en cuestión no es una aberración colombiana. Hace dos semanas la revista Newsweek reportó que, en Estados Unidos, en medio del desempleo y las angustias económicas, la demanda por cirugías plásticas sigue en aumento. Las gringas tienen claras sus prioridades: están gastando menos en comida, pero más en implantes mamarios y en la remodelación de sus cuartos traseros. En China, Brasil, India y Colombia, los cirujanos no dan abasto. Las clínicas clandestinas ofrecen procedimientos a precios de remate, pagaderos en módicas cuotas mensuales. La novela china más vendida de los últimos tiempos, un mamotreto de más de mil páginas escrito por Yu Hua, el Gustavo Bolívar de nuestras antípodas, cuenta la historia de dos hermanos que se ganan la vida vendiendo, de pueblo en pueblo, implantes pectorales medio hechizos. La fiebre de la silicona es global. 
¿De dónde viene toda esta demanda desaforada? La explicación es simple, en mi opinión. Bastan unos cuantos ejemplos para entender la lógica del asunto. Si los compañeros de oficina trabajan horas extras para impresionar al jefe, uno se ve forzado a hacer lo mismo. Si nuestros colegas acumulan títulos superfluos, un cartón adicional se vuelve casi un imperativo. Si unos cuantos hinchas deciden, por cualquier razón, pararse para ver el partido, todo el público termina de pie. De la misma manera, si las cirugías estéticas se generalizan, se convierten en una necesidad apremiante. La demanda de unos impulsa la demanda de otros.
La explicación es circular, pero funciona. Hay un choque inicial, una caída del precio, una innovación que pone en marcha una dinámica de refuerzo mutuo. Con el tiempo la popularidad de los procedimientos cosméticos altera los estándares de la apariencia y los hace aún más populares. Paradójicamente el botox hace más visibles las arrugas. Los implantes mamarios, más conspicuas las tallas pequeñas. Etc. Las mujeres dicen, con razón, que sus decisiones son racionales, que desean conservar sus trabajos y sus parejas, que están invirtiendo en autoestima, que deben estar a la altura de las cambiantes circunstancias.
El crecimiento de las cirugías y los procedimientos estéticos no es una consecuencia perniciosa de la globalización o del materialismo capitalista. Por el contrario, parece impulsado por una suerte de instinto, por la lógica de la competencia sexual descrita por Darwin hace ya 140 años. Las chicas plásticas son más naturales de lo que parecen. Son humanas. Demasiado humanas tal vez.
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Entusiasmo

Las noticias económicas no podían ser mejores. El Producto Interno Bruto (PIB) creció 7,7% durante el tercer trimestre del año, un resultado que superó incluso las cuentas optimistas del gobierno. La sorpresa económica tiene varias explicaciones: un crecimiento excepcional de la construcción de obras públicas (superior a 20%), un muy buen comportamiento de la construcción de vivienda y un desempeño notable de la minería. Probablemente el resultado sea irrepetible: el crecimiento inusitado de las obras públicas obedeció en buena parte a una distorsión estadística, a la caída atípica de este mismo rubro durante el tercer trimestre del año anterior. Pero sea lo que sea, el resultado es notable. Sobresaliente, podríamos decir.
El resultado pone de presente el contraste entre los comportamientos económicos de las economías avanzadas y las economías en desarrollo. Mientras en Europa las malas noticias son pan de cada día, en América Latina las buenas noticias se han vuelto costumbre. Hace un mes, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) anunció una reducción histórica de la pobreza en casi toda la región. El Banco Mundial hizo el mismo anuncio esta semana. Pero muchos analistas insisten, tercamente, en una supuesta dimensión global de la crisis, en la similitud de las tensiones económicas de los distintos países y en la coincidencia de las angustias materiales de los habitantes del planeta. “No, no y no”, habría que decir. “El capitalismo no está en crisis, está simplemente cambiando de dueño”, señaló recientemente un analista local. Razón no le falta.

