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27 noviembre, 2011

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Progreso

Hace ya más de 60 años, en 1949, Colombia se convirtió en el escenario de un curioso experimento. Terminada la reconstrucción de Europa, el Banco Mundial (llamado entonces el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento) decidió cambiar de rumbo, enfocar sus esfuerzos ya no en los países devastados por la guerra sino en los agobiados por el subdesarrollo. Por una serie de razones fortuitas, perdidas en los vericuetos de la historia, el Banco Mundial escogió a Colombia para afinar su nueva estrategia y optó, entonces, por enviar una misión de expertos internacionales encabezada por el economista canadiense Lauchlin Currie, quien habría de quedarse hasta el final de su vida en este país.
Lo primero que hizo la “Misión Currie” fue hacer un diagnóstico de las condiciones sociales de Colombia. Los hallazgos fueron aterradores. La gran mayoría de la población vivía en la pobreza absoluta. 90% de los colombianos jamás había usado zapatos. Decenas de miles de colegios estaban cerrados por falta de plata. “Tanto cualitativa como cuantitativamente, las viviendas son inadecuadas. La casa promedio, de unos 20 metros cuadrados, abriga 6,4 personas. Se calcula que unas 200 mil viviendas (20% del total) tienen menos de 12 metros, lo que indica un horrible hacinamiento”, reportó el informe final de la Misión. Colombia, en últimas, parecía condenada a cien o más años de soledad.

Dos generaciones después de la llegada de la “Misión Currie”, las condiciones sociales han mejorado de manera ostensible. La educación básica es casi universal. La ropa de algodón, que era considerada un lujo en los años cincuenta, es ahora una mercancía corriente. El consumo per cápita de huevos se multiplicó por cinco. En las zonas urbanas, el porcentaje de viviendas con piso de tierra pasó de 25% en el censo de 1951 a 3% en el censo de 2005. Pero no hay que ir tan atrás en tiempo para vislumbrar la mejoría. Hace 40 años, un litro de leche costaba el equivalente a 9% del salario mínimo semanal, hoy cuesta el equivalente a 2%. Hace 20 años, miles de mujeres hacían cola diariamente en el centro de Bogotá para llenar sus galones de cocinol, hoy la mayoría de los hogares pobres de la capital cuenta con gas domiciliario.

No sé de qué manera llamarán los lectores a los cambios descritos, pero yo sólo encuentro una palabra: progreso. Desigual, limitado e insuficiente, pero progreso al fin y al cabo. Sin embargo, la sola mención de la palabra “progreso”, así los hechos sean irrefutables, produce todo tipo de reacciones airadas. Muchos denigran del avance material, romantizan la pobreza, disfrazan la condescendía de simpatía: sí, ya usan zapatos, pero perdieron las tradiciones, olvidaron sus raíces, se sumaron al inmoral hormiguero de la modernidad. Otros consideran inadecuado, ofensivo incluso, medir el progreso con base en el pasado. Para ellos el único referente es la utopía, un mundo idealizado, “un paraíso de cucaña” como decía Estanislao Zuleta: sí, ya no usan cocinol, pero la educación universitaria todavía no es universal. “Reaccionarismo posprogresista” ha llamado el ensayista catalán Jordi Gracia a esta tendencia. “Es un reaccionarismo complejo y difuso pero, como todos los reaccionarismos, débil y rencoroso”. Y paradójico, agregaría yo. En esta época extraña, los llamados progresistas desprecian o minimizan el progreso. El de los demás, por supuesto.