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16 octubre, 2011

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Cuestión de principios

“El TLC con EE.UU. permitirá como mínimo 1% más de crecimiento en el PIB, 250 mil nuevos trabajos y aumentar las exportaciones en 6%”, escribió el Presidente Santos en Twitter el jueves en la mañana. El impacto podría ser menor. Mucho menor incluso. No lo sabemos. No podemos saberlo. Los números en cuestión son una apuesta, una creencia disfrazada de certidumbre aritmética. El efecto del TLC es incuantificable. Depende de muchas cosas imposibles de prever, del surgimiento de nuevos negocios, por ejemplo. Las preferencias arancelarias, creadas hace 20 años, tuvieron un efecto positivo sobre la economía peruana, contribuyeron al surgimiento y posterior desarrollo de varios negocios de exportación agrícola: los espárragos y el brócoli, entre otros. En Colombia, por el contrario, las mismas preferencias no impulsaron la aparición de nuevos sectores exportadores.

La defensa del TLC no debería sustentarse en números inciertos. Inventados. Los argumentos tienen que ser de otro tipo. Conceptuales. Lógicos. Incluso ideológicos. Colombia ha vivido muchos años ensimismada, escondida en sus montañas. Nunca, en 200 años, hemos tenidos vías de comunicación confiables, que conecten eficazmente las cordilleras con el mar. Los opositores del TLC argumentan que la falta de infraestructura es un escollo insuperable, una razón para desechar el tratado. Pero su lógica es confusa. La mala infraestructura constituye una forma eficaz de proteccionismo, una manera indirecta de restarle relevancia al tratado, de entorpecer tanto las exportaciones como las importaciones. Sin quererlo, involuntariamente, Andrés Uriel Gallego contribuyó a la causa proteccionista. El MOIR debería rendirle un homenaje. En fin, la mala infraestructura no es una razón para oponerse al TLC. Más bien, el tratado es una razón para construir, de una vez por todas, las carreteras que nos conecten con el mundo.

El TLC también podría contribuir a desmontar uno de los aspectos más irritantes de nuestra realidad económica: los privilegios de los terratenientes. No casualmente los ganaderos y los arroceros se oponen al tratado con particular vehemencia. Unos y otros quieren conservar la excesiva protección que ha causado, entre otras cosas, una valorización exorbitante de la tierra. Las rentas que crea el proteccionismo agrícola terminan siendo capturadas por los dueños de las grandes haciendas. Paradójicamente, la izquierda proteccionista ha terminado, involuntariamente tal vez–nadie sabe para quién trabaja–, defendiendo los intereses de los terratenientes. Fedegan y el MOIR están del mismo lado, unos por interés, otros por ideología. Reaccionarios y radicales se oponen al TLC con la misma fiereza con la que se han opuesto a ley de restitución de tierras. Ambos prefieren el statu quo: un país aislado y protegido.

El TLC no es la panacea. Apenas nos pone en igualdad de condiciones con Chile, Perú y los países centroamericanos. Yo dudo de las cuentas alegres del gobierno. Pero si el TLC contribuye a conectarnos medianamente con el mundo, a diluir algunas rentas odiosas y a tener unas condiciones de acceso similares a las de nuestros competidores regionales, habrá logrado su cometido. Sea lo que fuere, siempre que se juntan reaccionarios y radicales para defender el statu quo incumbe ponerse del otro lado. Por principio. Sin mirar los números.