Durante el tercer trimestre de 2011, la economía colombiana creció más aceleradamente que cualquier otra economía latinoamericana. Los motivos para el optimismo son muchos. Pero cabe señalar algunos problemas en ebullición. El caso de Brasil es ilustrativo de un primer tipo de problema. La economía brasileña salió rápidamente de la crisis mundial de 2009. Creció por encima de 7,0% en 2010 empujada por una fuerte expansión del crédito. En algún momento parecía imparable, encaminada hacia una década brillante. Pero la ilusión llegó a un final abrupto. El crecimiento insostenible del crédito llevó, primero, al recalentamiento y, después, a la desaceleración. La economía brasileña pasó de milagro a espejismo en menos de un año. No estoy diciendo que lo mismo va a sucederle a la economía colombiana (no lo creo así), pero lo sucedido en Brasil llama la atención sobre los peligros del exceso de entusiasmo de prestamistas y prestatarios.

El segundo tipo de problema es más de largo plazo. En buena medida, la economía colombiana está viviendo una típica bonanza externa, sustentada en la producción y exportación de materias primas: el crecimiento de la inversión extranjera, del crédito y de la construcción son síntomas característicos. También lo es la concentración de la oferta exportadora. Hace una década las exportaciones de petróleo, carbón y minerales representaban menos de 30% de las exportaciones totales. Hoy representan más de 60%. Por definición, estas bonanzas son transitorias. Y no siempre dejan un legado positivo. Pueden dejarlo, pero nada está garantizado.

En fin, los resultados son positivos. Hay razones para celebrar, pero con los ojos abiertos. Los aguafiestas siempre tienen un papel que cumplir, sobre todo en estas épocas de entusiasmo y agitación.

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El presidente mediático

Juan Manuel Santos es el personaje del año en Colombia. Míresele por donde se le mire. Desde un punto de vista sustantivo, sus logros son innegables. Restructuró la política, puso a casi todos los partidos a girar en torno a su figura, sólo el empequeñecido Polo Democrático permanece por fuera de su campo gravitacional. Lideró una ambiciosa transformación institucional que incluyó un cambio en la distribución regional de los recursos fiscales y una ambiciosa ley de reparación de las víctimas de la violencia. Creó nuevos ministerios, departamentos administrativos y consejerías que, en teoría, le permitirán poner en práctica sus ideas del buen gobierno. Y dirigió una economía en expansión, que ha crecido aceleradamente y ha logrado reducir el desempleo de manera sustancial.

Pero el Presidente Santos es también el personaje del año desde un punto de vista distinto, más literal si se quiere. Santos fue una presencia continua en los medios, una figura casi omnipresente. Al comienzo del año, desde Cúcuta, después de la trágica explosión de una mina de carbón que mató a más de 20 personas, prometió acabar, de una vez por todas, con la minería informal (que ha seguido creciendo). A mitad del año, desde Corinto, Cauca, en medio de la destrucción causada por un carro bomba de las Farc, dijo públicamente que el atentado le había traído suerte a la selección Colombia (en retrospectiva no fue tanto así). A final del año, posó montado en buldócer en medio de los aguaceros históricos de estos días y dijo, en tono circunspecto, que su gobierno le estaba ganando la batalla al invierno.

Santos ha sido el más mediático de los últimos cinco presidentes Colombianos. No lo digo yo con base en juicios impresionistas, lo señala un análisis cuantitativo de más de dos millones de artículos de prensa publicados desde 1991 por algunos de los principales medios escritos de Colombia. El análisis, basado en un contador de palabras diseñado por el ingeniero Juan Manuel Caicedo, muestra que Santos ha batido casi todos los registros de figuración mediática. En los meses de mayor figuración, a comienzos de 1991, la palabra “Gaviria” apareció 0,6 veces por cada mil palabras publicadas en los medios estudiados. A mediados de 1995, en medio de un gran escándalo, la palabra “Samper” apareció 1,5 veces por cada mil palabras. En mayo de 1998, coincidiendo con las elecciones presidenciales, la palabra “Pastrana” apareció 0,7 veces por cada mil. En abril de 2006, en medio de otro escándalo, la palabra “Uribe” superó las 1,5 apariciones por cada mil. Pero “Santos” batió todos los records. A finales del año pasado, llegó a más de 2,5 apariciones por cada mil palabras.

Ningún otro presidente había recibido tanta prensa: los números no mienten. El protagonismo no es casual. Todo lo contrario: es el resultado de una estrategia deliberada. Pero el éxito mediático tiene sus riesgos, sobre todo si se convierte en un fin en sí mismo. Con frecuencia el presidente Santos pareció más preocupado por el efecto mediático de sus anuncios que por el fondo mismo de lo anunciado, como si quisiera simplemente maximizar los titulares, aparecer en la prensa.

En fin, el presidente mediático tiene un gran reto por delante: mostrar que su capacidad de gestión es tan grande como su ya bien probada capacidad de figuración.

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Lecturas de 2011

Tres novelas cortas (o cuentos largos) para esta época de Twitter.

El alienista del brasileño Machado de Assis (mi descubrimiento literario de este año).

Pero la Ciencia tiene la inefable propiedad de curar todas las penas; nuestro médico se sumergió enteramente en el estudio y la práctica de la Medicina. Fue entonces cuando uno de los recovecos de ésta le llamó especialmente la atención: el recoveco psicológico, el examen de la patología cerebral. No había en la colonia, ni aún en el reino, una sola autoridad en tal materia, mal explorada o casi inexplorada. Simón Bacamarte comprendió que la ciencia lusitana, y particularmente la brasileña, podría cubrirse de “laureles inmarchitables” –expresión usada por él mismo, pero en un arrebato de intimidad doméstica–; exteriormente era modesto, como conviene a los sabios.
La salud del alma –clamó– es la ocupación más digna del médico.

Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco. Publicada ya hace 30 años, pero sigue mejor que nunca.
Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola. Nunca sabré si aún vive Mariana. Si hoy viviera tendría ya ochenta años.

Trenes rigurosamente vigilados del escritor checo Bohumil Hrabal. La película es un clásico, la novela es mejor.

Me agarré de la mano con el muerto hasta que también yo mismo empecé a perderme en las tinieblas y susurré para sus oídos que ya no oían las palabras del conductor de aquel tren rápido que había traído a los desventurados alemanes desde Dresden: –Deberían mantener el culo sentado en la casa…

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Profesores

Leí con interés la perorata del editor y profesor Camilo Jiménez, publicada esta semana en el diario El Tiempo, en la que denuncia la incapacidad de un grupo de veinteañeros (todos mimados por la vida y el sistema) de componer un párrafo, uno sólo, después de un largo semestre de lecturas inteligentes y sermones indignados. “Estoy por pensar que la curiosidad se esfumó de estos alumnos míos desde el momento en que todo lo comenzó a contestar ya, ahora mismo, el doctor Google.” Mejor dicho, nos llevó el diablo. Nuestros estudiantes no aprenden o no quieren aprender o no pueden hacerlo. Son un caso perdido.

Camilo Jiménez tiene razón. Muchos estudiantes no conocen los rudimentos de redacción, no son capaces de juntar dos frases. Pero su perorata, su manifiesto apesadumbrado, dice más sobre los profesores que sobre los estudiantes. Camilo no es el primero, ni será el último profesor que denuncia la frivolidad de los jóvenes, que recurre a la misantropía inteligente para ventilar las frustraciones de un oficio extraño, descomedido. La melancolía siempre ha sido el riesgo ocupacional de los profesores. “Nos sentimos, simultáneamente, superiores e infravalorados, por encima del resto de los mortales pero aislados e insuficientemente recompensados y reverenciados”, escribió recientemente el ensayista estadounidense Joseph Epstein.

Cada vez que me asaltan sentimientos parecidos, en lugar de escribir una carta denunciando la perdición del mundo, releo un texto producido hace ya varios años por el filósofo Robert Nozick, una biografía estandarizada de los profesores universitarios. Todos fuimos cortados con la misma tijera. Pasamos veinte o más años por el sistema escolar coleccionando buenas notas, recibiendo encomios de padres y maestros, siendo apreciados y reverenciados. Después de haber acumulado muchos títulos, decidimos, razonablemente, permanecer en el mismo mundo, el de las aulas de clase, que había sido el escenario de nuestros grandes proezas, de nuestras gestas académicas.

La cosa funciona bien por un rato, dice Nozick. Pero, con el tiempo, las tensiones comienzan a florecer. Tarde o temprano, nos damos cuenta de que nuestros compañeros de clase, aquellos que no eran capaces de escribir un parrafito, tienen vidas reconfortantes, mientras tanto nuestras angustias se multiplican cada día: no sólo las financieras sino también las espirituales. La docencia resulta menos atractiva de lo que parecía (sigo citando a Nozick). Los estudiantes no demuestran una pasión acorde con nuestros sacrificios y conocimientos. Todos parecen más interesados en los juguetes de la modernidad que en la búsqueda de la sabiduría. Poco a poco, la frustración le va dando paso al resentimiento hasta que llega un día en que renunciamos o escribimos una carta rabiosa denunciando la injusticia del mundo y la ignorancia de sus pobladores más privilegiados, los veinteañeros acomodados.

Los jóvenes de esta época, como todos nosotros, son hijos de su tiempo. Algunos no son capaces de borronear un párrafo. Pero qué más da. Casi todos dominan a su antojo los milagros de la época. No me gusta la condescendencia, pero convertir a los alumnos en blanco de nuestro bien aprendido resentimiento es una tontería. Prefiero la autoironía, al esnobismo profesoral. Después de todo, cabe reconocer que, en la gran mayoría de los casos, el problema no son los estudiantes, somos nosotros los profesores.

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Congestión

En 1951, el economista canadiense William Vickrey fue contratado por el alcalde de Nueva York con el propósito de mejorar las menguadas finanzas de su ciudad. Por cuenta de los azares de la consultoría, Vickery terminó dedicado a estudiar un problema distinto, la congestión vehicular. Hizo, entonces, una propuesta simple, pero trascendental: cobrar por el uso de las vías urbanas, sobre todo de las vías más congestionadas en las horas de mayor tráfico. En su opinión, los peajes urbanos harían que los conductores tuvieran en cuenta el costo que imponen sobre los demás viajeros y usasen las vías de manera óptima desde un punto de vista social. Si el precio es cero, la “demanda” será insaciable y la congestión, imposible de evitar.

Vickrey repitió su propuesta por muchos años. Llamó la atención repetidamente sobre una realidad económica innegable: las vías urbanas son un recurso escaso y, por lo tanto, su uso debería acarrear un precio. Inicialmente la indiferencia fue general: su propuesta era muy simple para los académicos y muy impopular para los políticos. Pero con el tiempo la situación cambió. Sus colegas entendieron la trascendencia de sus ideas. En 1963, publicó su artículo seminal sobre precios de congestión. En 1992, fue elegido presidente de la Asociación Americana de Economistas. Y en 1996, ganó el premio Nobel de economía.

Vickrey murió dos días después del anuncio del premio. Iba manejando por una autopista a altas horas de la noche (para evitar la congestión dicen las malas lenguas). Murió sin haber recibido el premio Nobel y sin haber visto sus ideas hechas realidad. Sólo en la última década, Londres, Estocolmo y otras ciudades europeas han implantado sistemas electrónicos para cobrar por el uso de las vías urbanas. Con gran éxito, vale decir. La congestión se ha reducido significativamente con enormes beneficios sociales. En Estados Unidos, por el contrario, la respuesta a la congestión ha sido la misma desde que Vickrey formuló su propuesta por primera vez, a saber: construir vías y más vías que se llenan rápidamente. A más kilómetros de vías urbanas, más vehículos y más viajes. Las nuevas vías se autoderrotan, pues incentivan a muchos conductores a sacar sus carros del garaje.

Gustavo Petro quiere traer las ideas de Vickrey a Bogotá, ha planteado la necesidad de instalar peajes urbanos en las zonas de mayor congestión vehicular. Los problemas prácticos de esta iniciativa son enormes, su implantación requerirá seguramente muchos meses de estudio y muchos millones de pesos de inversión. Pero la propuesta es buena, es una respuesta sensata a un problema cada vez más grande y acuciante. Ojalá otras ciudades se sumaran a la iniciativa. O al menos la estudiaran con seriedad.

Al final de la semana, el senador Jorge Enrique Robledo criticó duramente la propuesta del alcalde electo de Bogotá. “Los peajes urbanos quieren decir que el derecho ciudadano se deja sólo a quienes puedan pagarlo…son neoliberalismo, FMI y consenso de Washington. Esos son sus orígenes, en nada afectos a las ideas democráticas”, señaló. Estas críticas desconocen el origen académico de la propuesta. Y dejan de lado un asunto esencial: los peajes urbanos aumentan el bienestar general, son socialmente provechosos. Pueda ser que la demagogia barata no acabe de entrada con una propuesta inteligente.